Luis XIV de Francia
EL ESTADO SOY YO....
Traspasado de glorias y catástrofes, los excesos del
reinado de Luis XIV, sobre todo en lo que a la guerra se refiere, fueron
terribles. Sin embargo, a pesar de las dificultades y de los errores y
del éxito relativo de la política de prestigio, Francia consiguió
ponerse a la cabeza de las naciones europeas. El resultado más duradero
del reinado fue el desarrollo del absolutismo administrativo. El estado
obtuvo un poder de intervención, de decisión y de iniciativa que sometía
con progresiva eficacia a todos los súbditos a una autoridad ejercida
en nombre del rey, pero que partía en realidad del Consejo y de sus
ministerios y que los intendentes aplicaban en las provincias. Las
instituciones provinciales y municipales perdieron gran parte de su
autonomía en beneficio del centralismo monárquico.
Luis XIV de Francia
Luis
XIV asimiló de los ideólogos de la monarquía absoluta, como Bossuet, la
concepción divina del poder regio. El rey se consideraba el ejecutor de
la voluntad de Dios en la tierra. Profundamente empapado de estas
convicciones y habiendo asumido los deberes que implicaban, Luis XIV se
esforzó con denuedo por extender su poder a todos los confines de su
reino y de dotarse de un halo de gloria que elevase su majestad hasta el
cielo. Fue un trabajador incansable, lo que le permitió imponer un
control hasta entonces inusitado sobre la vida política y administrativa
del reino, sobre la sociedad, la cultura y la religión. En lo exterior
aprovechó sagazmente la debilidad de la Casa de Austria, en franco
declive a fines del siglo XVII. Ello le permitió difundir con éxito por
Europa la idea de que Francia era la nueva gran potencia mundial, guiada
por una dinastía que él hacía remontarse falazmente hasta Carlomagno.
Su audacia al proclamarse el monarca más poderoso con una ostentación
ofensiva para el resto de monarquías, y la alarma que sus ambiciones
despertaban en el resto de las potencias, acabarían desbaratando los
sueños de gloria del Rey Sol.
Símbolos de la
monarquía absolutista de Luis XIV son el inusitado esplendor de la vida
cortesana y la magnificencia de Versalles. El rey organizó un culto
cortesano a su persona, como método de proclamación pública de su
grandeza. Para Luis XIV las fiestas y ceremoniales eran parte central de
los asuntos de Estado y escribió: "al pueblo le gusta el espectáculo.
Por él conservamos su espíritu y su corazón". En el ritual de la corte, a
menudo el rey aparecía disfrazado de sus personajes favoritos: Marte,
Apolo, el Sol... Esta ostentación era, más allá del derroche, un sistema
eficaz de domesticación de la nobleza. El rey invitaba a los nobles a
vivir en la corte, seduciéndolos con la posibilidad de obtener mercedes y
de disfrutar de los placeres cortesanos, empujándoles a malgastar sus
herencias en gastos suntuarios, lo que hacía que dependieran cada vez
más de la privanza regia. Fue necesario ampliar los órganos domésticos
de la corte para dar cabida a los aristócratas que buscaban mantenerse
en el círculo cortesano. Los nobles fueron desposeídos del poder
político a cambio de las añagazas del culto monárquico.
Bajo
su férula, Francia alcanzó cotas desconocidas hasta entonces. Sustituyó
a Italia en la vanguardia de la creación artística gracias al impulso
dado a las artes desde la época de Luis XIII y Richelieu. Luis XIV llevó
el arte francés a su cenit: Corneille, Racine y Molière en el drama, Le
Brun y Mignard en la pintura, Le Vau y Hardouin-Mansart en la
arquitectura. A semejanza de la Academia francesa, que velaba por la
pureza de la lengua, fueron creadas otras academias: la de las
Inscripciones o Pequeña Academia (1663), dedicada a las medallas y a las
inscripciones epigráficas; la de Pintura y Escultura (1664), la de
Ciencias (1666) y la de Arquitectura (1671). La gloria personal del
monarca fue fuente inagotable de inspiración para los artistas. Luis XIV
se convirtió en Apolo o en Alejandro Magno en las obras de Le Brun,
como encarnación de la majestad legendaria. Fue esta la época la
creación de un estilo verdaderamente francés, el clasicismo, surgido de
la transformación del arte italiano penetrado de los ideales del
despotismo monárquico.
Junto a Colbert en la Academia de Ciencias
Medio
siglo después de la muerte de Luis XIV, Voltaire se confesaba fascinado
por la voluntad de poder y el sentido de la majestad de este soberano.
Al filósofo ilustrado se debe la famosa locución "el Siglo de Luis XIV",
utilizada de forma recurrente para denominar la época del absolutismo
monárquico. Para la historiografía heredera de la Revolución de 1789,
sin embargo, Luis XIV se convirtió en el símbolo del despotismo salvaje y
militarista.
El absolutismo monárquico
La
muerte de Mazarino en marzo de 1661 llevó a Luis XIV a asumir
personalmente las riendas del poder. Contaba por entonces veintidós años
y su voluntad de ejercer de forma directa el gobierno del Estado dejó a
la corte asombrada. El rey escribió en sus Memorias para la instrucción del Delfín
que su oficio era el más "noble, grande y delicioso", y se resolvió a
desempeñarlo sin la mediación de los ya tradicionales validos.
La
reforma de la administración central emprendida por Luis XIV obedeció a
su voluntad personal de concentrar en torno a sí y a sus escasos
colaboradores de confianza las funciones supremas de gobierno. El rey
heredó de Mazarino a sus principales ministros: Michel Le Tellier, Jean
Baptiste Colbert, Hugues de Lionne y Nicolás Fouquet, que en su mayoría
se mantuvieron en sus cargos durante muchos años. En el transcurso de su
largo reinado, Luis XIV nunca nombró un primer ministro.
Las
decisiones del rey tenían fuerza de ley; eran la ley misma, en virtud
de un absolutismo regio que se convirtió en paradigmático, elaborado a
un tiempo a partir de la tradición feudal y del derecho romano. Luis XIV
recortó el poder de los cargos tradicionales de la monarquía, como el
de canciller o el de condestable; mantuvo alejada del poder a la nobleza
de sangre y favoreció el ascenso de los funcionarios plebeyos y de la
nobleza nueva salida de las filas de la burguesía, ganándose, de este
modo, su fidelidad. Al final de su vida, el propio rey explicaba así
esta política a su nieto y heredero: "no me interesaba tomar a hombres
de posición más eminente. Ante todo, era preciso establecer mi propia
reputación y dar a conocer al pueblo que, precisamente por el rango que
poseían, no era mi intención compartir mi autoridad con ellos. Lo que me
importaba era que no concibiesen mayores esperanzas que las que yo
quisiera darles, lo que resulta difícil para personas de alta cuna". Los
funcionarios fieles al rey crearon auténticas dinastías de burócratas
que se perpetuaron en los puestos de las secretarías de estado.
Durante
los primeros veinte años del reinado la corte fue itinerante, ya que el
rey conservaba su temor juvenil a los tumultos de París. La mayor parte
del año el monarca vivía alejado de la capital, entre los palacios de
Fontainebleau, Saint-Germain o Chambord. Finalmente ordenó la
construcción de un gigantesco palacio en Versalles, junto a París, que
habría de convertirse en el símbolo por antonomasia de su grandeza y en
el más acabado ejemplo del nuevo lenguaje estético vinculado
ideológicamente al absolutismo monárquico.
El palacio de Versalles
En
Versalles se instalaron los servicios ministeriales y la casa del rey.
La corte se trasladó al nuevo palacio en 1682, aunque las obras no se
dieron por concluidas hasta el final del reinado. El primer proyecto
arquitectónico correspondió a Le Vau y fue completado posteriormente por
Hardouin-Mansart, autor de los célebres jardines. El rey supervisó
personalmente la construcción del palacio, dejando su huella personal en
las soluciones arquitectónicas de la obra más importante del clasicismo
francés. Luis XIV estableció así un verdadero despotismo estético en el
que plasmó, junto a su afición al arte italiano, las concepciones
ideológicas de la monarquía de derecho divino.
Luis
XIV convirtió a los consejos en verdaderos ministerios administrativos.
El Conseil d'en Haut o Consejo Supremo fue el principal órgano de
gobierno. De él quedaron excluidos los príncipes de sangre e incluso la
propia reina madre. Creó organismos nuevos para una monarquía que cada
vez más era una máquina burocrática: el Conseil de Dépêches para las
relaciones con las provincias, el Conseil des Finances, el Conseil de
Justice o la inspección general de hacienda. Para garantizar el orden
interno y el cumplimiento de la voluntad regia, Luis XIV fortaleció un
eficacísimo cuerpo de intendentes, verdadero instrumento de represión de
la monarquía. Conseguir la obediencia a la autoridad monárquica en el
interior y asegurar la hegemonía y reputación francesas en el exterior
fueron las reglas esenciales de la política del Rey Sol.
La administración
Colbert,
antiguo intendente de Mazarino y hombre de gran inteligencia política,
fue su principal consejero durante buena parte del reinado. Nombrado
controlador general de finanzas, se encargó de la reorganización del
Consejo de Hacienda y recibió las secretarías de estado de la Marina y
de la Casa del Rey. De él dependían los intendentes de provincias, el
comercio, la navegación, las aguas y bosques y las colonias
ultramarinas. Para evitar la concentración de poder en manos de Colbert,
Luis XIV entregó los ministerios del ejército de tierra y de política
exterior a otros consejeros.
Jean-Baptiste Colbert
La
reforma fiscal impulsada por Colbert en los primeros años del reinado
resultó infructuosa, al negarse el rey a sacrificar su política de
prestigio con el fin de sanear la hacienda. El ministro quiso emprender
una modernización de las estructuras económicas de Francia aplicando
novedosos principios mercantilistas: creó las manufacturas del Estado,
entregó privilegios a las empresas privadas, mejoró la administración de
los bosques, impulsó la construcción de navíos de guerra para la
protección de la flota mercante y de las costas y fomentó la creación de
compañías comerciales para las Antillas, el golfo de Guinea y el
Báltico. La mayor parte de estas medidas fracasaron por aplicarse en un
contexto económico internacional poco propicio y por chocar con la
concepción tradicional que de las prioridades del estado profesaba el
soberano francés. Francia, sin embargo, era la potencia más rica de
Europa.
La política colbertista tuvo mayores éxitos
en el ámbito interno. La preservación de la obediencia a la monarquía
significaba la presencia continua de agentes del poder central
(oficiales e intendentes) en todas las regiones del reino. Gracias al
eficaz funcionamiento del sistema de intendencias, se impuso un
inusitado control del orden público ejercido por el estado central, lo
que conllevó un retroceso importante de la libertad privada y de las
corporaciones públicas tradicionales. Ello se tradujo en un
reforzamiento del carácter administrativo de la monarquía.
Política religiosa
La
suntuosidad de la corte enmascaraba las graves dificultades del
gobierno interior, particularmente en materia religiosa. La unidad de la
fe en torno a la iglesia católica representaba un papel esencial en la
política centralizadora del reino, como garantía de orden y de
estabilidad social, según la concepción de Luis XIV. Aunque cercano a la
Santa Sede, el rey deseaba consolidar la independencia tradicional del
galicanismo monárquico.
La extensión a todos los
obispados de un derecho que reservaba a la monarquía la provisión de
beneficios en ciertas diócesis suscitó un grave conflicto con el papado,
al tiempo que levantaba la resistencia de los obispos de tendencia
jansenista. El rey exigió a la asamblea extraordinaria del clero
convocada para tal fin que recogiera sistematizada y ampliada la
doctrina galicana para hacer frente a las pretensiones papales. De dicha
asamblea surgió la llamada Declaración de los Cuatro Artículos de 1682, condenada por Inocencio XI y sus sucesores y que Luis XIV hizo enseñar en los seminarios.
La
unidad religiosa significaba además un nuevo conflicto con los
protestantes. En los primeros años de su gobierno, Luis XIV mantuvo en
vigor el Edicto de Nantes que regulaba desde 1598 la situación de los
protestantes en el interior del reino. Pero desde 1669 se dictaron
sucesivas medidas que restringían la libertad religiosa y se cumplieron a
rajatabla las cláusulas del Edicto de Nantes en cuanto a la limitación
de las actividades culturales de los protestantes. Al parecer, tras este
repentino celo religioso del rey se encontraba su política de
prestigio, que le impulsaba a convertirse en adalid del cristianismo
europeo, en competencia con el emperador alemán, vencedor reciente de
los turcos.
Entre 1679 y 1685 se hizo pública una
serie de edictos que liquidaron las garantías legales del Edicto de
Nantes y desencadenaron la represión militar contra los hugonotes. En
1685, por el Edicto de Fontainebleau, quedaron definitivamente revocadas
las disposiciones de Nantes. Las consecuencias de esta decisión fueron
desastrosas: la elite social de los protestantes emprendió el camino del
exilio, llevando consigo sus fortunas y sus conocimientos técnicos a
sus países de acogida, Brandeburgo y las Provincias Unidas, mientras que
los países protestantes denunciaban violentamente la tiranía de Luis
XIV.
Jacques Bénigne Bossuet
En
otro frente de acción, el rey emprendió la persecución del jansenismo.
La moral austera y la práctica de rigor religioso preconizadas por esta
doctrina habían alcanzado gran difusión en el reino gracias a las obras
de los escritores piadosos, como Pasquier Quesnel, que criticaban
duramente el absolutismo regio. A su subida al trono, Luis XIV asumió la
bula papal de 1653 que declaraba herética la doctrina jansenista. A
fines del reinado la persecución se recrudeció y el rey pidió al Papa la
promulgación de la bula Unigenitus, que condenaba las doctrinas
del padre Quesnel. Las monjas de los conventos jansenistas parisienses
se resistieron enconadamente a la disolución de sus comunidades, hasta
que en 1709 se eliminaron violentamente los últimos rescoldos
jansenistas de la capital. La ofensiva contra la moral jansenista estuvo
dirigida por obispos muy próximos a la monarquía: Bossuet y Fénelon,
quienes también erigieron en sus escritos una doctrina de carácter
místico, el quietismo, que recibió el apoyo regio.
La política exterior
Ha
sido materia de controversia historiográfica la cuestión de si Luis XIV
siguió desde el inicio de su reinado un programa preestablecido en su
política exterior. Según algunos autores, ésta estaría marcada por dos
objetivos precisos: el establecimiento definitivo de las fronteras del
reino y la sucesión al trono español tras la muerte de Carlos II. Ambos
objetivos apuntarían a la consecución de la hegemonía europea para
Francia.
En el caso de la sucesión al trono español,
Luis XIV comenzó reclamando los derechos de su esposa, la infanta
española María Teresa, cuya dote matrimonial nunca fue pagada. Las
capitulaciones matrimoniales establecían que, a cambio de dicha dote, la
infanta renunciaría a todos sus derechos sobre el imperio español.
Desde la muerte de Felipe IV, en 1665, Luis XIV buscaría compensaciones
territoriales pretextando estos derechos. El enfrentamiento con España
se hizo inevitable dadas las continuas violaciones territoriales
cometidas contra los dominios hispánicos.
Luis XIV y Felipe V sellan el
tratado de los Pirineos (1659)
En
lo que respecta a las fronteras, su configuración era muy vaga, incluso
después de los acuerdos territoriales de las paces de Westfalia y los
Pirineos. Luis XIV ambicionaba extender su reino hasta lo que
consideraba sus "fronteras naturales", es decir, a lo largo de todo el
cauce del Rin por el este y hasta las costas flamencas por el norte; se
trataba de devolver a Francia los límites de la antigua Galia. Aunque el
rey persiguió ambas metas durante su reinado, no cabe afirmar que su
política exterior siguiera líneas de actuación precisas. Su mayor
preocupación era sin duda su propia gloria, que identificaba con la de
Francia, de acuerdo con la célebre sentencia que comúnmente se le
atribuye: "el Estado soy yo". Aunque Luis XIV nunca dijera tal cosa, la
frase resume fielmente sus ideario.
La política de
prestigio exterior implicaba el fortalecimiento del ejército. La guerra
fue el recurso predilecto de Luis XIV para imponer sus pretensiones de
hegemonía y el ejército un instrumento imprescindible de su política. El
rey encomendó su administración y reforma a uno de sus más leales
colaboradores, Michel Le Tellier, al que más tarde sustituiría su hijo
Louvois. Le Tellier introdujo mejoras en el armamento de infantería y
caballería, en el empleo de la artillería y en el aprovisionamiento de
las fortalezas. El ejército se convirtió en un arma al servicio de la
monarquía y se eliminaron en parte los lastres feudales que lo
entorpecían. A su cabeza, Luis XIV mantuvo a los generales del final del
reinado de su padre, Turenne y Condé, hombres de probada pericia
militar.
Michel Le Tellier
Hacia
1667 el ejército francés, con unos 72.000 hombres, era, tanto en número
de efectivos como en capacidad ofensiva, superior al resto de los
ejércitos europeos. Las sucesivas contiendas sirvieron para poner a
prueba las reformas introducidas y para emprender otras nuevas. Al
tiempo que se perfeccionaba el ejército de tierra, Colbert y
posteriormente su hijo, Seignelay, dotaron a Francia de una poderosa
marina, con la construcción sistemática de navíos de calidad en los
arsenales de Brest y de Toulon. El ingeniero Vauban introdujo en las
villas fronterizas y en los puertos un nuevo sistema de fortificaciones
que convirtieron a Francia en un territorio casi inexpugnable. El
permanente estado de guerra obligó a incrementar continuamente los
efectivos militares, recurriendo a las levas forzosas, muy impopulares
entre la población. Aunque subsistieron muchos de sus antiguos vicios,
el ejército de Luis XIV fue el más eficaz de su tiempo.
Las contiendas europeas
La
primera fase del reinado, entre 1661 y 1679, se caracterizó por los
éxitos en la política exterior, desarrollada en el sentido de la
tradicional rivalidad hispano-francesa. Cuando en 1661 Luis XIV se hizo
cargo del gobierno, Francia contaba con la alianza exterior de Suecia,
Inglaterra y las Provincias Unidas. Como soberano francés se había
convertido en el garante de los tratados de Westfalia y en protector de
la Liga del Rin, alianza interna de varios príncipes imperiales.
Disponía por ello de una poderosa clientela en Alemania. Esta situación
le permitió emprender su ofensiva contra el imperio español.
A
la muerte de Felipe IV, Luis XIV reclamó los Países Bajos españoles
como parte de la herencia de su esposa María Teresa, iniciando en 1667
una guerra en la que se invocó el "derecho de devolución", por lo que se
conoce al conflicto como Guerra de Devolución. Luis XIV tomó posesión
de once villas fronterizas del norte, entre ellas Lille. El rey
pretendía aislar a España con la formación de una triple alianza con
Suecia, las Provincias Unidas e Inglaterra, asegurándose la neutralidad
del Imperio. Pero por razones religiosas, políticas y, sobre todo,
económicas, la rivalidad con las Provincias Unidas era difícil de
superar. La guerra concluyó con la paz de Aquisgrán de 1668. La paz fue
fruto de las presiones de Inglaterra y Holanda, alarmadas por los
triunfos franceses a pesar del aislamiento internacional en que Luis XIV
había conseguido colocar a España. Los acuerdos entregaron a Francia
parte de Flandes y devolvieron momentáneamente a España el Franco
Condado, conquistado durante la guerra.
Tras cuatro
años de preparación diplomática, en 1672, Luis XIV abrió finalmente una
ofensiva armada contra las Provincias Unidas. En pocas semanas el avance
del ejército francés obligó a los flamencos a pedir la paz. Las
condiciones impuestas por Francia eran tan duras que provocaron una
revuelta en La Haya, la caída del gobierno republicano de Jan de Witt y
la llegada al poder del statúder Guillermo de Orange, que habría de
convertirse en uno de los más acendrados enemigos de Luis XIV: además de
interesarle sobremanera eliminar la hegemonía francesa, Guillermo
encarnaría en su persona una monarquía parlamentaria en lo político y de
ideas tolerantes en lo cultural-religioso, diametralmente antagónicas
con el absolutismo e intransigencia de Luis XIV.
Luis XIV ante Maastricht (Pierre Mignard, 1673)
Se
formó entonces una coalición entre las Provincias Unidas, España, el
Emperador y el duque de Lorena. El teatro de operaciones se trasladó
desde las Provincias Unidas a los Países Bajos españoles, el Franco
Condado y Alsacia. La novedad fue el desarrollo de la marina francesa,
con la guerra de escuadras y la de corso. Las flotas española y flamenca
sufrieron graves reveses en el Mediterráneo, junto a Sicilia, ocupada
por tropas francesas.
La guerra concluyó con la paz
de Nimega, que garantizó a Francia grandes ventajas territoriales. Luis
XIV obtuvo el Franco Condado, numerosas plazas en Hainaut, en Flandes
marítimo y en Artois, lo que dio un trazo continuo a la frontera noreste
de Francia. En Lorena, Nancy fue entregada a dominio francés y la
región de Alsacia quedó sometida a su administración directa. Se
estableció un tratado comercial con las Provincias Unidas que favorecía
la competencia del mercado francés. Sin embargo, a la paz siguieron las
anexiones violentas de territorios por parte de Francia, que invocaba
los derechos proclamados por las cámaras de reunión creadas con este
fin, y se aconsejaba la anexión de Estrasburgo y Alsacia, así como
numerosas plazas españolas. Aislada de nuevo, España se lanzó a la
guerra (1683-1684), que terminaría con la pérdida de parte de Luxemburgo
y otras plazas fronterizas, como Casal, en la tregua de Ratisbona.
La guerra de la Liga de Augsburgo
Tras
el primer período de éxitos internacionales, suele señalarse en el
reinado de Luis XIV una larga época de declive que se prolongó hasta la
muerte del rey en 1715. En este período se desarrollaron las dos grandes
guerras de coalición que habrían de poner en cuestión la hegemonía
francesa en el continente: la de la Liga de Augsburgo o de los Nueve
Años (1688-1697) y la de Sucesión al trono de España (1700-1713). Dos
conflictos de larga duración que coincidieron con momentos de crisis
económica (las hambrunas de 1693 y 1709) y produjeron reveses militares
insólitos hasta entonces.
Después de 1684, el
triunfo de Francia alarmó al resto de la potencias y particularmente a
los príncipes alemanes, decididos a mantener los acuerdos de Westfalia.
Comenzaron a trazarse alianzas defensivas. El prestigio francés había
sufrido un duro revés cuando el emperador alemán Leopoldo venció a los
turcos que amenazaban Viena, convirtiéndose así en el nuevo salvador de
la cristiandad occidental. El papa Inocencio XI había lanzado un
llamamiento al soberano francés para que se uniera a la gran alianza de
polacos, alemanes e italianos y dirigiera, como príncipe más poderoso de
Europa, los ejércitos de esta nueva cruzada. Luis XIV rechazó el
ofrecimiento, calculando una sonada derrota de las fuerzas aliadas que
serviría para debilitar el prestigio militar del Imperio. Sin embargo,
las tropas aliadas derrotaron a los turcos y la gloria de Luis XIV quedó
momentáneamente empañada por este asunto.
La
impaciencia de Luis XIV por transformar en acuerdos territoriales
definitivos lo pactado en las treguas de Ratisbona y su temor a que el
Imperio se volviera contra Francia después de concluida la guerra contra
los turcos provocaron el estallido de una guerra generalizada en el
continente en 1688. Al tiempo que aumentaba la hostilidad con los
principados alemanes, se deterioraban las relaciones con Inglaterra. La
rivalidad económica y colonial de ambas naciones hacía imposible una
alianza efectiva. El progreso de la colonización francesa en América y
especialmente en Canadá, la competencia del comercio en las islas y los
nuevos establecimientos comerciales franceses en la India hicieron
apartarse a Inglaterra de la tradicional alianza con Francia, mantenida
durante el período de los Estuardo.
El ejército de Luis XIV cruzando el Rin,
de Joseph Parrocel
El
25 de septiembre de 1688, Luis XIV lanzó una manifiesto exigiendo la
transformación de las treguas en un tratado definitivo en el plazo de
dos meses, al tiempo que ordenaba la invasión y devastación del
Palatinado. Ello provocó la unión de Europa contra Francia. El promotor
de la alianza fue el statúder flamenco Guillermo de Orange, quien había
suscitado contra su suegro, Jacobo II de Inglaterra, la revolución
inglesa de 1688 y se había hecho reconocer rey asociado a su esposa
María II. Junto a Inglaterra y las Provincias Unidas, se unieron a la
coalición el emperador, España y Saboya.
La guerra
fue larga, y obtuvieron los mayores triunfos los franceses (Fleurus,
1690; Steinkerque, 1692; Neerwinden, 1693), aunque no faltaron derrotas
como las de Boyne en 1690 y la batalla naval de la Hogue en 1692, que
arruinó la flota francesa. Bruselas fue terriblemente bombardeada en
1695. La paz de Turín (1696) con el duque de Saboya permitió a Luis XIV
la ofensiva contra los dominios españoles; amenazó Bruselas y tomó
Barcelona en 1697. Con anterioridad el ejército francés, dirigido por
Vandôme, había conquistado Ripoll, Rosas y Palamós. En 1697 Cartagena de
Indias fue conquistada por Pointis.
El agotamiento
de Francia, pese a sus victorias, la imposibilidad de infligir una
derrota definitiva de los aliados y el problema de la sucesión española
forzaron a Luis XIV a firmar una paz desventajosa en Ryswick (1697).
Francia entregó las conquistas obtenidas durante la guerra, pero
conservó Estrasburgo, plaza clave para la defensa de los Países Bajos
españoles, y obtuvo el rico valle del Sarre. Reconoció a Guillermo de
Orange como rey de Inglaterra y evacuó las fortalezas tomadas en los
Países Bajos.
La guerra de Sucesión
En
1668, Luis XIV había sellado un acuerdo secreto con el emperador
Leopoldo I que preveía el futuro reparto de la monarquía española en el
caso probable de que Carlos II muriera sin descendencia. El emperador
recibiría el conjunto de la monarquía; el Franco Condado, los Países
Bajos, Navarra, Rosas, Nápoles, Sicilia, las plazas de Marruecos y
Filipinas serían entregadas a Francia.
A la muerte
sin herederos del rey español en 1700, quedó abierta la sucesión de su
trono. El acceso a la corona española resolvería la cuestión de la
hegemonía sobre Europa, que podía recaer tanto en Francia como en el
Imperio. Pocos estados europeos eran favorables al establecimiento de
una nueva hegemonía territorial, por lo que las monarquías candidatas a
repartirse el botín español trazaron los acuerdos de 1698 y 1700 sobre
la partición de la herencia de los Austrias españoles.
Finalmente,
el Consejo de Estado español decidió que Luis XIV era el único que
podía garantizar la integridad territorial de la monarquía española y
entregó la sucesión a Felipe de Anjou, nieto del soberano francés, con
la condición de que las coronas francesa y española no llegaran nunca
unirse. El testamento de Carlos II fue impugnado por el emperador, que
defendía los derechos de sucesión del archiduque Carlos de Austria. Luis
XIV pidió opinión a su Consejo y a Madame de Maintenon antes de decidir
si aceptaba o no el testamento del difunto Carlos. Se corría el riesgo
de una guerra con el emperador, fortalecido tras la firma de un acuerdo
de paz con los turcos. Por otra parte, Inglaterra podría volver a la
alianza francesa si Luis XIV renunciaba a cualquier ventaja territorial
en España.
Sin embargo, la herencia de la monarquía
española era un suculento bocado, principalmente por las posibilidades
que ofrecía al comercio en el Atlántico. La seguridad de que el imperio
español quedaría sometido a la influencia francesa con la entronización
de los Borbones, lo que garantizaría la hegemonía francesa en el
continente, desplazó en la voluntad de Luis XIV la conveniencia de
evitar una guerra que sería, sin duda, larga y costosa. El rey aceptó la
sucesión de Felipe de Anjou, violando las cláusulas del testamento de
Carlos II al declararle también heredero al trono de Francia, al tiempo
que procedía a ocupar los Países Bajos.
Guillermo III de Inglaterra
El
resto de las potencias se alinearon para evitar la hegemonía francesa.
Guillermo III de Inglaterra concluyó, antes de su muerte, la Gran
Alianza de La Haya con Anthonius Heinsius, gran pensionario de Holanda, y
el emperador Leopoldo I. Posteriormente se adhirieron a ella Saboya y
Portugal. Al frente de la coalición, jefes militares de gran
experiencia: el propio Heinsius, el príncipe Eugenio de Saboya, vencedor
de los turcos, y Marlborough, prestigioso general y hábil diplomático.
Sin embargo, Francia podía contar con el apoyo de España y de los
príncipes electores de Colonia y Baviera.
Luis XIV
trató de tomar Viena, atacando desde Italia y el valle del Danubio, sin
éxito. Las tropas francesas vencieron a los aliados en Höchstädt en
1703, pero al año siguiente y en el mismo lugar, el ejército
franco-bávaro sufrió una gran derrota de manos de Marlborough y del
príncipe de Saboya. Desde entonces se sucedieron los reveses para
Francia: se perdieron Bélgica y muchas de las ciudades de la frontera
norte, así como el Milanesado, mientras Nápoles caía en manos del
archiduque Carlos, reconocido como rey de España por los aliados e
instalado en Barcelona.
En primavera de 1709 Luis
XIV se resignó a pedir la paz, ofreciendo la renuncia a Lille y a
Estrasburgo. Pero las exigencias de los aliados resultaron demasiado
deshonrosas para el Rey Sol, que decidió continuar la guerra. La batalla
de Malplaquet tuvo resultados indecisos. En 1710 volvieron a entablarse
negociaciones de paz de las que no salieron acuerdos definitivos. La
continuación de la lucha fue ventajosa para Francia: en España Vendôme
consiguió la victoria de Villaviciosa (1710) y Villars arrebató al
príncipe de Saboya la ruta de París en Denain (1712).
Sin
embargo, la resolución del conflicto se produjo más por la aparición de
una nueva coyuntura política que por la fuerza de las armas. En 1711,
la elección del arquiduque Carlos como emperador despertó en Inglaterra
el temor a una nueva hegemonía de los Habsburgo si éstos obtenían el
trono de España. La paz separada y la obtención de acuerdos comerciales
pareció preferible. En Utrecht, en 1713, la monarquía española fue
repartida: Felipe de Borbón se sentaría en el trono español como Felipe V
y obtendría el dominio de las colonias, mientras que los ingleses
conseguían idénticos privilegios comerciales a los acordados con Francia
y el derecho a la ocupación de Gibraltar. Luis XIV renunciaba a
Terranova, Acadia y las fortificaciones de Dunkerque. La paz se concluyó
de forma definitiva en Rastadt al año siguiente. Francia recuperó
Estrasburgo y obtuvo Landau. A cambio, tuvo que renunciar a la unión
dinástica de Francia y España.
La guerra de sucesión
debilitó enormemente a Luis XIV. Los acuerdos de paz constituyeron una
renuncia a la política preconizada por Luis XIV, consistente en alcanzar
las fronteras naturales de Francia (el Rin, los Pirineos y los Alpes).
Sólo en parte se consiguió, ya que los Países Bajos y Renania escaparon
al dominio francés. La hegemonía europea de Francia quedó así frustrada
por las guerras de coalición. La nueva alianza entre Francia e
Inglaterra, la dos potencias europeas, podía garantizar una paz duradera
y neutralizar el poder de las dos regiones en las que por tanto tiempo
se había hecho la guerra: el Imperio e Italia. A la muerte del rey en
1715, a la hegemonía francesa sucedió el equilibrio europeo iniciado ya
en la paz de Westfalia.
La economía
Uno
de los objetivos prioritarios de Luis XIV fue el saneamiento y
enriquecimiento de la hacienda regia. Su ministro de finanzas, Jean
Baptiste Colbert, tradujo este objetivo en un mercantilismo de corte
imperialista que dejaba de lado el progreso agrícola e incentivaba ante
todo la producción manufacturera y el tráfico mercantil. El propio rey
no centraba sus intereses en la prosperidad económica del país sino en
su propio engrandecimiento, por lo que muy a menudo los proyectos
económicos del ministro fueron supeditados a los grandiosos sueños del
monarca. La política de prestigio desarrollada por éste era enormemente
gravosa para las arcas de la monarquía y, a pesar del programa
colbertiano y de la aplicación de numerosas ordenanzas arancelarias y
monetarias, los ingresos de la hacienda se mostraron del todo
insuficientes para sufragar las ambiciones del rey. Las compañías
mercantiles y las empresas manufactureras financiadas por el estado
fueron desapareciendo progresivamente.
El gran
esfuerzo económico que requirió el continuo estado de guerra obligó a la
monarquía a buscar nuevas fuentes de ingresos. Durante la guerra de la
liga de Augsburgo, la falta de liquidez impulsó a uno de los sucesores
de Colbert, el conde de Pontchartrain, a efectuar diversas
manipulaciones monetarias y a solicitar contribuciones cada vez más
importantes del clero y los estados provinciales. En 1695 se estableció
un nuevo impuesto de capitación y se intentó distribuir a los
contribuyentes en clases para asegurar un reparto más equitativo y
rentable del impuesto. Sin embargo, esta medida resultó arbitraria e
inoperante. Las finanzas del rey a duras penas pudieron sostener la
lucha por la Sucesión española, a pesar de una nueva capitación impuesta
en 1701 y algunas ingeniosas innovaciones, como el papel moneda. Se
multiplicó la creación de rentas y ventas de oficios, con cierto éxito
al principio.
La economía sufrió las consecuencias
de las crisis de subsistencia que se repitieron a lo largo del reinado,
como la gran hambruna de 1693, que parece que afectó de forma importante
a los ingresos de la hacienda regia. Una vez concluida la guerra, el
resurgir del país fue no obstante rápido, animado por el crecimiento del
comercio. Las encuestas fiscales ordenadas a los intendentes en 1697
para proveer las rentas del duque de Borgoña, hijo mayor del Delfín,
permitieron al Consejo real preparar futuras reformas hacendísticas.
Estas encuestas revelan una gran desigualdad económica regional. En los
puertos atlánticos se acusó durante el período un gran crecimiento del
comercio. Aunque el Tesoro estaba agotado por las exigencias de la
política exterior del rey, puede percibirse un lento despegue de la
economía desde principios del siglo XVIII, gracias a la asunción de las
ideas mercantilistas por las grandes compañías comerciales marítimas.
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