sábado, 21 de enero de 2017

ISABEL I DE INGLATERRA Y SU GUARDARROPA


Isabel I de Inglaterra, a menudo conocida como La Reina VirgenGloriana o La Buena Reina Bess, fue reina de Inglaterra e Irlanda desde el 17 de noviembre de 1558 hasta el día de su muerte, el 24 de marzo de 1603. Isabel fue la quinta y última monarca de la dinastía Tudor. Hija de Enrique VIII, nació como princesa, pero su madre, Ana Bolena, fue ejecutada cuando ella tenía tres años, con lo que Isabel fue declarada hija ilegítima. Sin embargo, tras la muerte de sus medio hermanos Eduardo VI y María I, Isabel asumió el trono.


Isabel con vestiduras de coronación: el manto de tela de oro está sembrado con las rosas Tudor y forrado de armiño



La reina Isabel tenía una extraña habilidad para usar cualquier situación para su beneficio político y su imagen no fue una excepción. Era muy consciente de su apariencia personal y sabía que sus actos y su imagen juntos formaban su identidad, lo cual en conjunto se convertiría en un símbolo para la empresa completa de Inglaterra. Su imagen estaba cuidadosamente trabajada para impresionar y transmitir riqueza, autoridad y poder, tanto en su tierra como en el extranjero. A medida que su reinado avanzaba, también debía vestirse para la parte de diosa virginal en que se había convertido y transmitir confianza para el crecimiento de la nación. Su guardarropa estaba lleno de vestidos de rica fabricación adornados con joyas y elaborados detalles, lo cual era francamente imponente y hablaba enormemente acerca de su riqueza y su estatus.




1560: Isabel usa la “bolsa” de su capucha francesa sobre la frente como un bongrace o sombra.



El vasto vestuario de Isabel I es legendario: en su propia época algunos de los vestidos ricamente bordados eran mostrados con otros tesoros para deslumbrar a los visitantes extranjeros de la Torre de Londres. La cantidad de ropa registrada en los inventarios tomados en el año 1600 parece sugerir pura vanidad, pero una encuesta de la labor llevada a cabo en Wardrobe of Robes durante todo el reinado muestra una imagen diferente. Es una cuidada organización y economía.




1563



La auto-elaboración de la imagen de la reina implicó, literalmente, el uso de la "moda". Ella vestía para ser vista; sus ricas vestiduras y joyas hacían una declaración acerca de su poder como gobernante femenino y sobre la estabilidad y la fuerza de su nación. Su impacto era notado especialmente por los visitantes extranjeros en la corte. Los alemanes hablaban de su "túnica roja entretejida con hilos de oro" y su vestido "de satén blanco puro, bordado en oro". Un francés reportó sobre "una cadena de rubíes y perlas alrededor de su cuello" y sus brazaletes de perlas, "seis o siete filas de ellos."




1570



Isabel también exigía un sentido del estilo a todos aquellos que la rodeaban y sus cortesanos gastaban grandes sumas de dinero en su vestuario con el fin de atraer la atención de la soberana e impresionarla. El vestido era un medio de mostrar la jerarquía social e Isabel creía que la vestimenta debía adecuarse, pero no exceder, el rango de una persona. Era así que la reina debía vestir de manera más magnífica que todos los demás. A nadie se le permitía competir con la apariencia de la soberana y una dama de honor desafortunada fue reprendida por usar un vestido que era demasiado suntuoso para ella. Las camareras estaban destinadas a complementar la apariencia de la reina, no a eclipsarla.




Isabel de blanco


En los últimos años del reinado, las damas de la reina llevaban vestidos de colores lisos, como blanco o plateado. La reina, en cambio, tenía los vestidos de todos los colores, pero blanco y negro fueron sus colores favoritos, ya que simbolizaban la virginidad y la pureza, por lo que más a menudo llevaba un vestido de esos colores. Los vestidos de la reina estaban magníficamente bordados a mano con todo tipo de hilos de colores y decorados con diamantes, rubíes, zafiros y todo tipo de joyas.



Isabel de blanco y negro


La apariencia de Isabel hacía hincapié en su rango como jefe de Estado y de la Iglesia y el uso de vestidos ricos, pieles de marta, bordados de oro o perlas y todo tipo de oropeles estaba marcado por restricciones legales. Las llamadas “Leyes Suntuarias” habían sido publicadas originalmente por Enrique VIII y continuaron bajo Isabel I hasta 1600. Fueron promulgadas para imponer el orden y la obediencia a la Corona y para permitir la evaluación del status de un vistazo.



1575


Al igual que todas las mujeres aristocráticas isabelinas, la reina normalmente usaría una camisa, un corsé rígido con madera o hierro, una enagua, un guardainfante, medias, una toga, mangas y gorgueras en cuello y muñeca. Con el descubrimiento del almidón, las gorgueras se hicieron aún más elaboradas. Para completar su apariencia, la reina llevaría accesorios tales como un abanico, un pomo para evitar malos olores, aretes, un collar de diamantes o perlas, un broche y un reloj. Robert Dudley le regaló un reloj encastrado en un brazalete, el primer reloj de pulsera conocido en Inglaterra. Al igual que otras mujeres, ella también solía llevar un Libro de Plegarias en miniatura adjunto a su cinturón.



Para el aire libre, Isabel usaba ricas capas de terciopelo, guantes de tela o cuero y, en un clima cálido, protegía su pálido rostro del sol con sombreros de todas clases. Para cabalgar o cazar se ponía trajes de montar especiales que le dieran facilitad de movimientos y botas hasta la rodilla.




1580



Como el amor de Isabel por la ropa y la joyería se convirtió en conocimiento público, se incrementaron los regalos que recibía en Año Nuevo en este sentido. Por ejemplo, el 1º de enero de 1587, la reina recibió más de 80 piezas de joyería, incluso magníficas joyas de parte de sus muchos pretendientes. Del inventario compilado por Mrs. Blanche Parry, en su retiro en 1587 como dama de cámara de Isabel, sabemos que la reina tenía en ese momento 628 piezas de joyería.




1583



Esta entrega de regalos ayudó con los gastos de mantenimiento de su espléndido vestuario, al igual que la práctica de alterar prendas con nuevas mangas, corpiños o collares para actualizarlos. Poco del vestuario total de Isabel ha sobrevivido: vestidos y accesorios fueron reciclados, reutilizados, dados como regalos o usados como pago a las damas de su servicio. Sin embargo, cuentas detalladas del Guardarropa Real fueron mantenidas, detallando el tipo, la cantidad y los costos de la tela comprada, los proveedores utilizados y el tipo de prenda producida. A su muerte, más de 2000 trajes se registraron en guardarropa de Isabel. Estas cuentas y retratos de la época han proporcionado gran parte de la información disponible hoy sobre el vestuario isabelino.




1585



Como la mujer más poderosa de la nación, el gusto de Isabel establecía el ‘look’ del momento, sobre todo para la aristocracia. Este estilo se desarrolló a lo largo de su reinado, desde las elegantes y sobrias líneas de moda en su juventud hasta las cinturas estrechas, mangas hinchadas, gran engolado y amplio vuelo de faldas de sus últimos años. La influencia de Isabel se extendió más allá de la ropa femenina. En su reinado temprano, la moda masculina era muy similar a la que había sido bajo su padre y su hermano, favoreciendo una silueta ancha y cuadrada con capas de ropa hechas de ricas telas. Como el vestuario de Isabel se convirtió en más opulento y elaborado, con una silueta más y más exagerada, pasó lo mismo con sus cortesanos. Los hombres usaban corsés para tener una cintura ceñida y rellenaban los dobletes, lo que les hacía un vientre en punta, como un guisante en una vaina.




1587: las vestiduras de terciopelo rojo y el manto forrado de armiño constituyen el atuendo del Parlamento.


El ideal isabelino de la belleza era el pelo rubio, la tez pálida, ojos brillantes y labios rojos. Isabel era alta y llamativa, con la piel pálida y cabello rojo-dorado. Ella exageraba estas características, especialmente cuando envejecía, y otras mujeres trataban de emularla. Un cutis de alabastro simbolizaba riqueza y nobleza (indicando que uno no tenía que trabajar bajo el sol) y las mujeres se esforzaban mucho para lograr este look. La base blanca más popular, llamada albayalde, era hecha de plomo blanco y vinagre. Eran utilizados brebajes para blanquear las pecas y tratar manchas con ingredientes que incluían azufre, trementina y mercurio. Estos ingredientes tóxicos se hicieron sentir con el uso, dejando la piel “gris y arrugada”, como señaló un comentarista contemporáneo. Para combatir esto, la piel era glaseada con clara de huevo cruda para producir una superficie lisa y dura como el mármol.


Venas falsas eran pintadas con frecuencia sobre la piel para resaltar su “transparencia” y el bermellón (sulfuro de mercurio) era la opción más popular para colorear de rojo los labios. Altas y estrechas cejas arqueadas y una alta línea capilar requería mucho punteo y los ojos se iluminaban con gotas de jugo de belladona y delineaban con kohl (antimonio en polvo).




1588



La reina nunca estaba completamente vestida sin su maquillaje. En los primeros años de su vida usaba poco, pero después de su ataque de viruela en 1562, se pondría bastante para ocultar las cicatrices en su rostro. Seguía la moda: se pintaba la cara con albayalde, se ponía bermellón en los labios y cubría sus mejillas con colorante rojo y clara de huevo. Este maquillaje era muy malo para su salud, en particular el blanco de plomo, que lentamente envenenaba el cuerpo.




1589


El cabello rizado y rojo de Isabel presentaba otro desafío, con muchas recetas de tintura y blanqueo aportadas por mujeres que trataban de obtener el mismo look. Las pelucas rojas se convirtieron en la alternativa popular, que Isabel también tuvo que usar. Cuando Isabel envejeció, su legendario gusto por los dulces le tendió una trampa, provocando que sus dientes decayeran hacia las caries. Mientras que los isabelinos trataban de cuidar sus dientes y sabían que para mantenerlos limpios había que mantenerlos sanos, no tenían cuidado dental muy sofisticado y los dientes se pudrían. Como consecuencia de ello, Isabel tuvo que eliminar varios dientes a medida que fue madurando y para prevenir la aparición de las mejillas hundidas, metía trapos en su boca. Su influencia en aquel momento era tan omnipresente que algunas mujeres incluso fueron tan lejos hasta ensombrecer sus dientes para imitar su apariencia!.






1590




1592






1592




1600
http://www.mujeresenlahistoria.com/2013/12/la-reina-virgen-isabel-i-de-inglaterra.html
http://www.viajejet.com/wp-content/viajes/Isabel-I-de-Inglaterra.jpg
http://nobleyreal.blogspot.com.es/2012/04/el-guardarropa-de-la-reina-virgen.html
http://www.elmundo.es/larevista/num158/textos/reina1.html

viernes, 20 de enero de 2017

CEMENTERIO DE CHACARITA Y EL AÑO QUE MURIÓ BUENOS AIRES


 La década del Sesenta se aleja con una advertencia: dos brotes de cólera en Buenos Aires, uno en 1867 y el otro en 1868 dejan centenares de víctimas. A fines de 1870 se registran numerosos casos de fiebre amarilla en Asunción del Paraguay. En Corrientes, el primer enfermo se detecta en diciembre de ese año y el último en junio de 1871. De 11.000 habitantes que tenía la ciudad, mueren 2.000.
Algunos rincones oscuros y monstruosos, otras callecitas tristes y melancólicas, y uno que otro espacio anecdótico y hasta divertido. Aunque parezca contradictorio, todos estos condimentos forman parte de un mismo lugar: el mítico Cementerio de Chacarita. Emplazado en medio del barrio que le da el nombre, las 95 hectáreas de que fue en su origen el Cementerio del Oeste albergan historias, leyendas, mitos y recuerdos de miles de familias porteñas y de otros rincones de la Argentina y el mundo.
Con el año nuevo comienzan a llegar los primeros veteranos de la Guerra del Paraguay. El 27 de enero se conocen tres casos de fiebre amarilla en Buenos Aires. A partir de esa fecha se registra un promedio de diez enfermos diarios. Las autoridades parecen desoír a quienes advierten que se está en presencia de un brote epidémico. La polémica crece y gana los diarios. La municipalidad trabaja intensamente preparando los festejos oficiales del carnaval. A fines de febrero el Dr. Eduardo Wilde asegura que se está en presencia de un brote febril. El bullicio carnavalesco ahoga la voz de este solitario aguafiestas.
Marzo empieza con 40 muertes diarias. Todas de fiebre. El pánico sucede a la despreocupación. La peste desborda a los conventillos de San Telmo para, sin prejuicios clasistas, comenzar a golpear a las familias acomodadas del Norte. Se prohíben los bailes. Mucha gente decide abandonar la ciudad. La primera semana de marzo cierra con cien fallecimientos diarios provocados por la fiebre. Algunos diarios informan sobre el flagelo con titulares catastróficos, estimulando a la otra peste que empieza a atacar a los que se salvaron de la fiebre: el terror.
Los hospitales generales de Hombres, de Mujeres, el Italiano y la Casa de Expósitos (Casa Cuna) colman su capacidad. Los sesenta médicos que se quedaron, igual que el puñado de enfermeras y sepultureros, no dan abasto. El puerto es puesto en cuarentena y las provincias limítrofes impiden el ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires.


El 13 de marzo se crea la Comisión Popular de lucha contra la fiebre. La encabeza el doctor Roque Perez y están entre otros, Lucio Mansilla, Argerich, Billinghurst, el poeta Guido Spano, Vedia y Mitre. A mediados de mes los muertos pasan de 150 por día. La ciudad se va paralizando. El presidente Sarmiento y el vice Adolfo Alsina la abandonan. El diario La Prensa del 21 de marzo comenta el hecho con éstas palabras: “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos”.
La ciudad tenía solamente 40 coches fúnebres. A fines de marzo, los ataúdes se apilan en las esquinas. Coches con recorrido fijo transportan todos los cajones que encuentran. Pronto se agregan los coches de plaza para cubrir la demanda de vehículos. Las tarifas que cobran los “mateos” es otro de los escándalos que se suma al precio de los escasos medicamentos que existen, y que apenas sirven para aliviar los síntomas. Empiezan a escasear los féretros, los carpinteros también son mortales. Por ésta razón, los cadáveres, cada vez en mayor cantidad, son envueltos en sábanas o simples trapos, y los carros de basura se incorporan a la flota fúnebre. Se inauguran las fosas colectivas. Hay saqueos y asaltos a viviendas a plena luz del día. Los delitos se incrementan velozmente, como los suicidios. Algunos delincuentes operan disfrazados de enfermeros, para acceder fácilmente a las casas en que hay enfermos.
Abril había comenzado con un avance desenfrenado de la fiebre. El día 4 fallecen 400 enfermos. El 15 la municipalidad ordena desalojar los conventillos. La Comisión pide que se los incendie. El cementerio del Sur, el actual Parque Ameghino de la Avenida Caseros al 2300, queda colmado. La municipalidad compra siete hectáreas en la Chacarita de los Colegiales y habilita un nuevo cementerio. El problema es la distancia. El ferrocarril Oeste tiende una línea de emergencia a lo largo de lo que hoy es la Avenida Corrientes, con cabecera en Corrientes y Pueyrredón. Se inaugura una suerte de tren de la muerte, pues el convoy, que realizaba dos viajes diarios pero de ida solamente, transportaba exclusivamente difuntos. Así nació Chacarita.



Jorge Luis Borges lo recordó con éstas palabras






Porque la entraña del Cementerio del Sur
fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta
porque los conventillos hondos del sur
mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires
y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte, a paladas te abrieron
en la punta perdida del oeste, detrás de las tormentas de tierra
y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores.









La cifra oficial de víctimas es aún hoy tema de discusión, pero la más verosímil sería la que da la Asociación Médica Bonaerense en su revista aparecida el 8 de junio de 1871: 13.614 muertos. Este dato coincide con el diario personal de Mardoqueo Navarro, un sobreviviente que llevó un cuaderno de apuntes durante toda la epidemia, y a quien Scenna reivindica como una importante fuente de información. Según el doctor Penna, siempre citando a nuestras fuentes, en lo que hoy es el apacible Parque Ameghino, habrían sido sepultadas nada menos que 11.000 personas. Del resto, algunos fueron llevados a Recoleta y los demás tuvieron el discutible honor de inaugurar Chacarita.

El agente transmisor de la peste fue el mosquito aegyptis aedes; el que inoculaba la enfermedad mediante la picadura. Recordemos que la microbiología estaba recién dando sus primeros pasos, y los médicos atribuían la causa de ésta y otras epidemias, a misteriosas “miasmas” que invisibles flotaban en el ambiente. Cabe destacar que dicha especie de insecto en la actualidad y en los meses cálidos, prolifera por millones en el Conurbano Bonaerense. Ni hablar de la contaminación del Riachuelo y la zona del Dock Sur, que, una vez más, poco interesa a las autoridades.
Por sus callecitas, que en algunos lugares se transforman en anchas "avenidas", el simbolismo del culto a la muerte y al honor de los difuntos va tomando diferentes formas.
Lo que tal vez genera más curiosidad es la zona de las bóvedas, donde la variedad de materiales, estilos arquitectónicos y símbolos recuerda épocas y costumbres hoy casi desaparecidas.
"Hasta los años 60, era una costumbre que los familiares vinieran a pasar el día visitando a sus difuntos. Se sentaban en el interior de las bóvedas, alrededor del cajón, tomaban mate, limpiaban el lugar, conversaban, cambiaban las flores", cuenta Hernan Santiago Vizzari, investigador histórico y autor de Cementerio de Chacarita , un sitio que recorre la historia del lugar.
Hoy el panorama es muy diferente. Muchas de las bóvedas están abandonadas y la mayoría de las personas opta por cremar a sus difuntos o enterrarlos.

La idea de hacer un cementerio en lo que hoy es el barrio de Chacarita surgió en 1871, con la epidemia de fiebre amarilla. Los lugares que ya existían comenzaron a quedarse sin espacios. Por eso se destinaron unas cinco hectáreas de lo que hoy es el Parque los Andes para lo que se conoció como el Cementerio Viejo. Allí llegaron a realizarse más de 500 inhumaciones en un solo día.
Luego comenzaron a realizarse las inhumaciones en lo que se denominó "Chacarita Nueva" y luego "Cementerio del Oeste", hacia 1896.
Dentro de este lugar histórico descansan los restos de personajes reconocidos de la historia del país, entre ellos, muchos protagonistas del tango. "Hay orquestas enteras de tango enterradas acá", dice Vizzari.
Su construcción generó de alguna manera una renovación del barrio y la apertura de nuevos negocios. Desde florerías hasta bares, sin dejar de contar las herrerías que realizaban los trabajos en las bóvedas.


Para quienes pertenecen a generaciones y tradiciones familiares en las que la muerte es casi un tema tabú, observar algunas esculturas y símbolos que cubren las paredes y techos de las bóvedas puede generar desconcierto e incluso temor.
                           
Uno de estos ejemplos es el panteón de la Policía Federal, que en su entrada tiene unas oscuras estatuas de mujeres vestidas de negro, con un velo que cubre parte de su frente casi impidiendo la visión de sus ojos.
También en algunos rincones pueden observarse imágenes de medusas, ese personaje mitológico que convertía en piedra a quienes la miraban a los ojos. Según explica Vizzari, este tipo de imágenes buscaba de alguna manera poner un límite, una advertencia, un espacio de respeto para quienes quisieran acercarse a las tumbas con motivos distintos que el de ofrecer un voto de respeto al difunto.
Otros símbolos son tal vez más esperanzadores y menos amenazantes, como las antorchas. Estas representan el fuego de la vida más allá de la muerte, la esperanza de una luz encendida que traspasa la vida terrenal.
También suele encontrarse la Clepsidra, que es el reloj de agua. Tiene un valor simbólico, porque representa el fluir constante del tiempo.
En varios rincones del cementerio pueden encontrarse los restos de diferentes personalidades de la historia argentina. Entre ellas está la tumba de José Amalfitani, el reconocido dirgente de Vélez. También yacen aquí los restos de Aníbal Troilo, Adolfo Pedernera, Benito Quinquela Martin, Luis Sandrini, entre tantos otros. Además están Federico Moura y Norberto Napolitano (Pappo).
Quizás uno de los rincones que atrae a más visitantes es la esquina de Carlos Gardel. Allí, una estatua del "zorzal criollo" lo representa de pie, vestido con su trajecito, con una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo un llavero. A su lado, arrodillada y mirando el suelo, la mujer con la lira rota en sus manos, simbolizando el luto de la música por la pérdida del gran cantor. El lugar está repleto de placas y flores y mensajes al ídolo del tango.
Es muy común, cuenta Vizzari, que cada tanto pase un taxista, detenga su móvil frente a Gardel, ponga un tango a todo volumen y encienda un cigarrillo. Terminada la canción, el chofer suele bajarse y colocar lo que queda del pucho en la mano derecha del cantante y volver al trabajo.
Así transcurren los días en este cementerio, con algunos rincones muy visitados y otros tal vez olvidados en incluso abandonados, entre bóvedas que, escaleras abajo, aún guardan los restos de familias enteras que alguna vez habitaron el suelo argentino..

http://www.lanacion.com.ar/1392820-la-muerte-como-culto-recorrida-por-el-cementerio-de- chacarita
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/5/5f/Buenos_Aires-Recoleta-Cementery-P2090035.JPGhttps://i.ytimg.com/vi/p24Cm7-LbXM/maxresdefault.jpg http://www.centrocultural.coop/la-ciudad-del-tango/fiebre-amarilla-en-buenos-aires.html
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/9/96/Juan_Manuel_Blanes_Episodio_de_la_Fiebre_Amarilla.jpg




                                                      VIDEO  FIEBRE AMARILLA...EL AÑO QUE MURIÓ BUENOS AIRES

                                           
                                          VIDEO CEMENTERIO DE LA CHACARITA

lunes, 16 de enero de 2017

LIBROS CORDIFORMES...EL CANCIONERO CORDIFORME DE JEAN DE MONTCHENU


Los libros cordiformes fueron elaborados durante la Edad Media y tenían la particularidad de componerse a partir de manuscritos cuyas hojas o folios tenían forma de corazón. No es casual que en esta época se hayan confeccionado libros con esa forma, ya que precisamente la convención de representar visualmente al corazón como una figura simétrica de color rojo data de la era medieval. Hacia el año 1400, esa representación se hizo ampliamente conocida y comenzó a considerarse como una metáfora pictórica del sentimiento amoroso. Un tapiz de 1410, conocido con el título “The Gift of the Heart” y perteneciente a un artista flamenco anónimo, muestra una preciosa escena, donde un hombre porta un pequeño corazón en su mano derecha, el cual ofrece a su amada en medio de un jardín idílico.
cordiform05El amor como tema poético fue central en la literatura medieval, especialmente en el siglo XII, a través de géneros tales como la lírica trovadoresca provenzal y el romance cortesano. En ellos, este sentimiento es tratado a la luz de una nueva concepción amorosa conocida como “amor cortés”. Esta visión contempla un vínculo especial entre dos amantes, donde el caballero le debe completa sumisión y admiración a su dama (quien siempre estaba en una posición jerárquica mayor que la de él), y a través del sentimiento amoroso el hombre se elevaba espiritual y moralmente. El caballero podía expresarle su amor a mediante  sus destrezas cortesanas (cantar, tocar un instrumento, componer poesías) y la dama, por su parte, entregaba “prendas de amor” (por ejemplo, una manga de su vestido o una joya), y no necesariamente el sentimiento se consumaba, por lo que estamos ante una especie de amor místico.
Bajo esta tradición iconográfica y poética del amor se deben considerar algunos libros cordiformes. Si bien los textos empastados bajo ese formato eran de temas variados, generalmente oraciones cristianas, los más destacados eran canciones amorosas. Uno de los más conocidos es Le Chansonnier Cordiforme de Jean de Montchenu, el cual reunía en sus folios de pergamino canciones amorosas francesas, italianas y españolas de diversos trovadores del siglo XV, acompañadas de sus respectivas partituras y de miniaturas coloridas de escenas de amor, enmarcadas por márgenes finamente decorados con figuras humanas y animales.

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Lo fascinante de este cancionero tributario del “amor cortés” es el simbolismo de su factura: cuando el libro se encontraba cerrado, quedaba en evidencia su forma de corazón, empastada en un delicado y suave terciopelo rojo, pero cuando se abría, emergían ante el lector dos corazones unidos, que representarían a dos personas que intercambiaban canciones de un folio a otro. Y eso no es todo: la palabra “corazón”, frecuentemente escrita en las canciones, se representaba a través de un pictograma de corazón, como en el verso “Mon ♥ mauldit de mes yeulx l’entreprise” (algo así como “mi corazón maldice la ambición de mis ojos”). Existen ediciones facsímiles de este hermoso cancionero, que replican el original, el cual se encuentra resguardado en la Biblioteca Nacional de París.

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http://pupamag.com/el-cancionero-cordiforme/

http://www.ars-antiqva.com/contents/es/p13944_Chansonnier_de_Jean_de_Montchenu.html


sábado, 14 de enero de 2017

EL EXISTENCIALISMO....CRISIS DE UNA ÉPOCA Y SU FILOSOFIA


El existencialismo es el nombre con que se designa a una serie de corrientes filosóficas que, desde los años treinta del siglo XX, se extendieron por Europa y que, a pesar de tener intereses y conclusiones diferentes, coinciden en entender la filosofía como análisis de la existencia, entendiendo por existencia el modo de ser el hombre en el mundo. El análisis de la existencia significa, consecuentemente, la aclaración e interpretación de los modos con que el hombre se relaciona con el mundo en virtud de sus posibilidades de conocimiento, vivencia y acción, y, al mismo tiempo, la aclaración e interpretación de aquellos modos con los que el mundo se abre al hombre, determinando o condicionando sus posibilidades.
El existencialismo, como corriente filosófica contemporánea, se presenta como la expresión y creación de un clima cultural que puede ser descrito negativamente como la crisis del optimismo romántico. Este optimismo que entra en crisis se fundaba en el reconocimiento de un principio infinito (la Razón, el Absoluto, el Espíritu, la Idea o la Humanidad) que constituía la sustancia del mundo, que lo regía y lo dominaba, lo mismo que al hombre, garantizándole sus valores fundamentales y determinando su progreso infalible. Los existencialistas sintieron el deber histórico de destruir en Europa ese mito romántico de la conciencia o espíritu infinito, guía del mundo, para sustituirlo por un saber sobre el hombre en cuanto ser terrestre y mundano. Para el existencialismo, el hombre es un ente finito, limitado en su capacidad y en sus poderes, arrojado al mundo, abandonado al determinismo de éste, y en lucha incesante con situaciones que pueden conducirlo al fracaso.
Frente al optimismo romántico, el existencialismo es el producto intelectual de una toma de conciencia radical de la situación social y cultural de crisis profunda, originada por la terrible ola de violencia y destrucción de las dos guerras mundiales, que sembraron de ruina y muerte todo el planeta. Estas dos conflagraciones mundiales provocaron una inmensa crisis en los órdenes gnoseológico y axiológico, manifestaron el drama de la muerte y la angustia de la finitud del hombre, y colocaron en el primer plano de la reflexión filosófica el tema del sentido de la existencia humana. El existencialismo fue una respuesta filosófica al desolador panorama de la pérdida colectiva de sentido. Por ello, la filosofía existencialista encuentra su auténtico significado cuando se la considera como profunda reacción indignada contra el movimiento cultural que postulaba el proceso de disolución de la persona humana y representa el enorme esfuerzo de recuperación de los valores singulares de la persona frente al degradante proceso de despersonalización que se había iniciado de forma irreversible desde comienzos del siglo XIX.
Este proceso de despersonalización es visible, en primer lugar, en el plano filosófico. Las dos corrientes filosóficas más dinámicas de comienzos del siglo XIX eran el idealismo hegeliano y el materialismo mecanicista. Ambas, a pesar de sus planteamientos radicalmente dispares, mantenían el único criterio común de considerar al sujeto humano como un ser pasivo, inerte, carente de esencia propia. El materialismo mecanicista consideraba al hombre como un mero producto de las fuerzas de la materia y todos los rasgos de su conducta podían explicarse por meras reacciones fisicoquímicas. El sujeto carecía de libre iniciativa y todas sus reacciones futuras podían determinarse previamente mediante leyes matemáticamente rigurosas. El idealismo hegeliano veía en los hombres reales y concretos el medio del que se servía la astucia de la Razón Universal para alcanzar sus objetivos. En el materialismo mecanicista, el hombre se disolvía ante la realidad material, y en el idealismo hegeliano quedaba aniquilado ante el Espíritu Absoluto. En estos dos movimientos, el hombre concreto, el hombre en su singularidad y sus cualidades personales, quedaba totalmente fuera del horizonte de la reflexión filosófica y, poco a poco, se fue llegando a la negación de la singular interioridad humana y de los anhelos, angustias específicas, tareas y proyectos existenciales particulares de los hombres concretos.
En el plano socio-político, el proceso de despersonalización se manifestó en el auge de los totalitarismos políticos de derecha o de izquierda en el panorama social europeo. El individuo quedaba reducido a una pieza anónima de la gigantesca máquina del Estado y era dirigido solamente por el ritmo y exigencias de este monstruoso artefacto. Los estados totalitarios comunistas del Este europeo, o los estados fascistas del Oeste, fueron limitando las libertades individuales de pensamiento o acción, ahogando con presión creciente los valores personales, avanzando en un proceso de sofocante despersonalización de todos los ciudadanos sometidos a sus órdenes autoritarias.
También aparece clara, en tercer lugar, la despersonalización en el campo laboral. En los países capitalistas democráticos el proceso de industrialización empobrecía la subjetividad humana en el plano económico-laboral. La división del trabajo y el proceso de progresiva automatización inherente al desarrollo de la tecnología, deshumanizaba al trabajador y lo convertía en un simple objeto desustancializado dentro del gigantesco engranaje industrial de la sociedad de consumo. La sociedad de consumo capitalista transformaba a los hombres en cosas, y las cosas carecen de singularidad, de creatividad, de responsabilidad o libertad.
Por estos aspectos despersonalizadores, el existencialismo se encuentra, ya desde sus comienzos, unido a ciertas manifestaciones literarias anteriores, en las que aparece más vivo que en otras el significado problemático de la vida humana. Las obras de Dostoievsky y de Kafka son dos manifestaciones claras de ese vínculo.
La relación con Dostoievsky se plasma en la continua presencia en su obra del problema del hombre que en cada momento elige las posibilidades de su vida, las realiza y carga con el peso y la responsabilidad de esta realización, pero que al mismo tiempo se encuentra continuamente más allá de dicha realización frente al propio enigma que resurge y se renueva, frente a otras posibilidades de elección y de realización. Así, por ejemplo, en Los hermanos Karamazof, el proyecto grandioso del Gran Inquisidor, que quiere hacer a los hombres esclavos y felices, cede ante el silencio y la mirada de Cristo, símbolo de la libertad constitutiva del hombre, de donde desciende todo bien y todo mal posible.
La relación con Kafka puede detectarse en la aguda visión que este autor tiene del sentido negativo y paralizante de las posibilidades humanas, que Kierkegaard había ya puesto de manifiesto. Toda la existencia humana se le muestra a Kafka bajo el peso de una inminente condena, bajo la amenaza inasible e inconcretable, pero cierta e insuprimible, de la insignificancia y de la nada, amenaza que se interrumpe y se concluye con la muerte. Temas kafkianos como el de la inseguridad fundamental de la vida, contra la cual no valen reparos ni refugios (El proceso), el de la llamada incesante a una realidad estable, segura, luminosa, que continuamente se promete y anuncia al hombre y continuamente le elude y se escapa (El castillo), el tema de la caída en la insignificancia y en la trivialidad cotidiana, que le quita al hombre hasta su carácter humano (La metamorfosis), son todos ellos la expresión literaria de lo que el existencialismo trata de esclarecer conceptualmente en sus análisis.
El existencialismo, que nació como una poderosa reacción frente a la crisis y frente a la tendencia que disolvía al hombre concreto, protagonizó una apasionada protesta contra la ruina del hombre, contra su masificación y despersonalización creciente, contra el injusto desconocimiento de sus peculiaridades individuales, de su autonomía y responsabilidad personal. Sobre todo después de la segunda guerra mundial, el existencialismo fue reflejo fiel y expresión auténtica de la situación de incertidumbre de la sociedad europea, dominada por las destrucciones materiales y espirituales de la guerra e inseguramente encaminada hacia una difícil reconstrucción. Este reflejo y su expresión tienen su manifestación en la literatura existencialista del momento.
En la literatura existencialista puede verse cómo Sartre, por ejemplo, describe situaciones humanas que llevan fuertemente grabada en sí mismas la huella de la problemática radical del hombre: las situaciones menos respetables y más tristes, pecaminosas o dolorosas, así como la incertidumbre de las empresas, sean buenas o malas, y la ambigüedad del bien mismo, que a veces termina en su contrario. Los temas de Sartre se repiten en Simone de Beauvoir, quien, además de en su obra literaria, ha ilustrado el último de dichos temas en un escrito titulado Por una moral de la ambigüedad . La problematicidad radical del hombre es tratada con gran originalidad y fuerza por Albert Camus. En El mito de Sísifo  vio en el héroe mitológico el símbolo de lo absurdo de la existencia humana, desequilibrada entre las infinitas aspiraciones y la finitud y limitación de las posibilidades, que culmina en la vanidad de todos sus esfuerzos. En El hombre rebelde , Camus describió los diversos aspectos de la revolución metafísica entendida como el movimiento por el cual un hombre se rebela contra la propia condición y contra toda la creación. El hombre en rebelión es el símbolo de un nuevo individualismo por el cual "...nosotros estamos ante la historia y la historia tiene que contar con este nosotros estamos, que, a su vez, debe mantenerse en la historia..." El "nosotros estamos" significa la defensa de la común dignidad humana que "...no puedo dejar envilecer en mí mismo ni en los demás..." Pero esta defensa no necesita, sino que rechaza, cualquier forma de absolutismo.
El uniforme existencialista propio de algunas vanguardias juveniles -"traspaso de los medios académicos a los 'medios bohemios'", en palabras de José Ferrater Mora- ha constituido en la posguerra, a pesar de sus formas superficiales y grotescas, otro anillo de conjunción que ha servido, sobre todo, como protesta contra los valores tradicionales de la sociedad.
En el terreno propiamente filosófico, los antecedentes históricos más cercanos del existencialismo hay que buscarlos en la fenomenología de Husserl y en la filosofía de Kierkegaard. De la filosofía de Kierkegaard, el existencialismo recoge las categorías de "existencia", "subjetividad" e "individuo". De la fenomenología de Husserl, toma la "ontología apofántica", esto es, la concepción de un ser (mundo) que se revela, más o menos, al hombre según estructuras que constituyen los modos de ser del hombre mismo. Otra fuente indudable del existencialismo viene dada por la filosofía de la vida en su actualismo, en su análisis del tiempo, en su crítica del racionalismo y de las ciencias de la naturaleza. Bergson, Nietzsche y Dilthey representan otras tantas influencias decisivas para los existencialistas.
Soren Kierkegaard no es un pensador existencialista en sentido estricto, sino un mero precursor del existencialismo. El intelectual danés fundó el existencialismo en cuanto aportó el trasfondo, la atmósfera y las ideas de las cuales se nutrieron posteriormente sus sucesores del siglo XX. Pero Kierkegaard no puede ser aún considerado un filósofo existencialista, porque no es un filósofo. La obra de Kierkegaard es a la vez literaria, teológica, moral, religiosa y mística, pero no filosófica. Toda obra filosófica requiere del uso coherente y sistemático de un método de pensamiento y en Kierkegaard no se encuentra rastro alguno de este método filosófico.
Pero la filosofía existencialista propiamente dicha aparecerá cuando los filósofos, impregnados de la temática existencial hasta aquí expuesta, encuentren un método filosófico que les sirva de guía fehaciente para sus análisis. Para ello hubo que esperar hasta la primera década del siglo XX, cuando el filósofo alemán Edmund Husserl creó la fenomenología, que influye en todos los existencialistas bajo la forma de dos conceptos-guía: el carácter intencional de la conciencia y el carácter apofántico de la razón. Propiamente hablando, sólo el primer concepto-guía, el carácter intencional de la conciencia, se puede asumir como vehículo fundamental entre existencialismo y fenomenología, ya que el carácter apofántico de la razón, segundo de estos conceptos, por el que la razón es la revelación del ser, llevó Heidegger a un desarrollo radicalmente distinto del resto de los existencialistas. Husserl no era existencialista, sino que se desenvolvía dentro de la órbita del esencialismo. Pero profesó un método de investigación, el método fenomenológico, que por sus propias características se acoplaba bastante bien a los objetivos de la temática existencialista. El método fenomenológico rehusaba encerrarse en presupuestos abstractos, y encaminaba su esfuerzo filosófico a describir exactamente los fenómenos tal como aparecen a la conciencia. Este método permitió dar una forma rigurosamente filosófica a las intuiciones de Kierkegaard y, con él, los filósofos existencialistas ofrecieron análisis fenomenológicos de considerable valor e interés. Utilizaron el método para captar la experiencia inmediata que se despliega en una descripción analítica, aplicándolo a la descripción de las experiencias religiosas, estéticas y axiológicas.
A pesar del método común, el existencialismo no constituye un movimiento filosófico uniforme, dada la pluralidad de experiencias vitales que ha de describir y analizar. Los filósofos de la existencia difieren tanto entre sí que hay que hacer un verdadero esfuerzo para encontrar pautas comunes a todos ellos. Además, Heidegger, Marcel y Jaspers se opusieron a que se los etiquetara con el nombre de existencialistas. En este sentido está justificado el hecho de que ciertos autores consideren que el existencialismo es simplemente el nombre de una tendencia, más que de un conjunto determinado de doctrinas. Es cierto que entre los filósofos existencialistas se da un cierto aire de familia, una base común, que les da cierta unidad, pero esta unidad dista mucho de ser uniforme. Intentar, por tanto, recoger la pluralidad de enfoques ontológicos que presentan el conjunto de los filósofos llamados existencialistas parece una empresa ardua y problemática. Las variadas definiciones de esta tendencia dadas por los estudiosos del movimiento existencialista reflejan esta dificultad para describir tal diversidad de orientaciones. Para Troisfontaines: "...El existencialismo es un retorno apasionado del individuo sobre su libertad para sorprender en el despliegue de sus marchas y contramarchas el sentido de su ser..." Para Green: "...El existencialismo es un esfuerzo para comprender la naturaleza humana en términos humanos, sin recurrir a lo sobrehumano o a lo que puede llamarse lo infrahumano..." Según Foulquie: "...El existencialismo se caracteriza, ante todo, por su tendencia a insistir en la existencia. El existencialista se desinteresa por las esencias, los posibles y las nociones abstractas: está en las antípodas del espíritu matemático; su interés se orienta hacia lo que existe o, sobre todo, hacia la existencia de lo que existe..." Para Jolivet: "...El existencialismo es el conjunto de doctrinas según las cuales la filosofía tiene por objeto el análisis y la descripción de la existencia concreta, considerada como el acto de una libertad que se constituye al afirmarse y no tiene otro origen o fundamento que esta afirmación de sí misma..." Según Prini: "...Más que una revuelta de la vida contra la razón, será necesario decir entonces que el existencialismo, en general, ha sido la exigencia de un concepto de la razón que verdaderamente trascienda y, por ende, comprenda a la vida, de cualquier modo que se resuelva luego esta exigencia en los procedimientos más o menos válidos o en las aporías de una u otra particular doctrina existencial..." Para E. L. Allen: "...El existencialismo es un ensayo de filosofar desde el punto de vista del actor en vez de hacerlo, como ha sido habitual, desde el punto de vista del espectador..." Según Fernando Molina: "...el existencialismo es un ensayo de dar cuenta de la individualidad..."
No obstante esta pluralidad definitoria, y a pesar de la diversidad de perspectivas, se puede intentar dar cuatro notas comunes que aclaren el significado histórico, filosófico y cultural de este movimiento: el problema metódico radical, el punto de partida fundamental, la afirmación principal y la conclusión moral decisiva.
El problema metódico fundamental, siguiendo a F. Copleston, es la pretensión de filosofar desde el punto de vista del actor y no desde el punto de vista del espectador, como había ocurrido hasta ese momento en la historia de la filosofía. Ello significa, en primer lugar, que el problema considerado por el filósofo se presenta ante él como un problema que emerge de su existencia personal en cuanto ser humano individual que libremente moldea su destino, pero que busca esclarecimiento con el fin de moldearlo. En segundo lugar, significa que ese problema concierne vitalmente al filósofo por ser éste un ser humano y no simplemente como resultado de circunstancias accidentales. En tercer lugar, el intento de filosofar desde el punto de vista del actor exige que el filósofo no intente resolver el problema olvidándose de sí mismo y de su personal compromiso, adoptando el punto de vista de lo absoluto, según el cual los seres humanos individuales carecen de toda importancia. Ello significa que el existencialismo intenta llevar al hombre entero, al individuo concreto en el contexto total de su vida diaria y en toda su problematicidad, a la filosofía, incluidas esas furias excluidas por los filósofos racionalistas, como la muerte, la angustia, la soledad, la culpa, el temor, el temblor, la desesperación... Por ello, uno de los temas fundamentales del existencialismo es la relación hombre-mundo. Aunque no es valorada del mismo modo por todos los autores, sí están todos de acuerdo en que el hombre no pude entenderse independientemente de sus relaciones con el mundo, como si fuera un alma pura, conciencia pura o espíritu puro. El existencialismo insiste en estudiar al hombre en todo aquello que le une al mundo: necesidades, estados de ánimo, esfuerzos y proyectos constantes, tal como aparecen en la vida cotidiana. Pero de todos estos aspectos, los existencialistas destacan aquellos rasgos del mundo que condicionan radicalmente al hombre, como la trascendencia, las situaciones y el influjo determinante que el mundo ejerce sobre realizaciones y proyectos. El mundo no es concebido solamente como un mundo de cosas de las que el hombre se sirve con la ayuda de su técnica y de su trabajo para satisfacer sus necesidades, sino, sobre todo, como un mundo de hombres, al que estos están vinculados por su yo personal .
En segundo lugar, todas las filosofías existencialistas arrancan, según I. M. Bochenski, de una llamada vivencia existencial, que es difícil de concretar y muestra un cariz distinto en cada uno de los filósofos. Así, por ejemplo, en Jaspers es un percatarse íntimo de la fragilidad del ser; en Heidegger, un experimentar auténtico de nuestra marcha anticipada hacia la muerte; en Sartre, la repugnancia o náusea ante lo absurdo de la vida. Estas vivencias hacen rezumar siempre a la filosofía de la existencia un fuerte sabor a experiencia personal y, por tanto, subjetiva. De ahí que el existencialismo conceda prioridad a la vida sobre la razón. Mientras que la filosofía idealista occidental, desde Descartes hasta Hegel, había exagerado sin límite el poder de la razón, culminando con el panlogismo hegeliano de considerar todo lo real como racional y todo lo racional como real, el existencialismo considerará que las cosas no deben ser explicadas racionalmente, sino que deben ser vividas, o mejor, vivenciadas. Mi vida, mi existencia particular, no tiene por qué subordinarse a los dictados de la razón. Hay vivencias existenciales que no pueden ser comprendidas por un saber ni pueden ser reducidas a un conocimiento objetivo. Es necesario encontrar mi verdad singular, fruto de mis vivencias existenciales, no la verdad objetiva de las definiciones esenciales de la razón filosófica. Ésta, mediante la utilización de los conceptos abstractos, presenta a la inteligencia un objeto universal, el cual se realiza en una multitud indefinida de sujetos, y deja escapar la existencia y la individualidad. El existente, por tanto, que escapa por naturaleza al pensamiento abstracto, a las definiciones esenciales de la razón, es, impensable, irrazonable, ilógico o misterioso. No puede ser captado por la razón, sino por una experiencia personal concreta o por alguna intuición singular del sujeto protagonista de su propio proyecto existencial. El sujeto está más allá de la razón conceptual. Es irracional o transrracional. Es incognoscible, no puede ser conocido, sino existiendo en su misteriosa incognoscibilidad.
Por ello, el existencialismo iniciará un proceso de subjetivización del pensamiento. Con frecuencia la filosofía de los existencialistas se fundirá con su biografía y su pensamiento, se impregnará con el calor de sus emociones del momento. La actitud distante que los filósofos del pasado acostumbraban a adoptar ante su filosofía, con la finalidad intelectual de darle objetividad y universalidad, se esfuma ante la pretensión de los existencialistas de pensar a partir de la propia existencia vivida.
De ahí también que todos los existencialistas rechacen la misma distinción entre sujeto y objeto, y desvaloricen así el conocimiento intelectual dentro del campo de la filosofía. Según todos ellos, no es una inteligencia la que logra el conocimiento verdadero, ya que es menester vivir la realidad. Esta vivencia se logra, por ejemplo en Heidegger, mediante la angustia. Por ésta, el hombre se percata de su finitud y de la fragilidad de su posición en el mundo en que ha sido arrojado y proyectado hacia la muerte.
La tercera nota característica del existencialismo, como ha destacado R. Jolivet, es la prioridad de la existencia sobre la esencia. La metafísica clásica había establecido la distinción entre la esencia y la existencia. La esencia no expresa todo lo que es un ser; únicamente hace referencia a lo que dicho ser tiene en común con los demás seres de la misma especie. Aristóteles, por ejemplo, definía al hombre como animal racional; ésta sería la esencia del hombre, es decir, aquello que los hombres tienen en común, prescindiendo de los rasgos singulares de cada hombre en particular. La esencia, por otra parte, no implica ni supone la existencia del ser definido, mientras que a partir de Platón toda la filosofía occidental habría sido una filosofía fundamentalmente esencialista, por haber concedido más importancia a la esencia que a la existencia. El existencialismo, por el contrario, afirmaría la prioridad de la existencia en relación con la esencia: las cosas, los objetos, es indudable que tienen esencia, y podemos preguntarnos, por ejemplo, qué es la mesa o el lápiz; pero acerca del hombre no puede preguntarse lo que es, sino sólo ¿quién es? En el hombre, según los existencialistas, prima la existencia sobre la esencia, ya que el hombre no tiene esencia prefijada, sino que libremente se la construye mediante las elecciones que va realizando a lo largo de las vicisitudes de su existencia en el mundo.
Mientras que la filosofía esencialista occidental, utilizando la razón abstracta, definía mediante las esencias y se quedaba así con lo común y universal prescindiendo de lo singular y particular, el existencialismo, con su reacción subjetivista, se interesó por recuperar aquello que de propio, o singular, tiene cada persona. Es decir, aquello que por definición escapa siempre al esencialismo: captar lo más singular, lo más subjetivo del sujeto, que es lo más valioso de él. Mientras que para el esencialismo lo que define al hombre es lo común, la esencia, para el existencialismo lo que lo define, por el contrario, es lo singular, lo que lo diferencia radicalmente de todos los demás hombres que han existido, que existen o que existirán. Es decir, aquello que es irreductible a la esencia: mi existencia. Frente a la tendencia a universalizar al hombre mediante la razón, propia de la filosofía esencialista que recorre el pensamiento occidental desde Platón hasta Hegel, el existencialismo tratará de singularizarlo mediante la existencia.
Para el existencialismo, por tanto, es desde el fenómeno fundamental de la existencia desde donde se establece y funda el valor de toda realidad. Pero considerando que la estructura originaria de la existencia no es el pensamiento, sino la libertad absoluta, que en su ejercicio, decisión y elección no está sometida o ligada a nada que la determine o guíe, el hombre no es más que lo que llega a ser, hechura e invención de su absoluta libertad. De ahí también que la existencia sea concebida como actualidad absoluta; no es nunca, sino que se crea a sí misma en libertad, deviene, es un proyecto. Por ello, los existencialistas afirman con frecuencia que la existencia coincide con la temporalidad.
Este actualismo existencialista se diferencia del propio de las filosofías de la vida en que los existencialistas consideran al hombre como mera subjetividad, y no como manifestación de ninguna corriente vital cósmica (como ocurre, por ejemplo, en Bergson), y en que la subjetividad existencialista se entiende en sentido creador: el hombre se crea libremente a sí mismo, es su libertad.
En cuarto lugar, N. Abbagnano opina que la filosofía existencialista se caracteriza por la importancia decisiva que da al concepto de posibilidad, concepto al que los existencialistas no dan ni el significado de estar libre de contradicción, como era entendido en la lógica tradicional, ni el de la potencialidad destinada a la acción, como lo entendía la metafísica tradicional. Los existencialistas se refieren a una posibilidad empírica, objetiva o real, de la que el hombre dispone en todos sus modos de comportarse frente al mundo, es decir, frente a las situaciones en las que se ve colocado. Ser posible significa que se espera lo que es posible, o también que uno mismo lo proyecta. Las posibilidades humanas tienen, por tanto, un carácter anticipador, orientado hacia un futuro de esperanzas y proyectos, aunque su realización nunca sea segura. Al proyecto de la existencia humana le ocurre lo mismo que al de un arquitecto. Lo mismo que un arquitecto, el hombre construye un edificio de acuerdo con las posibilidades que ya le vienen dadas (suelo, volumen, material de construcción, capacidad técnica de los trabajadores) y en función de los fines para los que servirá el edificio; igualmente, el hombre y las comunidades humanas proyectan su existencia de acuerdo con las posibilidades de que disponen, y también en función de las posibilidades que pretenden disponer en el futuro.
Las principales diferencias entre los distintos existencialismos pueden derivar precisamente del modo de entender el concepto de posibilidad. Desde este punto de vista interpretativo del concepto de posibilidad se han distinguido tres tendencias fundamentales: la tendencia negativa, la teológica y la positiva. La tendencia negativa insiste en el aspecto negativo y anulador de las posibilidades existenciales, y estaría representada por las filosofías de Heidegger y de Sartre. Otros existencialistas, tendencia teológica, interpretan las posibilidades existenciales en un sentido optimista, en cuanto que son potencialidades que están destinadas a realizarse, por lo que están libres de todo elemento negativo o inquietante. Esta reinterpretación de las posibilidades como potencialidades se produce al relacionar las posibilidades mismas con una realidad absoluta que garantice su realización infalible, definida bien como Ser (L. Lavelle), bien como valor (R. Le Senne), bien como Dios (G. Marcel). La tendencia positiva, así llamada porque no cae ni en el pesimismo de la primera tendencia ni en el optimismo teológico de la segunda, considera que han de aceptarse las posibilidades existenciales y en cuanto tales conservarse sin transformarlas en imposibilidades o en potencialidades. Para estos existencialistas (N. Abbagnano, M. Merleau-Ponty y J. P. Sartre) el horizonte que está abierto a una posibilidad no es ni una realización infalible ni un fracaso inevitable, sino un intento directo de concretar los límites y las condiciones de esa posibilidad, es decir, su grado de seguridad relativa o parcial.
Finalmente, el existencialismo podría caracterizarse a partir de las consecuencias que su núcleo de pensamiento común plasmó en el ámbito de la moral occidental. A pesar de que los diferentes existencialismos no configuraron una doctrina de los principios del obrar moral, sí acentuaron la dependencia de las exigencias incondicionadas con respecto a la existencia histórica concreta del agente, dando lugar a lo que se llegó a llamar la moral de situación. Las posiciones éticas del existencialismo reflejan la tesis de que los postulados éticos no bastan para resolver las cuestiones existenciales, sino que la significación de estos postulados depende de las condiciones concretas de la existencia (O. Höffe).
Los fundamentos de esta moral de situación habían sido ya expuestos por S. Kierkegaard. Para el pensador danés, lo que fundamentaba la obligación moral y la realización del deber-poder portador de las exigencias de la vida cristiana no son las determinaciones morales abstractas de una razón universal, sino la elección de sí mismo como realización de la libertad subjetiva. Las exigencias morales están aquí en una relación de tensión entre la incondicionalidad moral y la necesidad histórico temporal. Para K. Jaspers, en la situación histórica de su existencia, el hombre no puede alcanzar una certeza absoluta del deber, sino sólo una certeza relativa experimentada en el esclarecimiento de la "fe filosófica". En sus situaciones límite: muerte, sufrimiento, culpabilidad, está condenado al fracaso y se ve remitido a sí mismo. No existe expresamente una exigencia incondicional explícita, pero debe ser presupuesta y puede ser experimentada en el amor. El esclarecimiento de la existencia tiene una función de apelación: sitúa al individuo ante la tarea moral de asumir en libertad la responsabilidad de su existencia. J. P. Sartre, al negar todos los valores y todo sentido incondicional de la existencia, niega todo ser que vincule moralmente al hombre. El hombre no se experimenta inscrito en un mundo significativo, sino que se crea a sí mismo en un mundo absurdo. Está condenado a la temporalidad, y está así limitado por sus posibilidades históricas irrepetibles. La historicidad del ser humano indica que su obrar y el sentido de su vida no están determinados por normas morales absolutas, sino por la absoluta finitud del "ser ahí". La felicidad o fracaso de la vida están expuestos con ello al "destino del ser". El "ser ahí" se convierte en riesgo, pues más allá de sus condicionantes ónticos no puede conseguirse seguridad ni en el pensamiento ni en el obrar.
Para el existencialismo cristiano de G. Marcel, el ser humano está expuesto a lo incondicionado y al misterio. De ello saca éste la fuerza de una "esperanza contra toda esperanza". El hombre se traiciona cuando se cierra al misterio, y encuentra en cambio su verdadera posibilidad en la fidelidad a sí mismo y en la responsabilidad personal.
Con frecuencia se ha dado al concepto existencialismo una extensión demasiado amplia que ha dado lugar a grandes malentendidos. Se ha llegado a calificar de existencialistas no sólo a tendencias filosóficas contemporáneas, sino a muchas de las tendencias filosóficas del mundo antiguo grecorromano y de la Edad Media. Así, por ejemplo, el filósofo personalista francés Enmanuel Mounier, en su libro Introducción a los existencialismos, dio una definición a todas luces exagerada al considerar el existencialismo como una "...reacción de la filosofía del hombre contra los excesos de la filosofía de las ideas y la filosofía de las cosas..." Atendiendo a esta amplia definición, Mounier afirmó que el existencialismo puede compararse a un árbol alimentado desde sus raíces por Sócrates, los estoicos, San Agustín y San Bernardo. Estas filosofías producen posteriormente filosofías como las de Pascal, Maine de Biran y Kierkegaard. Desde este tronco, emergería una fructífera copa de filósofos existencialistas, dispersos en múltiples ramificaciones, como Bergson, Blondel, Scheler, Heidegger, Nietzsche, Sartre, Marcel, Jaspers... Esta clasificación es, por supuesto, excesiva, y fuente de confusión. Todos estos filósofos que llevan a cabo un análisis no sistemático, con ausencia de método, de la existencia, podrían ser denominados, en todo caso, filósofos de la existencia, pero no existencialistas. El nombre "existencialismo" debe reservarse para aquellos filósofos que llevan a cabo un análisis sistemático de la existencia mediante el uso del método fenomenológico. En este sentido, el existencialismo es un fenómeno privativo del siglo XX, con excepción hecha de Kierkegaard, un solitario del siglo XIX, cuya temática antihegeliana será el núcleo potencial que inspirará el nacimiento del existencialismo.
Los filósofos existencialistas más importantes son Martín Heidegger, Karl Jaspers, Gabriel Marcel y Jean Paul Sartre, aunque algunos de ellos rehúyen la etiqueta de existencialistas; y efectivamente, en muchos aspectos, sus reflexiones escapan al modelo existencialista. Acostumbra a hablarse también de dos tendencias principales en el existencialismo contemporáneo: el existencialismo ateo y el existencialismo teísta. Los principales representantes del existencialismo ateo serían Martín Heidegger en Alemania y Jean Paul Sartre en Francia, y del existencialismo teísta, Gabriel Marcel y Karl Jaspers, en Francia y Alemania, respectivamente.

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