Aunque la generalización del uso del
agua en cuanto a la higiene personal no se dio hasta principios del
siglo XIX, la Ilustración trajo consigo una progresiva aceptación del
baño como rutina recurrente. Con anterioridad al siglo XVIII, el escaso o
casi nulo uso del agua para los hábitos de limpieza personal obedecía a
una multitud de prejuicios acorde a las concepciones médicas de la
época, más allá de las virtudes que la cultura árabe había observado
anteriormente en el agua.
A pesar de múltiples prejuicios, a finales del siglo XVIII se impuso el hábito de lavarse regularmente con agua.
En el siglo XVIII, la gente se lavaba poco y lo hacía en seco,
evitando el uso del agua. Ello se explica en buena parte por la
creencia, muy extendida, según la cual la salud del cuerpo y del alma
dependía del equilibrio entre los cuatro humores que se suponía que
integraban el cuerpo: sangre, pituita, bilis amarilla y atrabilis. Los
malos humores se evacuaban mediante procesos naturales como las
hemorragias, los vómitos o la transpiración, y cuando éstos no
funcionaban se recurría a purgas o sangrías efectuadas por los médicos.
Lógicamente, la introducción de un quinto elemento extraño, como el
agua, se observaba con recelo.
Esta desconfianza no era nueva. Desde la segunda mitad del siglo XIV, los médicos habían empezado a desaconsejar los baños calientes por considerar que el agua podía facilitar el contagio de la peste. Como el calor abre los poros, se creía que así se introducían miasmas en el organismo que desequilibraban su funcionamiento. Los miasmas, en la mentalidad de la época, eran efluvios malignos producidos por cuerpos corruptos o aguas estancadas.
Esta desconfianza no era nueva. Desde la segunda mitad del siglo XIV, los médicos habían empezado a desaconsejar los baños calientes por considerar que el agua podía facilitar el contagio de la peste. Como el calor abre los poros, se creía que así se introducían miasmas en el organismo que desequilibraban su funcionamiento. Los miasmas, en la mentalidad de la época, eran efluvios malignos producidos por cuerpos corruptos o aguas estancadas.
Este
temor al agua culminó en el siglo XVII, incluso en las clases más altas
de la sociedad: aunque Luis XIV no tenía problemas para nadar, sí
evitaba usar demasiada agua para lavarse. En el interior de las casas
nobles o burguesas existían bañeras, pero se aconsejaba no utilizarlas
demasiado, y sobre todo no permanecer en ellas durante mucho tiempo. El
agua se rechazaba hasta tal punto que antes de la Revolución Francesa
París sólo contaba con nueve casas de baños, es decir, tres veces menos
que a finales del siglo XIII.
El miedo a los miasmas se convirtió en una auténtica obsesión. Para garantizar la salud había que hacer circular el aire –igual que los filósofos y los economistas ilustrados predicaban las virtudes de la circulación de personas, bienes o ideas–. Por tanto, debían evitarse los vapores de agua y la condensación, sobre todo en los espacios cerrados.
Del mismo modo, como se consideraba que los malos olores eran indicativos de la presencia de aire viciado, una norma básica de higiene consistía en perfumar el aire. Como en el caso de las sangrías, se creía que los olores agradables limpiaban de los miasmas los órganos y la sangre. En cambio, la suciedad no suponía un riesgo para la salud; al contrario, se consideraba que servía para proteger la piel, del mismo modo que las pulgas o los piojos.
Otras causas, menos médicas, explican también la desconfianza imperante respecto al agua. A partir de la Contrarreforma de los siglos XVI y XVII, la Iglesia ejerció una influencia creciente no sólo sobre la moral, sino también sobre las prácticas corporales cotidianas de la población. El clero quiso proscribir los baños públicos –denominados «baños romanos»– por el peligro que suponían el contacto corporal y la desnudez. Además, incluso en un ámbito privado, se consideraba que la exploración del cuerpo era censurable, sobre todo la de las partes genitales, como le contaba un padre a su hijo antes de ir de viaje: «No toques las partes de tu cuerpo que la honestidad te prohíbe mostrar, salvo en caso de extrema necesidad, e indirectamente».
Por todas estas razones, las prácticas de higiene eran rápidas, muy selectivas y se realizaban en seco, o casi. Había que lavarse sin debilitar la piel ni exponerla a la penetración de miasmas, lo que implicaba hacer abluciones parciales. Al levantarse, los adultos y los niños se peinaban y se frotaban ciertas partes del cuerpo con paños secos, dando mayor importancia a los lugares más expuestos a la vista: las manos, la boca y la parte posterior de las orejas, así como los pies.
El miedo a los miasmas se convirtió en una auténtica obsesión. Para garantizar la salud había que hacer circular el aire –igual que los filósofos y los economistas ilustrados predicaban las virtudes de la circulación de personas, bienes o ideas–. Por tanto, debían evitarse los vapores de agua y la condensación, sobre todo en los espacios cerrados.
Del mismo modo, como se consideraba que los malos olores eran indicativos de la presencia de aire viciado, una norma básica de higiene consistía en perfumar el aire. Como en el caso de las sangrías, se creía que los olores agradables limpiaban de los miasmas los órganos y la sangre. En cambio, la suciedad no suponía un riesgo para la salud; al contrario, se consideraba que servía para proteger la piel, del mismo modo que las pulgas o los piojos.
Otras causas, menos médicas, explican también la desconfianza imperante respecto al agua. A partir de la Contrarreforma de los siglos XVI y XVII, la Iglesia ejerció una influencia creciente no sólo sobre la moral, sino también sobre las prácticas corporales cotidianas de la población. El clero quiso proscribir los baños públicos –denominados «baños romanos»– por el peligro que suponían el contacto corporal y la desnudez. Además, incluso en un ámbito privado, se consideraba que la exploración del cuerpo era censurable, sobre todo la de las partes genitales, como le contaba un padre a su hijo antes de ir de viaje: «No toques las partes de tu cuerpo que la honestidad te prohíbe mostrar, salvo en caso de extrema necesidad, e indirectamente».
Por todas estas razones, las prácticas de higiene eran rápidas, muy selectivas y se realizaban en seco, o casi. Había que lavarse sin debilitar la piel ni exponerla a la penetración de miasmas, lo que implicaba hacer abluciones parciales. Al levantarse, los adultos y los niños se peinaban y se frotaban ciertas partes del cuerpo con paños secos, dando mayor importancia a los lugares más expuestos a la vista: las manos, la boca y la parte posterior de las orejas, así como los pies.
En
la corte y en el seno de la nobleza o de la burguesía, la higiene
estaba relacionada con las exigencias de la respetabilidad social.
Llevar un vestido limpio era un buen indicador de la posición social que
alguien ocupaba: cuanto más rico era uno, más se cambiaba de vestido.
Del mismo modo, en cuanto al cuidado corporal lo importante era la
apariencia. Muy a menudo no se intentaba eliminar la suciedad, sino
disimularla con productos que cubrieran las imperfecciones de la piel y
la blanquearan. Por ello, estar limpio consistía en frotarse la piel con
pastillas de jabón de Florencia o de Bolonia, con perfume de limón o de
naranja, o lavarse la cara con vinagre perfumado.
Este último alcanzó enorme popularidad. En París, en su tienda de Saint-André-des-Arts, el famoso vinagrero Maille comercializaba al menos 92 vinagres de salud e higiene. Difundidos después de 1740, estos vinagres perfumados, en forma de lociones con flores o especias, eran vendidos por vinagreros destiladores que competían en imaginación para promocionar su «Agua imperial», su «Agua magnífica» o sus vinagres de cítricos con naranjas de Portugal. También se aconsejaba untarse las manos con cremas de almendras dulces o de benjuí. Del mismo modo que las cremas de jazmín o de lavanda, estos productos eliminaban la suciedad de forma mecánica, pero sin agredir la piel. Cuando hacía buen tiempo, la gente se aplicaba sobre el pecho telas untadas con pomadas.
Este último alcanzó enorme popularidad. En París, en su tienda de Saint-André-des-Arts, el famoso vinagrero Maille comercializaba al menos 92 vinagres de salud e higiene. Difundidos después de 1740, estos vinagres perfumados, en forma de lociones con flores o especias, eran vendidos por vinagreros destiladores que competían en imaginación para promocionar su «Agua imperial», su «Agua magnífica» o sus vinagres de cítricos con naranjas de Portugal. También se aconsejaba untarse las manos con cremas de almendras dulces o de benjuí. Del mismo modo que las cremas de jazmín o de lavanda, estos productos eliminaban la suciedad de forma mecánica, pero sin agredir la piel. Cuando hacía buen tiempo, la gente se aplicaba sobre el pecho telas untadas con pomadas.
En la segunda mitad del siglo, sin
embargo, se comenzó a pensar que el agua templada podía tener virtudes
calmantes, y sobre todo que el agua fría permitía fortalecer los
tejidos, aumentar la fluidez de la sangre e incluso disolver los
tumores. En 1762, en su obra Emilio, o de la educación, Rousseau
aconsejaba bañar a los niños en agua fría para fortalecerlos: «Lavad a
menudo a los niños; su suciedad muestra la necesidad de hacerlo». El año
anterior, a orillas del Sena, un establecimiento de baños calientes de
París había abierto sus puertas a una clientela privilegiada, con la
aprobación oficial de la facultad de medicina, y su propietario,
Poitevin, había sido gratificado con privilegios.
A finales de siglo, el agua empezó a entrar en ciertos hogares, que se equiparon incluso con cuartos de baño. El baño era un lugar de descanso, incluso de vida social. No se consideraba indecente recibir a los amigos en la bañera. Pero progresivamente el aseo se privatizó y se individualizó, dando forma a nuevos momentos y espacios de intimidad. Así, María Antonieta permitía sólo la presencia de dos criadas mientras se bañaba. Por supuesto, el baño aún se utilizó durante mucho tiempo como un método para el cuidado de la piel y tratamiento de sus enfermedades: en 1793, el periodista Marat tomaba baños eléctricos e impregnados de almendra y minerales para combatir su dermatitis cuando fue asesinado por Charlotte Corday.
Pero con el progreso del hedonismo y la lenta liberación de los tabús corporales, bañarse se asoció también con el placer. Así, las mujeres de clase alta tomaban baños perfumados con leche o frambuesa. Pero todo esto constituía una excepción: durante mucho tiempo, la mayoría de la población evitó utilizar el agua para lavarse. Habría que esperar hasta las primeras décadas del siglo XIX para que se empezara a generalizar el uso higiénico del agua.
A finales de siglo, el agua empezó a entrar en ciertos hogares, que se equiparon incluso con cuartos de baño. El baño era un lugar de descanso, incluso de vida social. No se consideraba indecente recibir a los amigos en la bañera. Pero progresivamente el aseo se privatizó y se individualizó, dando forma a nuevos momentos y espacios de intimidad. Así, María Antonieta permitía sólo la presencia de dos criadas mientras se bañaba. Por supuesto, el baño aún se utilizó durante mucho tiempo como un método para el cuidado de la piel y tratamiento de sus enfermedades: en 1793, el periodista Marat tomaba baños eléctricos e impregnados de almendra y minerales para combatir su dermatitis cuando fue asesinado por Charlotte Corday.
Pero con el progreso del hedonismo y la lenta liberación de los tabús corporales, bañarse se asoció también con el placer. Así, las mujeres de clase alta tomaban baños perfumados con leche o frambuesa. Pero todo esto constituía una excepción: durante mucho tiempo, la mayoría de la población evitó utilizar el agua para lavarse. Habría que esperar hasta las primeras décadas del siglo XIX para que se empezara a generalizar el uso higiénico del agua.
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/bano-diario-conquista-ilustracion_9522
http://muy-historia.blogspot.com/2015/08/el-bano-diario-una-conquista-de-la.html
https://www.eldiario.es/cultura/arte-ir-cuarto-bano_0_355565254.html
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