En 1859, H. Dunant decidió crear este movimiento humanitario después de ver la mala atención médica que se dio a los miles de heridos de la contienda.
Tal día como hoy, el pequeño pueblo italiano de Solferino se hizo famoso después de que más de 40.000 soldados
franceses, piamonteses y austríacos yacieran muertos o heridos en sus
puertas sin ningún tipo de atención médica. La masacre, sin embargo, no
dejó indiferente a Henry Dunant,
un hombre de negocios que, tras ayudar a coordinar la atención de los
moribundos y observar sus condiciones infrahumanas, decidió promover la
creación de la Cruz Roja Internacional.
Para entender la batalla de Solferino
es necesario retroceder en el tiempo hasta 1859, año en que Austria,
dirigida por el emperador Francisco José I, envió a su gran ejército
contra la región de Piamonte -ubicada al norte de Italia-. Al parecer,
esto fue demasiado para el líder francés Napoleón III que, haciendo
valer su alianza con este territorio, aprestó a sus tropas para
enfrentarse al Imperio austríaco.
Desde el comienzo del conflicto se hizo patente la
superioridad del ejército francés que, ya veterano y con una gran
formación, venció a los austríacos en las primeras escaramuzas. Sin
embargo, Francisco José I no estaba dispuesto a consentir una bofetada
más. Por ello, ordenó a sus fuerzas retirarse hasta la orilla del río Mincio,
ubicado cerca de un pequeño y bello pueblo llamado Solferino y que,
hasta ese momento, era absolutamente desconocido en la Historia.
Así, los fusileros y caballeros austríacos se prepararon
para hacer frente a los ejércitos que venían en su persecución: el
piamontés y el francés. «El emperador de Austria tenía a su disposición
[…] ciento setenta mil hombres, apoyados por unas quinientas piezas de artillería», explica el fallecido Henry Dunant, fundador de la Cruz Roja, en su libro «Recuerdo de Solferino». Tal era la importancia de la batalla que el propio Francisco José se puso al mando de sus tropas.
Por su parte, las fuerzas aliadas estaban decididas a
acabar con la resistencia austríaca y, de esta forma, expulsar a los
invasores del territorio de Piamonte. Sabían que eran inferiores en
número, pero la experiencia del ejército francés jugaba a su favor. «Los
efectivos de estas fuerzas reunidas eran ciento cincuenta mil hombres y unas cuatrocientas piezas de artillería», completa Dunant en el texto.
Comienza la batalla
«Aquel memorable 24 de junio se enfrentaron más de
trescientos mil hombres, la línea de batalla tenía cinco leguas de
extensión, y los combates duraron más de quince horas», determina el
autor. Todo estaba preparado para que el mundo fuera un cruel espectador
de una de las batallas más sangrientas de la historia.
La batalla de Solferino dejó miles y miles de muertos y heridos
Esa calurosa y radiante mañana, mientras el sol resplandecía sobre
las relucientes armaduras de los jinetes franceses, el ejército aliado
inició su avance sobre las tropas austríacas, las cuales se habían
preparado para una férrea defensa tomando posiciones en Solferino y en
dos pueblos cercanos: Medole y Cavriana.
Desde el comienzo ya se pudo dilucidar la crueldad de la
batalla cuando, decididos a tomar los primeros palmos de terreno, los
jinetes aliados pisotearon a cientos de heridos de ambos bandos para
conseguir cargar contra su enemigo. «Las herraduras de los caballos
aplastaron a muertos y a moribundos; un pobre herido tenía la mandíbula
arrancada, otro tenía la cabeza escachada, un tercero, a quien se podría
haber salvado, tenía el pecho hundido», narra Dunant.
No hubo piedad, pues un segundo de retraso podía significar
una horrible derrota para cualquiera de los dos bandos. Así, entre
sangre y gritos, se desarrolló la batalla durante horas hasta que,
después de sufrir una ingente cantidad de pérdidas a base de mosquete y
metralla de cañón, los austríacos empezaron a ceder sus posiciones.
Tras la toma de Cavriana a bayoneta calada, los aliados
iniciaron la ofensiva definitiva sobre el cementerio y la torre de
Solferino. «Viendo que faltaba a las tropas austríacas una decidida y
homogénea dirección de conjunto, el emperador Napoleón ordenó atacar
simultáneamente Solferino para presionar contra el centro
enemigo», completa el escritor.
Finalmente, y mientras el capellán del emperador caminaba
entre los miles de heridos ofreciendo palabras de consuelo, las fuerzas
aliadas tomaron Solferino. Bajo una espesa lluvia que apareció de
improviso, las tropas austríacas no tuvieron más remedio que abandonar
la contienda. Así, el final de los combates lo marcó el sonido de los
fusiles y espadas de los vencidos cayendo sobre el suelo, una dulce
balada para Napoleón III.
«Tras haber cedido el centro austríaco y cuando el ala
izquierda ya no tenía esperanza alguna de forzar la situación de los
aliados, se decidió la retirada general y el emperador se resignó a
encaminarse, con una parte de su estado mayor, hacia Volta […]. Para
algunos regimientos, la retirada se convirtió en una desbandada total,
destaca Dunant.
La creación de la Cruz Roja
Una vez finalizados los combates las bajas se contaron por miles en ambos bandos. Concretamente, y según determina Raymond Bourgerie en su obra «Magenta et Solferino (1859). Napoleón III et le rêve italien»,
por el bando austríaco hubo 2.261 muertos y 17.050 heridos y
desaparecidos. Los números no favorecieron tampoco a los aliados, que
sufrieron más de 2.000 bajas aproximadamente y sus heridos y
desaparecidos ascendieron a 12.018.
Además, el 25 de junio la situación era dantesca en el
campo de batalla, pues era imposible prestar atención médica a los miles
y miles de heridos, que fallecían desangrados y rodeados de un
insoportable hedor a enfermedad y muerte. «El 25 de junio el horroroso
espectáculo del campo de batalla dejará para siempre un recuerdo de
desolación y desesperación. Los heridos, los muertos, estaban por todas
partes . Las mutilaciones eran horribles: los hombres todavía vivos
gritaban locos de dolor Nada estaba previsto para hacer frente a un
desastre de tal envergadura; durante tres días y tres noches los
oficiales y voluntarios curaron a los supervivientes con medios
irrisorios», determina Bourgerie.
Al ver la situación de los heridos, Dunant decidió formar la Cruz Roja
Esa mañana, en cambio, destacó la figura de alguien que, hasta ese
momento, había sido espectador mudo de la contienda: Henry Dunant.
Aquel fatídico día este hombre de negocios suizo se remangó la camisa y
dirigió la evacuación de los heridos a cientos de hospitales cercanos.
«Dunant se desvivió en cuerpo y alma, organizó las ambulancias y echó
mano de los voluntarios», añade el autor.
«La conclusión de Dunant fue aterradora: “Insuficiencia de
ayudas de enfermeros y médicos. De cuarto en cuarto de hora llegan los
convoys, todas las personas están amontonadas; todos están mezclados:
franceses, árabes, alemanes […] es una angustia”. En Brescia, una ciudad
de 40.000 habitantes, su población se dobló con más de 30.000 heridos y
enfermos, de los cuales se ocupaban 140 médicos, algunos estudiantes y
gente de buena voluntad», finaliza Bourgerie.
Tanto le impresionó aquella situación -40.000 hombres
yacían de una u otra forma a sus pies- que este suizo decidió proponer
la creación de lo que en un futuro sería la Cruz Roja Internacional: las
denominadas Sociedades de socorro a los heridos (caracterizadas por su neutralidad y su finalidad de salvaguardar a los militares heridos en batalla).
Al atardecer, cuando el velo del crepúsculo caía sobre ese extenso campo de estragos, más de un oficial y más de un soldado francés buscaban, aquí o allá, a un camarada, a un compatriota, a un amigo; quienes encontraban a un militar conocido, se arrodillaban a su lado, intentaban reanimarlo, le estrechaban la mano, restañaban sus heridas o rodeaban el miembro fracturado con un pañuelo, pero sin poder conseguir agua para el desventurado. ¡Cuántas lágrimas silenciosas se derramaron ese penoso atardecer, cuando se prescindía de todo falso amor propio, de todo respeto humano!
Siempre es insuficiente el personal de las ambulancias militares, y seguiría siéndolo aunque se duplique o se triplique: hay que recurrir, inevitablemente, al público; no queda otro remedio; y siempre será así, porque sólo con su cooperación se puede esperar el logro de la finalidad propuesta. Por ello, he ahí un llamamiento que ha de hacerse, una súplica que ha de presentarse a los seres humanos de todos los países y de todas las categorías, tanto a los poderosos de este mundo como a los más modestos artesanos, ya que todos pueden, de uno u otro modo, cada uno en su entorno y según sus capacidades, colaborar, en cierta medida, para llevar a cabo esta buena obra.
Aunque cada casa se había convertido en una enfermería y aunque cada familia tuviese bastante que hacer asistiendo a los oficiales que había acogido, conseguí, ya el domingo por la mañana, reunir a cierto número de mujeres del pueblo, que secundan, lo mejor que pueden, los esfuerzos que se hacen para socorrer a los heridos; pues no se trata de amputaciones ni de ninguna otra operación, sino que es necesario dar de comer y, sobre todo, de beber a personas que mueren, literalmente, de hambre y de sed; además, hay que vendar las heridas, o lavar los cuerpos ensangrentados, cubiertos de barro y de parásitos, y hay que hacer todo eso en medio de fétidas y nauseabundas emanaciones, entre lamentos y alaridos de dolor, en una atmósfera rescaldada y corrompida. Se formó, bien pronto, un núcleo de voluntarios...
http://www.frasesypensamientos.com.ar/autor/henri-dunant.html
http://www.abc.es/archivo/20130625/abci-cruz-roja-solferino-201306241515.html
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