Su
notable belleza (que le valió ser considerada la mujer más hermosa del
mundo) y su talento fascinaron a numerosos admiradores, muchos de los
cuales caían rendidos a sus pies. El ambiente alegre y frívolo de la
Belle Epoque fue el marco adecuado para el surgimiento de su figura, que
adquirió caracteres de leyenda.
Poco
antes de que estallara en Europa y América el grito de las feministas,
poco antes de que las mujeres reivindicaran su derecho a ser tratadas
como personas y no como meros objetos de placer, Europa vivió bajo el
reinado de algunas mujeres, que en cierto modo se tomaron desquite de
tantas humillaciones que durante siglos venían sufriendo sus hermanas
menos afortunadas.
Fue
en París en 1900, durante la llamada belle époque: la Exposición
Universal de ese año, cerca de la torre Eiffel, se pobló de hermosas
mujeres, acompañadas de millonarios y potentados llegados de los países
más remotos. Esos hombres de incalculable fortuna gastaban sumas
fantásticas en las mujeres más hermosas. Los aristócratas europeos
aburridos de sus esposas habían aprendido a derrochar su dinero junto a
mujeres menos dignas pero más divertidas.
La
frecuentación de chispeantes mujeres ligeras se había convertido en un
elegante hábito social, como la caza del zorro en los parques de Windsor
o en algún castillo del Loira, y era también un signo de status. Las cocottes,
cortesanas de lujo, cotizaban muy caros sus favores. París se
transformó así en un centro internacional de la belleza femenina, cuya
soberana era Carolina Otero, más conocida como la Bella Otero, una
gallega inigualable, de enormes ojos negros, de pestañas aterciopeladas
que hacían sombra a una tersa piel blanca apenas aceitunada, “un animal
de instinto”, como diría más tarde el poeta francés Jean Cocteau, que la
conoció en su juventud.
Nunca
se supo muy bien cómo apareció en la Costa Azul. Solo se sabe que una
noche, en el casino de Montecarlo, los habitúes vieron llegar a una
joven vestida modestamente, pero que, por su porte y su rostro, atraía
la mirada de toda la concurrencia. Todos observaron cómo ponía diez
luises sobre un número y se alejaba de la mesa para tomar aire en un
ventanal. Cuando Carolina (que no conocía muy bien las reglas del juego) volvió a su lugar, vio que se llevaban su dinero y lo reemplazaban por
fichas; por desconocimiento,creyó que había perdido,las dejó sobre el
mismo número, que salió varias veces consecutivas: en minutos llegó a
ganar así una fortuna.
Cuando
le explicaron que la montaña de fichas que tenía delante era suya y
equivalía a mucho dinero, no le alcanzaron las manos para recoger sus
ganancias: Lina se levantó entonces las faldas y echó en ellas su
tesoro. El salón entero prorrumpió en una exclamación motivada por la
suma y por las hermosas piernas que la joven había dejado al
descubierto.
Esas
mismas piernas fueron entrevistas por un empresario que decidió
llevarla a París y presentarla como cantante y bailarina de music-hall.
Nació de esa manera una leyenda que aún perdura, pues Carolina no se
limitó a exhibir sus gracias naturales sino que se entregó a un duro
aprendizaje en el que no cejó hasta el fin de su carrera. Al día
siguiente de su debut, los diarios y revistas comenzaron a ocuparse de
ella elogiando sus movimientos felinos, su gracia de “joven cierva”. La
consagraron casi sin que tuviese que esforzarse para triunfar.
Si a principios de siglo a alguien se le hubiera ocurrido examinar el
programa de actividades que cumplían los personajes que visitaban París
oficialmente, habría notado que siempre se incluía una reunión privada
con el presidente del Senado. Tal reunión solía ser una coartada que
permitía al príncipe de Gales (coronado como Eduardo VII en 1902), por
ejemplo, tener una prolongada charla con Carolina Otero, o con su rival
en ciertas lides amorosas, Liane de Pougy.
Pero
el mayor éxito lo alcanzaba Carolina con los grandes duques rusos, de
paso por París, a quienes enloquecía con sus bailes y su voz cada vez
más seductora, gracias a las lecciones de canto. El entusiasmo llegó
hasta tal punto que fue contratada para actuar en Moscú y San
Petersburgo.
Carolina
se alojó en Rusia en palacios especialmente cedidos por algunos de esos
príncipes. El gran duque Nicolás la encerró cierta vez en un salón
durante una disputa y se llevó la llave y el abrigo de marta de la
bailarina. Esta, enfurecida, se arrojó por una ventana sobre la nieve,
sin ningún abrigo, en pleno invierno ruso. Un campesino que pasaba en
trineo la llevó a la mansión del príncipe Pedro, donde debió pasar tres
meses en cama con pulmonía. De sus andanzas por Rusia Carolina regresó a
París con un regio botín: el collar de la emperatriz Eugenia de
Montijo, el collar de la emperatriz de Austria, un collar de brillantes
que había pertenecido a María Antonieta, ocho brazaletes de rubíes y
pulseras de esmeraldas, para citárselo las joyas más notables.
Se
engañaría, sin embargo, quien pensara que era una mujer fría o
calculadora. Vivía en realidad pasiones tan intensas como fugaces,
amores devastadores que duraban algunas semanas en las cuales ella no se
permitía ninguna infidelidad, quizás tan solo un archiduque o algún Rothschild. Por otra parte, sabía hacerse querer: quienes rompían con ella la seguían amando y apreciando.
Tal
vez por eso Guillermo II la invitó a representar en Berlín una
pantomima escrita especialmente por él, para ella. Los jóvenes más guapos de Alemania se la disputaron, pero Carolina
prefirió al barón Ollstreder, un riquísimo cincuentón, cuyo encanto no solo provenía de su fortuna incalculable sino de su vigorosa personalidad.
También
los norteamericanos fueron hechizados por la fascinación de la Bella.
Varios millonarios yanquis la cortejaron y lograron que se la contratara
para actuar en Nueva York, pues su fama había cruzado el Atlántico. Así
fue como los neoyorquinos se atropellaron para obtener una entrada y
ver de cerca a esa estrella en pleno apogeo.
A su regreso, Lina se instaló en una fastuosa residencia de la Promenade
des Anglais, en Niza, y alternó su vida entre París y el casino de
Montecarlo. Gradualmente se fue retirando de los escenarios donde había
reinado, aunque seguía con sus clases de canto: no quería despedirse de
ese mundo de luces que había sido suyo, sin demostrar que además de
belleza tenía talento. Decidió culminar su carrera cantando el papel
protagónico en la ópera Carmen, y el público, que había atestado el
teatro Varietés para presenciar el primer fracaso de la Otero, asistió
en cambio, a su mayor triunfo. Sus enemigos se retiraron mordiéndose los
labios porque Lina se había convertido en una cantante lírica. Sin
embargo, aquella victoria fue su último triunfo pues en seguida se
retiró del teatro y también de la vida galante.
Cuando
sus admiradores la acosaban para que volviera a las tablas, Carolina
sonreía y respondía, a pesar de su belleza todavía evidente: “Quiero que
me recuerden hermosa”. Se refugió en su mansión de Niza, de donde
únicamente salía para pasear por la avenida costera o para trasladarse
al casino de Montecarlo, donde fue a parar la mayor parte de sus bienes.
De todas las pasiones, la última en abandonarla fue la del juego y tuvo
que rematar su casona de Niza y trasladarse a una pieza de hotel donde
apenas cabían sus retratos, sus fotos y las cartas de los príncipes y
magnates que las revoluciones y los años habían ido relegando al olvido.
Empero,
no desapareció por completo de la crónica-cotidiana: se volvió a hablar
de ella cuando vendió el resto de sus joyas y recuerdos para poder
pagar sus deudas y seguir viviendo. En la década de 1951-1960 su nombre
empapeló las calles de muchas capitales, porque otra hermosísima mujer,
la actriz mexicana María Félix, interpretaba en una película la vida de
Carolina.
Poco
tiempo antes la orgullosa española había recibido un último homenaje
galante. Un riquísimo barón alemán había adquirido en la subasta de los
bienes de la ex Bella un valioso broche que él mismo le había regalado
durante la tempestuosa juventud de ambos. El barón le remitió la joya
junto con una canasta de flores y una tarjeta en que recordaba los
tiempos pasados: todo un gesto digno de la belle époque. Fue esa una de las pocas joyas que Lina conservó hasta su muerte, pobre y solitaria, en 1965.
José Martí
El alma trémula y sola
El alma trémula y sola
Padece al anochecer:
Hay baile; vamos a ver
La bailarina española.
Padece al anochecer:
Hay baile; vamos a ver
La bailarina española.
Han hecho bien en quitar
El banderón de la acera;
Porque si está la bandera,
No sé, yo no puedo entrar.
El banderón de la acera;
Porque si está la bandera,
No sé, yo no puedo entrar.
Ya llega la bailarina:
Soberbia y pálida llega;
¿Cómo dicen que es gallega?
Pues dicen mal: es divina.
Soberbia y pálida llega;
¿Cómo dicen que es gallega?
Pues dicen mal: es divina.
Lleva un sombrero torero
Y una capa carmesí:
¡Lo mismo que un alelí
Que se pusiera un sombrero!
Y una capa carmesí:
¡Lo mismo que un alelí
Que se pusiera un sombrero!
Se ve, de paso, la ceja,
Ceja de mora traidora:
Y la mirada, de mora:
Y como nieve la oreja.
Ceja de mora traidora:
Y la mirada, de mora:
Y como nieve la oreja.
Preludian, bajan la luz,
Y sale en bata y mantón,
La virgen de la Asunción
Bailando un baile andaluz.
Y sale en bata y mantón,
La virgen de la Asunción
Bailando un baile andaluz.
Alza, retando, la frente;
Crúzase al hombro la manta:
En arco el brazo levanta:
Mueve despacio el pie ardiente.
Crúzase al hombro la manta:
En arco el brazo levanta:
Mueve despacio el pie ardiente.
Repica con los tacones
El tablado zalamera,
Como si la tabla fuera
Tablado de corazones.
El tablado zalamera,
Como si la tabla fuera
Tablado de corazones.
Y va el convite creciendo
En las llamas de los ojos,
Y el manto de flecos rojos
Se va en el aire meciendo.
En las llamas de los ojos,
Y el manto de flecos rojos
Se va en el aire meciendo.
Súbito, de un salto arranca:
Húrtase, se quiebra, gira:
Abre en dos la cachemira,
Ofrece la bata blanca.
Húrtase, se quiebra, gira:
Abre en dos la cachemira,
Ofrece la bata blanca.
El cuerpo cede y ondea;
La boca abierta provoca;
Es una rosa la boca;
Lentamente taconea.
La boca abierta provoca;
Es una rosa la boca;
Lentamente taconea.
Recoge, de un débil giro,
El manto de flecos rojos:
Se va, cerrando los ojos,
Se va, como en un suspiro…
El manto de flecos rojos:
Se va, cerrando los ojos,
Se va, como en un suspiro…
Baila muy bien la española,
Es blanco y rojo el mantón:
¡Vuelve, fosca, a un rincón
El alma trémula y sola!
Es blanco y rojo el mantón:
¡Vuelve, fosca, a un rincón
El alma trémula y sola!
https://www.hola.com/actualidad/2014120575494/bella-otero-mujer-mas-deseada/
https://mujeresvalientes.es/la-bella-otero-belle-epoque/
https://www.abc.es/historia/abci-bella-otero-ludopata-y-cortesana-espanola-codeo-realeza-europea-201711190128_noticia.html
https://www.elidealgallego.com/articulo/coruna/reportaje-mujer-mas-bella-mundo-salio-valga-deslumbrar-paris/20180929210843385621.html
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