Tombuctú es una leyenda desde siempre.
Antigüamente había sido un principal punto de encuentro de caravanas. Por eso se le atribuían grandes riquezas, incluso el sueño de una ciudad con calles pavimentadas de oro.
Tombuctú, la Atenas africana, la Meca del Sáhara, La Roma de Sudán... estos son apelativos dedicados a esta ciudad, testigos de su memoria de leyenda.
En Tombuctú se guardan miles de manuscritos antiguos, algunos del s. XIII, que versan sobre asuntos religiosos, comerciales, científicos, y están escritos en árabe, hebreo y castellano aljamiado (textos escritos en español pero en caracteres árabes, producidos por los últimos musulmanes que vivieron en territorio cristiano entre los siglos XV y XVII).
¿Qué hacen aquí esos manuscritos?. A un centro caravanero como éste no sólo llegaban materias de comercio y riquezas, sino también cultura y libros.
En Al-Andalus, El Cairo, Fez, Arabia, se generaba cultura, se enseñaba y se formaba a intelectuales, y algunos de ellos acababan viajando en esas caravanas, acompañados de sus libros. Se establecían en nuevos países y ciudades y daban clases, generalmente para extender y afianzar el Islam, pero muchas veces en combinación de otras ciencias. A partir de ahí se formaba una nueva demanda de libros, traídos de esos lejanos centros de saber (en forma de copias manuscritas).
Su legado se transmitió de generación en generación. Las familias guardaron esos libros, ese saber sin el cual la memoria se perdería, conscientes de su valor, puede que incluso protegiéndolos con su vida en las guerras y conflictos que vivió la región a través de los siglos.
Hay un país, al suroeste de Libia, más allá del gran desierto( relata Herodoto en el siglo V antes de Cristo) que los comerciantes cartagineses suelen visitar. Cuentan que, después de un viaje muy largo y fatigoso, llegan a una playa donde descargan sus mercancías. Una vez dispuestas ordenadamente sobre la arena, las dejan allí, y ellos se alejan y encienden grandes hogueras para anunciar su llegada a quienes viven en aquellas tierras. Al ver el humo, los nativos salen de sus poblados y van hacia la playa, se acercan a las mercancías, las examinan y, tras depositar junto a ellas tanto oro como creen que valen, desaparecen de la vista. Entonces, son los cartagineses quienes se aproximan, y si consideran que el oro es suficiente, lo recogen y se van; pero si no les parece bastante, no lo tocan y se retiran de nuevo, y reavivan el fuego hasta que el humo vuelve a cubrir el cielo. Los nativos acuden entonces por segunda vez y añaden algo más de oro, y así se repiten las idas y venidas hasta que los comerciantes se dan por satisfechos.
Todas las épocas de las que guardamos memoria nos han legado alguna historia de un país fabuloso, preñado de riquezas, situado en alguna región ignota. Los más codiciados tesoros esperan a aquellos audaces dispuestos a desafiar los escollos que, invariablemente, cierran el paso a quienes pretenden alcanzar tan venturosas tierras.
Nada extraño, pues, que durante largo tiempo se creyera que la historia recogida por Herodoto en el norte de África no era sino una más de esas leyendas.
El interior del continente siguió envuelto durante siglos en una espesa nebulosa, acorazado por un desierto inhóspito en el que sólo conseguían sobrevivir algunas belicosas e irreductibles tribus nómadas.
La irrupción en el África septentrional de los conquistadores árabes supondría un cambio sustancial. Plenamente avezados a sobrevivir en las regiones más inhóspitas, los árabes penetrarían sin grandes problemas en el Sáhara, extenderían el islam hasta Sudan-es-Bilad (la tierra de los negros) y reanudarían el tráfico comercial del que se hacía eco Herodoto. Con ello, las noticias de las legendarias riquezas del África negra llegarían una vez más al mundo mediterráneo y, desde allí, a toda Europa.
La sal y el oro,ésas eran las mercancías claves, junto con los esclavos, del nuevamente floreciente comercio transahariano. La sal, componente esencial para el organismo humano, brotaba sin cesar en las salinas de Taghaza, en pleno desierto, pero escaseaba dramáticamente más hacia el sur. Allí, en cambio, en los parajes ya húmedos y boscosos del África tropical, el oro era tan abundante que los soberanos de aquellos reinos enjaezaban sus cabalgaduras con pepitas de oro gruesas como el puño, decían los rumores.
Poco a poco, y aunque siempre basándose en fuentes indirectas, el epicentro del singular intercambio adquiriría un nombre propio: Tombuctú. Un nombre propio, inconfundible, pero de localización incierta, ambigua y paradójica, no menos fantástica que su riqueza. Una ciudad situada, según unos, en pleno desierto; según otros, a orillas de un gran río. En cierto modo, la información no hizo más que realimentar la vieja leyenda.
La credibilidad de Tombuctú en el imaginario occidental como un emporio de riquezas inimaginables quedaría definitivamente avalada a principios del siglo XVI por un fiable testigo directo, el granadino Hassan Ibn Muhammad al Wazzani, más conocido entre nosotros como León el Africano.
Hijo de una distinguida familia instalada en Fez poco después de la ocupación de Granada por los Reyes Católicos, Hassan al Wazzani recorre buena parte del mundo islámico en viajes de negocios y también en diversas misiones diplomáticas como representante del xerif de Fez. Entre 1510 y 1515, los negocios familiares le llevan por dos veces a Tombuctú. Poco más tarde, en 1518, mientras se dirige por mar hacia Túnez de regreso de un viaje a Turquía, su galera es atacada por corsarios italianos, y tripulantes y pasajeros son apresados y conducidos a Nápoles para ser vendidos como esclavos. Tras diversos avatares, Hassan da con sus huesos en la corte pontificia, donde muy pronto es apreciado por el papa León X tanto por sus conocimientos del mundo musulmán como por sus servicios como traductor y profesor de árabe. Pero, sobre todo, lo que más sorprende e interesa al papa son los relatos de sus fascinantes viajes por el interior de África.
Dos años después de su captura, Hassan recupera la libertad a cambio de convertirse, al menos formalmente, a la fe católica. Con el bautizo, inicio de una nueva vida, Hassan recibe también un nuevo nombre, el mismo que el de su protector: Giovanne Leone. A partir de ese momento será conocido como León el Africano.
Alentado por el papa, Hassan-León completa la redacción de una Historia y descripción del África y de las extraordinarias cosas que contiene, obra que incluye el retrato de una ciudad que conjuga la opulencia económica del mítico El Dorado y el brillo cultural del Damasco o la Córdoba califales: "En Tombuctú se alzan una mezquita extraordinaria y un palacio majestuoso”, explica León el Africano. Los habitantes, y especialmente los extranjeros que viven aquí, son extraordinariamente ricos, hasta el punto que el actual rey ha casado a dos de sus hijas con dos de estos mercaderes. Hay muchos pozos llenos de agua muy dulce, y cada vez que el río Níger se desborda, hacen llegar el agua hasta la ciudad mediante acequias. En la ciudad se encuentra grano, leche y mantequilla en abundancia, aunque la sal es muy escasa y tienen que traerla desde las minas de Taghaza, situadas a veinte días de distancia. Aquí reside un gran número de doctores, de jueces y otras gentes de gran sabiduría, que viven espléndidamente a cargo del rey, dice aún León el Africano. "Y aquí llegan libros y manuscritos desde la Berbería, que son vendidos por más dinero que cualquier otra mercancía. La moneda de Tombuctú es el oro puro, sin acuñar, sin inscripción de ningún tipo”.
Los europeos no querían oír otra cosa, y no hay por qué suponer que el granadino exagerase al describir las excelencias de Tombuctú. Sus visitas a la ciudad coinciden con su momento de máximo esplendor. Desde su fundación, a finales del siglo XI o principios del XII, la ciudad experimenta dos largos periodos de estabilidad: entre 1330 y 1360, cuando el mansa Kankou Mousa la coloca bajo su protección, y, sobre todo, entre 1468 y finales del siglo XVI, cuando son los askias sonraïs de Gao quienes dominan la ciudad y mantienen a los tuaregs a raya. El resto del tiempo, sin embargo, Tombuctú se halla permanentemente sometida a las exacciones de los nómadas del desierto y a la codicia de todos los reinos e imperios vecinos. En algún caso, con una importante participación hispánica, como a finales del siglo XVI, cuando, después de haber conseguido unificar Marruecos bajo su autoridad, el xerif Muley Ahmed considera que ha llegado la hora de extender sus dominios hacia el sur, más allá del gran desierto, para controlar las fuentes del oro con que regresan, cuando regresan, las caravanas que se arriesgan a cruzarlo.
Para llevar a cabo su proyecto, Muley Ahmed organiza un ejército formado básicamente por mercenarios andaluces, descendientes de familias granadinas, equipados con armas de fuego suministradas por la corona británica.
La expedición sale de Marraquech el 16 de octubre de 1590 dirigida por el pachá Judar, un cristiano renegado nacido en Las Cuevas (Granada).
La lengua oficial del cuerpo expedicionario es el castellano. Veinte semanas más tarde, a finales de febrero de 1591, el ejército andalusí llega al Níger, a la altura de Karabara, y desde allí se dirige, bordeando el río, hacia Gao, capital del imperio sonraï, que en aquellos momentos controla Tombuctú. El askia Ishak reúne una fuerza de 18.000 jinetes y 9.500 infantes. Cuando el 13 de marzo de 1591 los dos ejércitos se hallan frente a frente, sólo 1.000 hombres de Judar se encuentran en disposición de combate. El resto ha perecido en el viaje o se halla demasiado débil para empuñar las armas. Pero los 1.000 soldados del pachá tienen arcabuces. Los guerreros sonraïs, hasta entonces invencibles, no han visto jamás armas de fuego. Confiados en su superioridad, se lanzan en tromba contra aquel puñado de extranjeros exhaustos y achacosos. El combate dura pocos minutos. Diezmado por las balas, aterrorizado por las llamaradas y explosiones de unas armas diabólicas, el ejército sonraï huye en desbandada. Judar ocupa Gao sin más oposición y, pocas semanas después, Tombuctú. Ambas ciudades son saqueadas, y sus tesoros, enviados al soberano marroquí.
Pero la victoria de Judar y sus hombres pronto revela su fragilidad. Separados por más de 2.000 kilómetros de desierto de las grandes ciudades del norte(Mogador, Marraquech, Fez, Mequinez…) y de sus propias familias, pronto los invasores cortan las amarras con el soberano al que servían y pasan a constituir uno más de los diferentes grupos étnicos que a lo largo de los siglos se han sucedido como casta dominante de Tombuctú. Durante más de 100 años, los soldados de Judar y sus descendientes directos dominarán a sangre y fuego el gobierno de la ciudad, recibiendo una denominación claramente expresiva de su atributo original más peculiar: los arma, como son conocidos aún hoy sus descendientes.
Es a finales del siglo XVIII, coincidiendo con la emancipación de las colonias americanas, cuando las grandes potencias europeas deciden que ha llegado la hora de despejar definitivamente el misterio de Tombuctú y del Níger, y de abrir esas regiones a las hipnóticas luces de la civilización y el comercio.
Lo paradójico del caso es que cuando por fin los europeos se lanzan al descubrimiento y conquista de Tombuctú, lo hacen guiados por una imagen que ya no tiene casi nada que ver con lo que ocurre realmente en la ciudad y en toda la región. La ciudad lleva más de 200 años sometida a la rapiña, primero de los arma, después de los bambaras de Segou,de los peuls de Macina y de los tuaregs, siempre.
Alentada especialmente por los Gobiernos británicos y franceses, desde 1790 se desencadena una auténtica carrera colonial entre exploradores y aventureros de todo clase. Casi todos ellos dejan la piel en el empeño. Sólo los británicos pierden más de 150 exploradores. En total, desde los tiempos de León el Africano y hasta 1880, sólo cinco europeos consiguen violar el secreto de Tombuctú y regresar con vida para contarlo: Robert Adams (1811), René Caillié (1828), Heinrich Barth (1853) y, ya en 1880, la pareja formada por el alemán Oskar Lenz y el español, nacido en Tánger, Cristóbal Benítez, que le acompaña como sirviente e intérprete.
Cuando por fin los franceses ocupan militarmente la ciudad, en 1894, de su brillante pasado no queda más que una pálida memoria, unas ricas bibliotecas, una intensa espiritualidad islámica y, según una pertinaz leyenda, una no menos intensa sensualidad.
Las calles de Tombuctú están llenas de edificios recatadamente espléndidos, bastantes de ellos bien conservados –la ciudad fue declarada en 1988 patrimonio de la humanidad por la Unesco–. Muchas casas tienen puertas y ventanas ricamente labradas, a la manera árabe: la madera ornada con grabados, relieves y hierro forjado. En el interior se entrevén patios y estancias; hombres conversando recostados sobre esterillas, niños jugando, mujeres moliendo grano o cocinando.
La mezquita de Yinguereber, erigida por iniciativa del mansa Musa en el año 1330 y después destruida y reconstruida incontables veces, es una edificación extraña, inquietante, con un aire más de fortaleza que de templo. El minarete, aplastado por el sol, pulido por el viento, semeja más un baluarte defensivo que una torre desde donde llamar a la oración. Con todo, el conjunto es un monumento impresionante de formas blandas y ondulantes, de muros grisáceos y agrietados, como un viejo elefante yacente, esculpido por el tiempo.
Al atardecer, las calles de Tombuctú se llenan de grupos de hombres sentados o tendidos sobre el suelo arenoso. Conversan, o juegan a las cartas, al awalé o a las damas, sobre tableros dibujados en la arena, con piedrecillas como fichas.
De dos en dos, de tres en tres, las mujeres pasean lentamente luciendo sofisticados tocados. Muchos niños juegan y corretean, otros acarrean cubos de agua sobre sus cabezas.
La noche cae y en el ambiente se entabla una inevitable conflagración entre hogueras y humo. Los niños siguen jugando, gritando y corriendo, tan pronto iluminados por el fuego como desaparecidos en la neblina. Los hombres siguen hablando a oscuras. Las mujeres preparan la cena.
Cuando el viento sopla, la arena invade las calles, trepa por los muros, sella puertas y ventanas. Tras no pocas fachadas espléndidas se abre el cielo. En el interior, todo se ha derrumbado, dejando sólo un gran decorado; pero no resulta extraño, porque toda la ciudad es un gran teatro donde se representa una función que nadie ha escrito, pero en la que cada uno parece saber perfectamente su papel.
Cuando el viento sopla, la arena invade las calles, trepa por los muros, sella puertas y ventanas. Tras no pocas fachadas espléndidas se abre el cielo. En el interior, todo se ha derrumbado, dejando sólo un gran decorado; pero no resulta extraño, porque toda la ciudad es un gran teatro donde se representa una función que nadie ha escrito, pero en la que cada uno parece saber perfectamente su papel.
La ciudad vive aparentemente aislada del mundo. De hecho, durante medio año, cuando el Níger crece, el aislamiento físico es casi total; sólo se puede llegar a ella o abandonarla, o bien por el río, navegando a bordo de piraguas o de barcos surgidos de la noche de los tiempos, o bien cruzando el desierto, navegando por mares de arena y piedras. En buena medida, es un universo aparte, y parece que también esté fuera del tiempo; pero, por poco que uno hurgue, la historia aflora por todas partes, todo el mundo habla de cosas que ocurrieron hace siglos como si fuese ahora mismo, como si cualquier día todo pudiese volver a ser como antes. Quizá tengan razón.
Investigadores en Timbuktu (o Tombuctú), Malí, están luchando por conservar decenas de miles de antiguos textos, que prueban que África tuvo historia escrita hasta, por lo menos, la época del Renacimiento europeo.
Bibliotecas públicas y privadas en la legendaria ciudad del Sahara han reunido hasta el momento 150.000 frágiles manuscritos, algunos de ellos del siglo XIII, y los historiadores locales afirman que muchos más podrían estar enterrados bajo la arena.
Los textos habían sido escondidos y almacenados por sus orgullosos propietarios, en construcciones de barro y en cuevas del desierto para ponerlas a salvo primero de los invasores marroquíes, de los exploradores europeos y finalmente de los colonos franceses.
Escritos en delicadísima caligrafía, algunos versaron sobre astrología o matemáticas, mientras que otros relataban la vida socia y económica en Timbuktu, durante su Edad de Oro, cuando fue un lugar del saber, en el siglo XVI.
"Estos manuscritos tratan todos los aspectos del conocimiento humano: leyes, ciencias, medicina", afirma Galla Dicko, director del Ahmed Baba Institute, una biblioteca que alberga 25.000 textos.Hay por ejemplo un escrito en una caja de cristal, roído por las termitas, un tratado acerca de la Política, enseñando las leyes del buen gobierno y advirtiendo a los intelectuales a no dejarse corromper por el poder de los políticos
En otra estantería de libros se encuentra un tratado sobre matemáticas y una guía a la música andalusí, así como historias de amor y la correspondencia entre comerciantes que recorrían las rutas de las caravanas que atravesaban el desierto del Sahara.
Sólo recientemente las familias más importantes han empezado a renunciar a sus preciosas reliquias familiares, persuadidos por los funcionarios locales de que todos estos manuscritos forman parte de un legado común para compartir.
"Es a través de estos escritos como podemos realmente conocer nuestro lugar en la historia", afirma Abdramane Ben Essayouti, Iman de la mezquita más antigua de Tombuctú, construida en 1325.
Los expertos creen que los 150.000 textos hasta ahora recogidos son sólo una fracción de lo que durante siglos ha permanecido oculto bajo el polvo de las puertas de madera de los hogares de Tombuctú.
Algunos académicos afirman que estos textos forzarán al mundo occidental a aceptar que África tuvo una historia intelectual antigua y valiosa a recuperar. Otros lo comparan con el descubrimiento de los rollos del Mar Muerto.
Pero a medida que se extiende la fama de estos manuscritos, los encargados de su conservación temen que lo que ha sobrevivido siglos de termitas y calor extremo, se pierda por la venta a turistas o la entrada del tráfico ilegal en el país.
Sudáfrica se está convirtiendo en la punta de lanza de la "Operación Timbuktu", para proteger los textos, creando una nueva biblioteca para el Instituto Ahmed Baba, escritor y erudito nacido en Tombuctú, contemporáneo de Shakespeare.
EE.UU. y Noruega están ayudando a preservar los manuscritos, que según el presidente de la República de Sudáfrica, Thabo Mbeki, ayudarán "a restaurar el respeto hacia sí mismos, el orgullo, el honor y la dignidad de los pueblos de África".
El pueblo de Tombuctú, cuyas universidades fueron atendidas por 25.000 eruditos en el siglo XVI, pero cuyo lánguido estilo de vida ha sido arrastrado por la modernidad, tiene similares esperanzas. Un proverbio local afirma que "las naciones antaño formaron una sola línea y Tombuctú estaba al frente; pero Dios le dio la vuelta, y Tombuctú se encontró entonces a la cola."
Se exponen por vez primera en Johannesburgo los manuscritos del National Ahmed Baba Centre for Documentation and Research de Tombuctú (Malí), ciudad que antaño fue una importante encrucijada cultural que atrajo a eruditos de los más lejanos lugares del mundo africano y árabe.
Los documentos en la exposición incluyen una biografía del profeta Mahoma junto con tratados de música, astronomía, física y farmacia tradicional.
Hay más de 100.000 manuscritos conservados en cinco bibliotecas privadas o en poder de varias familias de Tombuctú. Solo algunos saben lo que contienen, pero tanto si conocen o no su contenido, los guardan celosamente como herencia de la familia.
Entre los textos hay contratos de compraventa de esclavos; del comercio del oro y de la sal; cartas y decretos que demuestran cómo los juristas musulmanes resolvían conflictos entre las familias y el Estado. Algunos de los manuscritos hablan de los derechos de las mujeres y de los niños.
La mayoría están escritos en árabe, aunque algunos utilizan la escritura árabe para transcribir las lenguas locales que no tenían alfabeto.
Muchos de los textos más antiguos datan del imperio de Songhay, un próspero reino que existió entre los siglos XV y XVI. Tombuctú, hace cinco o seis siglos, era una encrucijada importante para las caravanas del oro y de la sal que atravesaban el Sahara. El comercio de libros también prosperó y la mezquita Sankoré se convirtió en un centro de enseñanza, atrayendo a miles de estudiantes cada año. Algunos manuscritos dan testimonio de la presencia española en la curva del Níger. Las bibliotecas reúnen también manuscritos de Marruecos, Damasco y Egipto.
Ayudados por un clima generalmente árido, los habitantes de Tombuctú han conservado esta riqueza cultural durante siglos. Pero el tiempo está en su contra. El Sahara ha estado avanzando poco a poco hacia el sur y la arena está llenando las calles de la ciudad, contribuyendo al flooding en la breve estación de lluvias. El papel ácido y las tintas ferrosas introducidas en el siglo XIX se están quemando lentamente a través del contacto con otros manuscritos; y las termitas parecen estar por todas partes.
Los viajes de Mohamed Abana, un relato autobiográfico estremecedor del llamado "Patriarca de la Casa Vacía"
Han sido muchos años de espera, en ocasiones tensa. Hoy, es una realidad. El Fondo Kati comienza a estar al alcance del público gracias a la traducción y publicación de un conjunto de notas históricas que relatan la vida de Mohamed Abana, patriarca Quti del Siglo XIX responsable de la reunificación de la biblioteca familiar.
La traducción de estas notas históricas (obra de Ada Romero) esclarecerá la historia de la familia de los Banu al Quti y aportarán nuevos datos sobre la historia de Al-Andalus. Ismael Diadié Haidara introduce el texto histórico, aportando las necesarias claves espacio- temporales para su correcta comprensión.
Tombuctú es una ciudad (apodada «la de los 333 santos») cercana al río Níger , en la región del mismo nombre, en la República de Malí. Con sus 35.657 habitantes es la localidad más poblada de la región y la decimotercera ciudad del país.
Su situación geográfica hace de la ciudad un punto de encuentro entre África occidental y las poblaciones nómadas beréberes y los árabes del norte. Tiene una larga historia como puesto avanzado de comercio, e intersección de la ruta comercial transahariana de norte a sur.
Se hizo próspera por Mansa Musa, rey del Imperio de Malí quien se anexionó pacíficamente la ciudad en 1324.
Es el hogar de la prestigiosa Universidad de Sankore y de otras madrazas, y fue capital intelectual y espiritual y centro para la propagación del islam en toda África durante los siglos XV y XVI. Sus tres grandes mezquitas, Djingareyber, Sankore y Sidi Yahya, recuerdan la edad de oro de Tombuctú. Aunque continuamente restaurados, estos monumentos están hoy bajo la amenaza de la desertificación, ya que la ciudad está principalmente hecha de barro. Según algunos estudios, Tombuctú ha tenido una de las primeras universidades del mundo.Estudiosos locales y coleccionistas todavía cuentan con una impresionante colección de antiguos textos griegos de aquella época y en el siglo XIV fueron escritos y copiados importantes libros, estableciendo la ciudad como centro de una importante tradición escrita en África.
Es el hogar de la prestigiosa Universidad de Sankore y de otras madrazas, y fue capital intelectual y espiritual y centro para la propagación del islam en toda África durante los siglos XV y XVI. Sus tres grandes mezquitas, Djingareyber, Sankore y Sidi Yahya, recuerdan la edad de oro de Tombuctú. Aunque continuamente restaurados, estos monumentos están hoy bajo la amenaza de la desertificación, ya que la ciudad está principalmente hecha de barro. Según algunos estudios, Tombuctú ha tenido una de las primeras universidades del mundo.Estudiosos locales y coleccionistas todavía cuentan con una impresionante colección de antiguos textos griegos de aquella época y en el siglo XIV fueron escritos y copiados importantes libros, estableciendo la ciudad como centro de una importante tradición escrita en África.
Existen varias teorías para intentar explicar el origen del nombre de la ciudad. Por un lado, se cree que se compone de la unión de tin, que significa "lugar" y buktu, que es el nombre de una vieja mujer maliense conocida por su honestidad y que vivió en la región. Los tuareg y otros viajeros confiaban a esta mujer todas sus pertenencias que no tenían uso en su viaje de regreso al norte. Así, cuando éstos volvían a casa y les preguntaban dónde había dejado sus pertenencias, estos respondían que las habían dejado en Tin Buktu, esto es (el lugar donde vive Buktu).
Para Abderrahamne es-Saadi la ciudad recibe ese nombre debido a que, en sus orígenes, algún bien fue custodiado por un esclavo llamado Buctú, que significa "de Essuk" (una localidad del norte de Malí, a menudo referida por historiadores árabes como Tadmakka). Por tanto, en bereber significaría (el lugar de Buctú) Otra teoría de René Basset propone que proviene del idioma bereber antiguo, en el que buqt significa (lejos), así que Tin-Buqt significaría (un lugar lejano), como lejana es una localidad en el desierto del Sahara. Para otros, como el explorador alemán del siglo XIX Heinrich Barth, la segunda parte del nombre proviene de la palabra árabe nekba, que significa (duna) significando por tanto «lugar de dunas» o (depresión entre las dunas)
La ciudad fue fundada por los tuareg en torno al año 1100 por su proximidad al río Níger como un puesto de comercio, durante la dinastía Mandinga.Tombuctú era el punto de entrada al desierto del Sahara en la ruta transahariana de norte a sur; aquí se reunían los camelleros tuareg, quienes comerciaban con la sal que traían del Mediterráneo y la intercambiaban por oro, fruta y pescado con las tribus negras que poseían dichos bienes en abundancia. La procedencia del oro con el que comerciaban estas tribus era desconocida, y sumado al hecho que no se permitía la entrada a la ciudad a los no musulmanes, originó las más diversas leyendas sobre la ciudad. Un antiguo proverbio de Malí decía:
(El oro viene del sur, la sal del norte y el dinero del país del hombre blanco; pero los cuentos maravillosos y la palabra de Dios sólo se encuentran en Timbuctú)...Provervio maliense
Durante el siglo XIV se construyó la muralla actual y la primera mezquita. Tuvo su mayor esplendor durante el reinado de los Askia (1493-1591), con más de 100.000 habitantes de diversas etnias: bereberes, árabes, mauritanos, bambas y tuareg. Los habitantes estaban organizados en barriadas, donde se agrupaban, pero manteniendo activa la ciudad mediante el comercio.
Pero Tombuctú también fue famosa por su cultura, convirtiéndose en un centro de estudios islámicos, gracias a las diversas facultades de su universidad. Cuando la prohibición a los no musulmanes fue levantada, durante la época francesa, llegaron a su Universidad letrados y científicos de distintos lugares, españoles, egipcios, persas y de todo el Magreb.
En 1312, Mansa Musa se convirtió en el rey del Imperio de Malí, y fue él quien convirtió a Tombuctú en un importante centro comercial y en un gran centro de estudios islámicos. Entonces, el imperio controlaba gran parte de las rutas comerciales entre el oro del sur y la sal del norte; 12 años después se anexionó la ciudad y la potenció como punto de unión de estas rutas comerciales.11 Mansa Musa fue un devoto musulmán, interesado en expandir la influencia del islam. En sus primeros años como rey, envió a ciudadanos malienses a estudiar en las universidades marroquíes; al final de su reinado estos ciudadanos volvieron y establecieron sus propios centros de estudio en la ciudad.Como musulmán, ordenó la construcción de grandes mezquitas (entre ellas la mezquita de Djingareyber en Tombuctú, por el arquitecto granadino Abu Haq Es Saheli en 132612 ), bibliotecas y madrazas. Aunque el imperio malí perdió el control sobre la región en el siglo XV, la ciudad permaneció como el mayor centro islámico del áfrica subsahariana.
Si bien bajo el control de Mansa Musa la ciudad prosperó, la edad dorada de Tombuctú llegó bajo el dominio del Imperio songhay; la ciudad fue conquistada por las tropas enviadas por el rey Sonni Alí Ber en 1468. Pese a que era musulmán, no era muy popular, así que fue derrocado por Askia Mohamed, un devoto musulmán que utilizó a los estudiantes como asesores legales sobre cuestiones éticas. Bajo su reinado, la religión y el estudio ocuparon de nuevo un lugar principal en el imperio Songhay.Estudiantes de todo el mundo islámico acudieron a la Universidad de Sankore (una de las primeras de África) y a las 180 madrazas con las que contaba la ciudad, donde se enseñaba teología, ley islámica y literatura. Unos 25.000 alumnos estudiaron un riguroso programa académico.
En 1591, tropas mandadas por el sultán de Marruecos conquistaron la ciudad y otras poblaciones de la zona. La expedición estaba formada en gran medida por moriscos, al mando de los cuales se encontraba un morisco castellano conocido como Yuder Pachá; la mayor parte de estos soldados se quedaron en Tombuctú y se fundieron con la población local.13 El dominio marroquí duró casi doscientos años, al cabo de los cuales los sultanes perdieron interés por la ciudad dado que no habían llegado a controlar las minas de oro y que resultaba demasiado caro mantener el poder nominal sobre la misma y sobre la región en general.
Durante siglos la entrada a la ciudad estuvo vedada a no musulmanes. El primer europeo que entró en la ciudad fue León el Africano, un musulmán granadino que estuvo en ella en la primera mitad del siglo XVI acompañando a su tío en un viaje diplomático. El primer europeo no musulmán en entrar en Timbuctú fue el explorador escocés Alexander Gordon Laing, que salió de Trípoli en febrero de 1825 con la intención de estudiar la cuenca del río Níger. Llegó a Timbuctú en agosto de 1826 y fue obligado a marchar pocas semanas después, aunque no llegó muy lejos, pues fue asesinado en el desierto. Poco después, en 1827, visitó la ciudad el francés René Caillié, que llegó navegando por el río Níger disfrazado de musulmán. Permaneció en ella dos semanas, tomando notas que luego publicaría en su libro «Journal d'un voyage à Tombouctou» («Diario de un viaje a Timbuctú»), en el año 1830, de vuelta ya en Francia. Se convirtió así en el primer europeo en volver de Timbuctú para contarlo, aunque falleció pocos años después debido a una enfermedad contraída en África. Años antes había estado el marinero francés Paul Jubert, quien llegó a la ciudad tras sufrir un naufragio frente a las costas de Marruecos y Senegal, siendo hecho prisionero y conducido a Timbuctú, donde fue vendido como esclavo; nunca recuperó su libertad y falleció al cabo de algunos años en Marruecos como cautivo. En 1893 la ciudad cae bajo la dominación colonial francesa, no sin la resistencia de los Tuareg, que sufrieron grandes bajas. La ocupación francesa se mantuvo hasta 1960, cuando el Sudán francés se independizó con el nombre de Malí.
La ciudad de Tombuctú, pese a su historia, se enfrenta a diversos problemas de carácter natural y económico. En primer lugar, la situación de la ciudad, muy próxima al desierto, la convierte en objeto de fuertes tormentas de arena. Debido, también, a su proximidad al río Níger, Tombuctú sufre las crecidas del río que dejan a la ciudad completamente aislada. Cuando esto ocurre, tan sólo se puede acceder a ella o abandonarla por medio del transporte marítimo o cruzando el desierto.
Esto entre otras muchas circunstancias hace que Tombuctú permanezca en el olvido.
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