Como salido de la caja de Pandora, acumuló una cordillera de
billetes y con ellos salió de compras por el mundo: barcos, hoteles,
casinos, aviones, yates, islas y mujeres; una de ellas fue Jackie
Kennedy, la viuda de América, que lo desplumó con sus extravagancias y
desplantes.
Todos saben que a las mujeres les gustan los hombres
altos y guapos. Pero este era chiquitillo y feo…solo que estaba parado
sobre una montaña de billetes.
Padecía de un extraño
mal: bulimia mujeril, o en lenguaje vernáculo,era un hombre que
tuvo todas las mujeres que pudo comprar,hasta la joya más
rutilante del momento: Jacqueline Bouvier, viuda de Kennedy.
Fue la relación perfecta. A ella le fascinaba el dinero y a Aristóteles
Sócrates Onassis lo encandilaban los apellidos. Y es que el mejor
momento para cortejar a la viuda es cuando regresa del funeral.
Los pasos de ese gato en el tejado los presintió el finado John F.
Kennedy, cuando advirtió a su fiel escudero Clint Hill: “No dejes que
mi esposa se cruce con Aristóteles Onassis”. Hazte fama y échate a
dormir.
Para superar la depresión que le causó el
nacimiento y muerte prematura de su tercer hijo, Patrick,la afligida
Jackie decidió aceptar la invitación del magnate, para darse una
vueltecita por el Mediterráneo en el lujoso yate Christina.
El “barquichuelo” era el coto privado de caza de Ari –como le llamaban
sus íntimos–; cuando lo compró en 1954 le hizo “una manita e’gato” que
le costó $4 millones y a quien manchara la tapicería lo tiraban por la
borda, en alta mar. Quien carezca de planes para las próximas
vacaciones, puede considerar la posibilidad de alquilarlo por unos $100
mil diarios.
Onassis eran tan obscenamente rico que
si hubiera vendido todos sus activos, Wall Street se habría venido a
pique. Como buen hiper-mega-super millonario pensaba que la plata no da
la felicidad, la compra hecha.
Bien decía César
Borgia, cavalieri florentino del siglo XV, que detrás de cada fortuna
hay un crimen. En el caso de Ari, tal vez no mató a nadie, pero ganas le
sobraron. Se hizo rico aplicando a rajatabla el antiguo principio
fenicio de los negocios: compra barato, vende caro y cobra rápido.
Por supuesto, antes de llegar a la cima de la pirámide alimentaria,
hizo de todo: lavaplatos, ayudante en una lavandería; “guachimán”;
electricista y telefonista, hasta que montó un negocio de venta de
tabaco, con 60 dólares que le prestó su padre para que probara suerte en
Buenos Aires, Argentina.
Con el mismo frenesí que
acumulaba billetes llevó su vida sentimental; según los envidiosos
conquistaba a las mujeres a tres manos: las dos que ya tenía y la
chequera. Las inundaba de regalos, las engatusaba, las poseía y al
final…se aburría.
El dinero era su religión. Más pobre que una rata de albañal, emergió
de la miseria absoluta para convertirse en el magnate griego más famoso,
rico y poderoso de la industria naviera del siglo XX. Solo y envejecido
murió a los 69 años en 1975 y dejó una herencia de casi $2 mil
millones.
Ni Peter Evans, en el libro Ari; ni Terry
Christen, en La Verdadera Historia de Onassis, o Peter Adams, el
biógrafo oficial del millonario, dan una fecha precisa en torno al año
de su natalicio, ya que Aristóteles era un mentiroso que falseó todos
sus datos personales con tal de hacerse una imagen de éxito e
infiltrarse entre los ricos y hacer negocios como si fuera uno de ellos.
Ellos remiten su alumbramiento entre el 15 y 20 de enero de 1906 en la
ciudad de Esmirna, que por aquellos infaustos días era parte del Imperio
Otomano, condenado a la diáspora tras la Primera Guerra Mundial.
El padre, Sócrates, era un banquero acomodado y mandón que había hecho
fortuna merced al comercio de manufacturas, entre la Anatolia turca y
los países occidentales. En su primer matrimonio con Penélope Dologlu
tuvo a Artemis y al futuro archimillonario; al enviudar engendró dos
hijas más: Karilloi y Merope.
La buena posición de
Sócrates le permitió darle una sólida y elitista educación a sus hijos,
tanto que Aristóteles a los 16 años hablaba cuatro idiomas: griego,
turco, español e inglés. Pero la guerra acabó con las vacas gordas;
perdieron las propiedades y la familia regresó a Grecia como refugiada,
escribió Christian Cafarakis en El fabuloso Onassis.
A
los 17 años Ari buscó nuevos aires y se marchó a Uruguay y de ahí a
Buenos Aires con la esperanza de vender tabaco. Para legalizar su
estadía falsificó varios documentos y se agregó seis años; así encontró
empleo como lavaplatos, vivía en la azotea de un hotel de la Calle
Corrientes y en las noches –a la luz de un candil– estudiaba finanzas.
El motor de la ambición lo impulsó a buscar trabajo en la cocina de un
ferrocarril; probó como peón de albañilería y más tarde consiguió un
puesto de electricista, en una compañía telefónica.
Fue en ese empleo donde comenzó a gestar su capital. Un compañero le
pasó el santo de que en las noches podía espiar las conversaciones de
los apostadores. Una madrugada captó la de dos financistas, quienes
comentaban el impacto de la venta de una empresa frigorífica, en la
Bolsa de Comercio de Buenos Aires.
El día después
Onassis compró 2,500 acciones que luego liquidó a un precio tres veces
mayor, lo cual le generó al aprendiz de brujo una ganancia de $7 mil,
así empezó la importación de tabaco.
Con el dinero
sobrante alquiló un apartamento, se compró la mejor ropa que consiguió y
en el día aparentaba ser un magnate que vivía en la mejor suite, pero
en las noches era un telefonista.
Al principio le fue
muy mal porque nadie le compraba los cigarros; pero en lugar de
amilanarse decidió apelar a su don de gentes y convenció a Juan Gaona,
dueño de la más importante empresa tabacalera argentina, para que
mezclara el tabaco griego en su pitillos.
El primer
contrato que obtuvo fue por $10 mil; el segundo por $50 mil; para evitar
que los barcos regresaran vacíos a Grecia comenzó a exportar pieles,
granos y lana, con lo cual inició su segundo gran negocio: el transporte
marítimo.
A los 28 años era millonario, sorteó con
éxito la Gran Depresión de 1929 y más bien consolidó sus operaciones,
porque compró y construyó buques de carga a bajo precio hasta formar una
armada que se la deseaba hasta Inglaterra.
Con
paciencia, tesón y elevadas dosis de ambición cimentó un imperio de
inmuebles, salas de espectáculos, hoteles, una aerolínea y casinos,
entre ellos el de Montecarlo, asociado con su amigo el Príncipe
Rainiero.
Ari podía oler el dinero y las
oportunidades de ganarlo. Una vez le preguntaron cuál era el secreto de
su éxito y contestó: “¿Ve usted esa silla de ahí? Pues yo la vi
primero”
Como un Zeus tonante enamoró a las mujeres que quiso, a las otras las
compró. Verónica Lake, Gloria Swanson, Margot Fonteyn y Greta Garbo
fueron algunas de las que se rindieron a sus encantos: culto, políglota,
chistoso, afable, entretenido y espléndido.
Onassis vestía siempre trajes oscuros, usaba unos
enormes anteojos, colgaba un puro en los labios; pelo canoso; piel
cetrina y de menguada estatura, por no decir chirrisco.
Aunque feo como Hefaistos, sentía en el pecho el fuego de Marte.
Pregonaba sin pudor sus acrobacias sexuales y mezcló como pocos los
negocios y el placer, ya que pasaba rodeado de bacantes y ménades en su
yate Christina o en Skorpios, su isla privada.
De
todas las mujeres que conoció solo tres lo impactaron: Tina Livanos;
María Callas, la gran diva de la ópera; y Jackie Kennedy, la viuda de
América.
A los 40 decidió que ya era hora de buscar
esposa, no por tener familia, sino para acrecentar su prestigio. Clavó
sus ojos en Tina, la hija de su archirrival Stavros Livanos, el capo de
los navieros.
La doncella solo tenía 15 años y tuvo
que aguantarse uno para casarse en la catedral ortodoxa de Nueva York;
del enlace brotaron dos hijos: Alejandro, muerto en un accidente aéreo a
los 23 años, y Christina, consumida por las drogas, la adicción a la
Coca-Cola y la depresión.
Tina le dio una vida de
perros; lo engañaba hasta con el plumero. Uno de ellos fue el donjuan
dominicano Porfirio Rubirosa y otro Reinaldo Herrera, quien fuera marido
de la diseñadora Carolina Herrera. Cuando la esposa se enteró del
romance de Ari con María Callas pidió el divorcio –y una suculenta
tajada de billetes– para casarse después con Stavros Niarchos, el peor
enemigo de Onassis. Aún más, Niarchos había vivido con Eugenia –hermana
de Tina– y según los “revuelcaalbóndigas” este ordenó su asesinato. Al
final Tina se suicidó, con un coctel de fármacos.
En
setiembre de 1957 Elsa Maxwell, la famosa celestina de la socialité,
juntó a los dos griegos más famosos después de Sócrates y Pericles.
María Callas tenía 33 años bien puestos; Onassis le llevaba 25 y la
conquistó a punta de ramos de rosas, tarjetas y una invitación a
veranear tres semanas en el Christina.
Los dos se
sentían dioses desterrados entre mortales; al vaivén de los cabeceos del
yate y las románticas charlas crepusculares, Aristóteles cometió un
grave error: ¡se enamoró!
La diva perdió el coco por
el naviero y se comportaron como un par de adolescentes, solo que Ari
nunca tuvo la menor intención de casarse con María y más bien la utilizó
para acercarse a su verdadera presa: Jackie Kennedy.
El primer avance del seductor fue enamorar a la princesa Lee
Bouvier-Radziwill, hermana de la Primera Dama, para entrar como un
caballo de Troya a la familia Kennedy y deslumbrar con su diente de oro a
la ambiciosa Jackie, que tras el asesinato de su marido requería con
urgencia una chequera vigorosa.
NO ERA AMOR,SOLO NEGOCIOS
La bella y la bestia cruzaron anillos el 20 de octubre de 1968; los
invitados murmuraron que la novia ni dejó enfriar el cadáver de su
cuñado, Robert “Bob” Kennedy, asesinado después de un mitín político en
Los Angeles el 5 de junio de 1968.
En el libro
Némesis, de Peter Adams, este afirmó que Onassis odiaba a Bob, porque
cuando fue Fiscal General –en el gobierno de su hermano– decretó la
confiscación de los buques del magnate por comerciar ilegalmente con
China. Según Adams, Ari financió con $1 millón a una facción palestina y
estos mataron al político, en agradecimiento a su benefactor.
Una cosa era verla venir y otra vivir con ella. “Si algún día vuelvo a
casarme, será con Aristóteles Onassis” expresó una vez Jackie, que
prefirió caerse del pedestal de viuda inconsolable, a morir en el
olvido.
El estilo de Jackie era hacerse la imposible,
la rogada, el “no quiero, no quiero, pero echámela en el sombrero”. El
millonario inició el asalto a esa fortaleza con todo la artillería de
sus galanterías, probada en mil asedios femeninos.
Padecía de un extraño mal, bulimia mujeril: era un “langaruto” que tuvo todas las que pudo comprar y por su ingle pasó hasta Evita Perón
Onassis tenía algo de masoquista porque Jackie lo
trataba con indiferencia e incluso con desprecio, porque si Kennedy
había sido un sapo con apariencia de príncipe, este era una rana con el
aspecto de un hámster. Olía a cigarro, tenía las modos de cavernícola y
aún vivía enamorado de la Callas, a quien solía frecuentar en París para
un “divertimento”.
Las joyas que una vez
pertenecieron a su amante pasaron a manos de Jackie; también se dedicó a
despilfarrar el dinero en interminables compras, cuyas facturas
amenazaron con hundir el imperio del griego.
Jackie
era un canasto roto. No había bolsillo que aguantara esa sangría de
billetes para costear sus extravagancias y ocurrencias consumistas. En
las mañanas su jet privado despegaba de la isla de Skorpios, y viajaba
unos 300 kilómetros hasta una panadería cercana, donde vendían el único
bollito de pan que ella prefería para el desayuno.
Onassis la definía como una mujer “caprichosa, ambiciosa e interesada”,
con esos aires sofisticados y que encima, según escribió Cristina
Morató en Divas Rebeldes “ tenía un amante llamado Roswell Kirpatrick” y
las cartas de amor que le había escrito “cayeron en manos de un
coleccionista de autógrafos que las publicó en todo el mundo”.
Si la relación con Jackie era un infierno, su hija Christina lo tenía
en el purgatorio. La pobre se casó cuatro veces con hombres que era
mejor perderlos que hallarlos. Era fea, bipolar, con sobrepeso, llevaba
una dieta diaria de licor y anfetaminas, además tomaba 30 Coca-Colas
diarias. Se suicidó en 1988 en Argentina.
Las
esperanzas de Onassis estaban cifradas en su guapo hijo Alejandro, pero
se acabaron en 1973 cuando este murió en un accidente aéreo. Hasta ahí
llegó el ánimo del naviero, quien abandonó los negocios y el gusto por
la vida.
Padecía una enfermedad neuromuscular
degenerativa que se complicó con una infección en la vesícula; como los
médicos griegos lo desahuciaron Jackie decidió enviarlo a París a
finales de 1974, como un mueble viejo, donde murió el 15 de marzo de
1975.
Como el negro le lucía tan bien a Jackie, lo
guardó un tiempo prudencial, el mismo que duraron sus abogados para
reclamar la tercera parte del patrimonio, según el contrato pre-nupcial.
Christina y Jackie se lanzaron sobre los despojos, pero la mitad de los
bienes quedó en poder de la fundación “Alexander Onassis” que ayuda a
los jóvenes. Al final las cuentas cerraron bien para Jackie, pues quedó
con la cuarta parte de la fortuna.
¿Y Onassis?
–¡Aaaah, cierto!– dejó $300 a cada uno de sus empleados y como era tan
pobre que solo tenía dinero, navegó hacia el Hades aferrado al regalo
que una vez le dio María Callas en su cumpleaños: una cobijita roja.
http://www.nacion.com/ocio/farandula/Teleguia-Pagina_Negra-Aristoteles_Onassis-John_F-Kennedy-Maria_Callas-Jacqueline_Kennedy_0_1379862201.ht
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