lunes, 9 de febrero de 2015

HENRY DUNANT Y LA CRUZ ROJA...TRAS LA BATALLA DE SOLFERINO

 

En 1859, H. Dunant decidió crear este movimiento humanitario después de ver la mala atención médica que se dio a los miles de heridos de la contienda.

Tal día como hoy, el pequeño pueblo italiano de Solferino se hizo famoso después de que más de 40.000 soldados franceses, piamonteses y austríacos yacieran muertos o heridos en sus puertas sin ningún tipo de atención médica. La masacre, sin embargo, no dejó indiferente a Henry Dunant, un hombre de negocios que, tras ayudar a coordinar la atención de los moribundos y observar sus condiciones infrahumanas, decidió promover la creación de la Cruz Roja Internacional.
Para entender la batalla de Solferino es necesario retroceder en el tiempo hasta 1859, año en que Austria, dirigida por el emperador Francisco José I, envió a su gran ejército contra la región de Piamonte -ubicada al norte de Italia-. Al parecer, esto fue demasiado para el líder francés Napoleón III que, haciendo valer su alianza con este territorio, aprestó a sus tropas para enfrentarse al Imperio austríaco.
Desde el comienzo del conflicto se hizo patente la superioridad del ejército francés que, ya veterano y con una gran formación, venció a los austríacos en las primeras escaramuzas. Sin embargo, Francisco José I no estaba dispuesto a consentir una bofetada más. Por ello, ordenó a sus fuerzas retirarse hasta la orilla del río Mincio, ubicado cerca de un pequeño y bello pueblo llamado Solferino y que, hasta ese momento, era absolutamente desconocido en la Historia.
Así, los fusileros y caballeros austríacos se prepararon para hacer frente a los ejércitos que venían en su persecución: el piamontés y el francés. «El emperador de Austria tenía a su disposición […] ciento setenta mil hombres, apoyados por unas quinientas piezas de artillería», explica el fallecido Henry Dunant, fundador de la Cruz Roja, en su libro «Recuerdo de Solferino». Tal era la importancia de la batalla que el propio Francisco José se puso al mando de sus tropas.
Por su parte, las fuerzas aliadas estaban decididas a acabar con la resistencia austríaca y, de esta forma, expulsar a los invasores del territorio de Piamonte. Sabían que eran inferiores en número, pero la experiencia del ejército francés jugaba a su favor. «Los efectivos de estas fuerzas reunidas eran ciento cincuenta mil hombres y unas cuatrocientas piezas de artillería», completa Dunant en el texto.


Comienza la batalla

«Aquel memorable 24 de junio se enfrentaron más de trescientos mil hombres, la línea de batalla tenía cinco leguas de extensión, y los combates duraron más de quince horas», determina el autor. Todo estaba preparado para que el mundo fuera un cruel espectador de una de las batallas más sangrientas de la historia.



Esa calurosa y radiante mañana, mientras el sol resplandecía sobre las relucientes armaduras de los jinetes franceses, el ejército aliado inició su avance sobre las tropas austríacas, las cuales se habían preparado para una férrea defensa tomando posiciones en Solferino y en dos pueblos cercanos: Medole y Cavriana.
Desde el comienzo ya se pudo dilucidar la crueldad de la batalla cuando, decididos a tomar los primeros palmos de terreno, los jinetes aliados pisotearon a cientos de heridos de ambos bandos para conseguir cargar contra su enemigo. «Las herraduras de los caballos aplastaron a muertos y a moribundos; un pobre herido tenía la mandíbula arrancada, otro tenía la cabeza escachada, un tercero, a quien se podría haber salvado, tenía el pecho hundido», narra Dunant.
No hubo piedad, pues un segundo de retraso podía significar una horrible derrota para cualquiera de los dos bandos. Así, entre sangre y gritos, se desarrolló la batalla durante horas hasta que, después de sufrir una ingente cantidad de pérdidas a base de mosquete y metralla de cañón, los austríacos empezaron a ceder sus posiciones.
Tras la toma de Cavriana a bayoneta calada, los aliados iniciaron la ofensiva definitiva sobre el cementerio y la torre de Solferino. «Viendo que faltaba a las tropas austríacas una decidida y homogénea dirección de conjunto, el emperador Napoleón ordenó atacar simultáneamente Solferino  para presionar contra el centro enemigo», completa el escritor.
Finalmente, y mientras el capellán del emperador caminaba entre los miles de heridos ofreciendo palabras de consuelo, las fuerzas aliadas tomaron Solferino. Bajo una espesa lluvia que apareció de improviso, las tropas austríacas no tuvieron más remedio que abandonar la contienda. Así, el final de los combates lo marcó el sonido de los fusiles y espadas de los vencidos cayendo sobre el suelo, una dulce balada para Napoleón III.
«Tras haber cedido el centro austríaco y cuando el ala izquierda ya no tenía esperanza alguna de forzar la situación de los aliados, se decidió la retirada general y el emperador se resignó a encaminarse, con una parte de su estado mayor, hacia Volta […]. Para algunos regimientos, la retirada se convirtió en una desbandada total, destaca Dunant.



La creación de la Cruz Roja

Una vez finalizados los combates las bajas se contaron por miles en ambos bandos. Concretamente, y según determina Raymond Bourgerie en su obra «Magenta et Solferino (1859). Napoleón III et le rêve italien», por el bando austríaco hubo 2.261 muertos y 17.050 heridos y desaparecidos. Los números no favorecieron tampoco a los aliados, que sufrieron más de 2.000 bajas aproximadamente y sus heridos y desaparecidos ascendieron a 12.018.
Además, el 25 de junio la situación era dantesca en el campo de batalla, pues era imposible prestar atención médica a los miles y miles de heridos, que fallecían desangrados y rodeados de un insoportable hedor a enfermedad y muerte. «El 25 de junio el horroroso espectáculo del campo de batalla dejará para siempre un recuerdo de desolación y desesperación. Los heridos, los muertos, estaban por todas partes . Las mutilaciones eran horribles: los hombres todavía vivos gritaban locos de dolor Nada estaba previsto para hacer frente a un desastre de tal envergadura; durante tres días y tres noches los oficiales y voluntarios curaron a los supervivientes con medios irrisorios», determina Bourgerie.



Esa mañana, en cambio, destacó la figura de alguien que, hasta ese momento, había sido espectador mudo de la contienda: Henry Dunant. Aquel fatídico día este hombre de negocios suizo se remangó la camisa y dirigió la evacuación de los heridos a cientos de hospitales cercanos. «Dunant se desvivió en cuerpo y alma, organizó las ambulancias y echó mano de los voluntarios», añade el autor.
«La conclusión de Dunant fue aterradora: “Insuficiencia de ayudas de enfermeros y médicos. De cuarto en cuarto de hora llegan los convoys, todas las personas están amontonadas; todos están mezclados: franceses, árabes, alemanes […] es una angustia”. En Brescia, una ciudad de 40.000 habitantes, su población se dobló con más de 30.000 heridos y enfermos, de los cuales se ocupaban 140 médicos, algunos estudiantes y gente de buena voluntad», finaliza Bourgerie.
Tanto le impresionó aquella situación -40.000 hombres yacían de una u otra forma a sus pies- que este suizo decidió proponer la creación de lo que en un futuro sería la Cruz Roja Internacional: las denominadas Sociedades de socorro a los heridos (caracterizadas por su neutralidad y su finalidad de salvaguardar a los militares heridos en batalla).
Al atardecer, cuando el velo del crepúsculo caía sobre ese extenso campo de estragos, más de un oficial y más de un soldado francés buscaban, aquí o allá, a un camarada, a un compatriota, a un amigo; quienes encontraban a un militar conocido, se arrodillaban a su lado, intentaban reanimarlo, le estrechaban la mano, restañaban sus heridas o rodeaban el miembro fracturado con un pañuelo, pero sin poder conseguir agua para el desventurado. ¡Cuántas lágrimas silenciosas se derramaron ese penoso atardecer, cuando se prescindía de todo falso amor propio, de todo respeto humano! 
Siempre es insuficiente el personal de las ambulancias militares, y seguiría siéndolo aunque se duplique o se triplique: hay que recurrir, inevitablemente, al público; no queda otro remedio; y siempre será así, porque sólo con su cooperación se puede esperar el logro de la finalidad propuesta. Por ello, he ahí un llamamiento que ha de hacerse, una súplica que ha de presentarse a los seres humanos de todos los países y de todas las categorías, tanto a los poderosos de este mundo como a los más modestos artesanos, ya que todos pueden, de uno u otro modo, cada uno en su entorno y según sus capacidades, colaborar, en cierta medida, para llevar a cabo esta buena obra.

Aunque cada casa se había convertido en una enfermería y aunque cada familia tuviese bastante que hacer asistiendo a los oficiales que había acogido, conseguí, ya el domingo por la mañana, reunir a cierto número de mujeres del pueblo, que secundan, lo mejor que pueden, los esfuerzos que se hacen para socorrer a los heridos; pues no se trata de amputaciones ni de ninguna otra operación, sino que es necesario dar de comer y, sobre todo, de beber a personas que mueren, literalmente, de hambre y de sed; además, hay que vendar las heridas, o lavar los cuerpos ensangrentados, cubiertos de barro y de parásitos, y hay que hacer todo eso en medio de fétidas y nauseabundas emanaciones, entre lamentos y alaridos de dolor, en una atmósfera rescaldada y corrompida. Se formó, bien pronto, un núcleo de voluntarios... 

http://www.frasesypensamientos.com.ar/autor/henri-dunant.html
http://www.abc.es/archivo/20130625/abci-cruz-roja-solferino-201306241515.html

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