Los cisnes salvajes
Hans Christian Andersen
Es invierno...el frio de enero nos acerca al fuego de las chimenas...el cielo esta gris...es la hora de leer un cuento a nuestros pequeños ó ver una pelicula con ellos...
Siempre me gustó este relato...
!Espero que os guste!...que lo disfruteis...
LOS CISNES SALVAJES...
Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno
llega a nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa.
Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al
cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de
oro, y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se
notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de
reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía
la mitad del reino.
¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese
durar siempre.
Su padre, Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los
pobres niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que
había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»; pero en
vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la
nueva Reina no les dio más que arena en una taza de té, diciéndoles que
imaginaran que era otra cosa.
A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y
antes de mucho tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los
príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos.
-¡A volar por el mundo y apáñense por su cuenta! -exclamó un día la perversa
mujer-; ¡a volar como grandes aves sin voz!
Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se
transformaron en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito
emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque,
desaparecieron en el bosque.
Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía
dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos
sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando
vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose
basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque
tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar.
La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja
verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su
través y le pareció como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez
que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos.
Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los
grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas:
-¿Qué puede haber más hermoso que ustedes?
Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían:
-Elisa es más hermosa.
Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su
devocionario, el viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro:
-¿Quién puede ser más piadoso que tú?
-Elisa es más piadosa -replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y
el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir.
Habían convenido en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los
quince años; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la
habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a
hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija.
Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo él
de mármol y estaba adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y,
cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero:
-Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva
estúpida como tú. Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que se vuelva
como tú de fea, y su padre no la reconozca.
Y al tercero:
-Siéntate sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra.
Echó luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y,
llamando a Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de
los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el
pecho, sin que la niña pareciera notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas
flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran
ponzoñosos y habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían
transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el
solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la
cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre
ella.
Al verlo la malvada Reina, la frotó con jugo de nuez, de modo que su cuerpo
adquirió un tinte pardo negruzco; le untó luego la cara con una pomada apestosa
y le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa.
Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la
reconoció, excepto el perro mastín y las golondrinas; pero eran pobres animales
cuya opinión no contaba.
La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes.
Salió, angustiada, de palacio, y durante todo el día estuvo vagando por campos y
eriales, adentrándose en el bosque inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se
sentía acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro
andarían también vagando por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos.
Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había
perdido el camino. Se tendió sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones
vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio
absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían
las verdes lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una
de las ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces.
Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños,
jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de diamante y
contemplando el maravilloso libro de estampas que había costado medio reino;
pero no escribían en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadísimas
gestas que habían realizado y todas las cosas que habían visto y vivido; y en el
libro todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las
páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvía la hoja saltaban
de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto.
Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía
verlo, pues los altos árboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos
jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía sus
aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo
del agua, pues fluían en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que
iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si, matorrales muy
espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por
ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el
viento las ramas y matas, la muchacha habría podido pensar que estaban pintadas
en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las
bañadas por el sol como las que se hallaban en la sombra.
Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en
cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar
su blanquísima piel. Se desnudó y se metió en el agua pura; en el mundo entero
no se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella.
Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente
borboteante, bebió del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a
la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso,
que seguramente no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para
alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas
ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de él, y, después de colocar
apoyos para las ramas, se adentró en la parte más oscura de la selva. Reinaba
allí un silencio tan profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos
y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro:
ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los
árboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la
doncella a lo alto, le parecía verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una
soledad como nunca había conocido.
La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el
musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se
apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro Señor la
miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por
entre sus brazos.
Al despertarse por la mañana, no sabía si había soñado o si todo aquello
había sido realidad.
Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta.
La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad había visto
a los once príncipes cabalgando por el bosque.
-No -respondió la vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la
cabeza, que iban río abajo.
Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un
riachuelo. Los árboles de sus orillas extendían sus largas y frondosas ramas al
encuentro unas de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento
natural, las raíces salían al exterior y formaban un entretejido por encima del
agua.
Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen del río, hasta el punto en
que éste se vertía en el gran mar abierto.
Frente a la doncella se extendía el soberbio océano, pero en él no se
divisaba ni una vela, ni un bote. ¿Cómo seguir adelante? Consideró las innúmeras
piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal,
hierro, piedra, todo lo acumulado allí había sido moldeado por el agua, a pesar
de ser ésta mucho más blanda que su mano. «La ola se mueve incesantemente y así
alisa las cosas duras; pues yo seré tan incansable como ella. Gracias por su
lección, olas claras y saltarinas; algún día, me lo dice el corazón, me llevarán
al lado de mis hermanos queridos».
Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacían once blancas plumas de
cisne, que la niña recogió, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de
gotitas de agua, rocío o lágrimas, ¿quién sabe?. Se hallaba sola en la orilla,
pero no sentía la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se
transformaba más veces que los lagos en todo un año. Si avanzaba una gran nube
negra, el mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo ponerme!». Luego soplaba
viento, y las olas volvían al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran
de color rojo y los vientos dormían, el mar podía compararse con un pétalo de
rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en él reinara, en la
orilla siempre se percibía un leve movimiento; el agua se levantaba débilmente,
como el pecho de un niño dormido.
A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes
coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta
blanca. Elisa remontó la ladera y se escondió detrás de un matorral; los cisnes
se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.
No bien el sol hubo desaparecido bajo el horizonte, se desprendió el plumaje
de las aves y aparecieron once apuestos príncipes: los hermanos de Elisa. Lanzó
ella un agudo grito, pues aunque sus hermanos habían cambiado mucho, la muchacha
comprendió que eran ellos; algo en su interior le dijo que no podían ser otros.
Se arrojó en sus brazos, llamándolos por sus nombres, y los mozos se sintieron
indeciblemente felices al ver y reconocer a su hermana, tan mayor ya y tan
hermosa. Reían y lloraban a la vez, y pronto se contaron mutuamente el cruel
proceder de su madrastra.
-Nosotros -dijo el hermano mayor- volamos convertidos en cisnes salvajes
mientras el sol está en el cielo; pero en cuanto se ha puesto, recobramos
nuestra figura humana; por eso debemos cuidar siempre de tener un punto de apoyo
para los pies a la hora del anochecer, pues entonces si volásemos hacia las
nubes, nos precipitaríamos al abismo al recuperar nuestra condición de hombres.
No habitamos aquí; allende el océano hay una tierra tan hermosa como ésta, pero
el camino es muy largo, a través de todo el mar, y sin islas donde pernoctar;
sólo un arrecife solitario emerge de las aguas, justo para descansar en él
pegados unos a otros; y si el mar está muy movido, sus olas saltan por encima de
nosotros; pero, con todo, damos gracias a Dios de que la roca esté allí. En ella
pasamos la noche en figura humana; si no la hubiera, nunca podríamos visitar
nuestra amada tierra natal, pues la travesía nos lleva dos de los días más
largos del año. Una sola vez al año podemos volver a la patria, donde nos está
permitido permanecer por espacio de once días, volando por encima del bosque,
desde el cual vemos el palacio en que nacimos y que es morada de nuestro padre,
y el alto campanario de la iglesia donde está enterrada nuestra madre. Estando
allí, nos parece como si árboles y matorrales fuesen familiares nuestros; los
caballos salvajes corren por la estepa, como los vimos en nuestra infancia; los
carboneros cantan las viejas canciones a cuyo ritmo bailábamos de pequeños; es
nuestra patria, que nos atrae y en la que te hemos encontrado, hermanita
querida. Tenemos aún dos días para quedarnos aquí, pero luego deberemos cruzar
el mar en busca de una tierra espléndida, pero que no es la nuestra. ¿Cómo
llevarte con nosotros? no poseemos ningún barco, ni un mísero bote, nada en
absoluto que pueda flotar.
-¿Cómo podría yo redimirlos? -preguntó la muchacha.
Estuvieron hablando casi toda la noche, y durmieron bien pocas horas.
Elisa despertó con el aleteo de los cisnes que pasaban volando sobre su
cabeza. Sus hermanos, transformados de nuevo, volaban en grandes círculos, y, se
alejaron; pero uno de ellos, el menor de todos, se había quedado en tierra;
reclinó la cabeza en su regazo y ella le acarició las blancas alas, y así
pasaron juntos todo el día. Al anochecer regresaron los otros, y cuando el sol
se puso recobraron todos su figura natural.
-Mañana nos marcharemos de aquí para no volver hasta dentro de un año; pero
no podemos dejarte de este modo. ¿Te sientes con valor para venir con nosotros?
Mi brazo es lo bastante robusto para llevarte a través del bosque, y, ¿no
tendremos entre todos la fuerza suficiente para transportarte volando por encima
del mar?
-¡Sí, llévenme con ustedes! -dijo Elisa.
Emplearon toda la noche tejiendo una grande y resistente red con juncos y
flexible corteza de sauce. Se tendió en ella Elisa, y cuando salió el sol y los
hermanos se hubieron transformado en cisnes salvajes, cogiendo la red con los
picos, echaron a volar con su hermanita, que aún dormía en ella, y se remontaron
hasta las nubes. Al ver que los rayos del sol le daban de lleno en la cara, uno
de los cisnes se situó volando sobre su cabeza, para hacerle sombra con sus
anchas alas extendidas.
Estaban ya muy lejos de tierra cuando Elisa despertó. Creía soñar aún, pues
tan extraño le parecía verse en los aires, transportada por encima del mar. A su
lado tenía una rama llena de exquisitas bayas rojas y un manojo de raíces
aromáticas. El hermano menor las había recogido y puesto junto a ella.
Elisa le dirigió una sonrisa de gratitud, pues lo reconoció; era el que
volaba encima de su cabeza, haciéndole sombra con las alas.
Iban tan altos, que el primer barco que vieron a sus pies parecía una blanca
gaviota posada sobre el agua. Tenían a sus espaldas una gran nube; era una
montaña, en la que se proyectaba la sombra de Elisa y de los once cisnes: ello
demostraba la enorme altura de su vuelo. El cuadro era magnífico, como jamás
viera la muchacha; pero al elevarse más el sol y quedar rezagada la nube, se
desvaneció la hermosa silueta.
Siguieron volando durante todo el día, raudos como zumbantes saetas; y, sin
embargo, llevaban menos velocidad que de costumbre, pues los frenaba el peso de
la hermanita. Se levantó mal tiempo, y el atardecer se acercaba; Elisa veía
angustiada cómo el sol iba hacia su ocaso sin que se vislumbrase el solitario
arrecife en la superficie del mar. Se daba cuenta de que los cisnes aleteaban
con mayor fuerza. ¡Ah!, ella tenía la culpa de que no pudiesen avanzar con la
ligereza necesaria; al desaparecer el sol se transformarían en seres humanos, se
precipitarían en el mar y se ahogarían. Desde el fondo de su corazón elevó una
plegaria a Dios misericordioso, pero el acantilado no aparecía. Los negros
nubarrones se aproximaban por momentos, y las fuertes ráfagas de viento
anunciaban la tempestad. Las nubes formaban un único arco, grande y amenazador,
que se adelantaba como si fuese de plomo, y los rayos se sucedían sin
interrupción.
El sol se hallaba ya al nivel del mar. A Elisa le palpitaba el corazón; los
cisnes descendieron bruscamente, con tanta rapidez, que la muchacha tuvo la
sensación de caerse; pero en seguida reanudaron el vuelo. El círculo solar había
desaparecido en su mitad debajo del horizonte cuando Elisa distinguió por
primera vez el arrecife al fondo, tan pequeño, que se habría dicho la cabeza de
una foca asomando fuera del agua. El sol seguía ocultándose rápidamente, ya no
era mayor que una estrella, cuando su pie tocó tierra firme, y en aquel mismo
momento el astro del día se apagó cual la última chispa en un papel encendido.
Vio a sus hermanos rodeándola, cogidos todos del brazo; había el sitio justo
para los doce; el mar azotaba la roca, proyectando sobre ellos una lluvia de
agua pulverizada; el cielo parecía una enorme hoguera, y los truenos retumbaban
sin interrupción. Los hermanos, cogidos de las manos, cantaban salmos y
encontraban en ellos confianza y valor.
Al amanecer, el cielo, purísimo, estaba en calma; no bien salió el sol, los
cisnes reemprendieron el vuelo, alejándose de la isla con Elisa. El mar seguía
aún muy agitado; cuando los viajeros estuvieron a gran altura, les pareció como
si las blancas crestas de espuma, que se destacaban sobre el agua verde
negruzca, fuesen millones de cisnes nadando entre las olas.
Al elevarse más el sol, Elisa vio ante sí, a lo lejos, flotando en el aire,
una tierra montañosa, con las rocas cubiertas de brillantes masas de hielo; en
el centro se extendía un palacio, que bien mediría una milla de longitud, con
atrevidas columnatas superpuestas; debajo ondeaban palmerales y magníficas
flores, grandes como ruedas de molino. Preguntó si era aquél el país de destino,
pero los cisnes sacudieron la cabeza negativamente; lo que veía era el soberbio
castillo de nubes de la Fata Morgana, eternamente cambiante; no había allí lugar
para criaturas humanas. Elisa clavó en él la mirada y vio cómo se derrumbaban
las montañas, los bosques y el castillo, quedando reemplazados por veinte
altivos templos, todos iguales, con altas torres y ventanales puntiagudos. Creyó
oír los sones de los órganos, pero lo que en realidad oía era el rumor del mar.
Estaba ya muy cerca de los templos cuando éstos se transformaron en una gran
flota que navegaba debajo de ella; y al mirar al fondo vio que eran brumas
marinas deslizándose sobre las aguas. Visiones constantemente cambiantes
desfilaban ante sus ojos, hasta que al fin vislumbró la tierra real, término de
su viaje, con grandiosas montañas azules cubiertas de bosques de cedros,
ciudades y palacios. Mucho antes de la puesta del sol se encontró en la cima de
una roca, frente a una gran cueva revestida de delicadas y verdes plantas
trepadoras, comparables a bordadas alfombras.
-Vamos a ver lo que sueñas aquí esta noche -dijo el menor de los hermanos,
mostrándole el dormitorio.
-¡Quiera el Cielo que sueñe la manera de salvarlos! -respondió ella; aquella
idea no se le iba de la mente, y rogaba a Dios de todo corazón pidiéndole ayuda;
hasta en sueños le rezaba. Y he aquí que le pareció como si saliera volando a
gran altura, hacia el castillo de la Fata Morgana; el hada, hermosísima y
reluciente, salía a su encuentro; y, sin embargo, se parecía a la vieja que le
había dado bayas en el bosque y hablado de los cisnes con coronas de oro.
-Tus hermanos pueden ser redimidos -le dijo-; pero, ¿tendrás tú valor y
constancia suficientes? Cierto que el agua moldea las piedras a pesar de ser más
blanda que tus finas manos, pero no siente el dolor que sentirán tus dedos, y no
tiene corazón, no experimenta la angustia y la pena que tú habrás de soportar.
¿Ves esta ortiga que tengo en la mano? Pues alrededor de la cueva en que duermes
crecen muchas de su especie, pero fíjate bien en que únicamente sirven las que
crecen en las tumbas del cementerio. Tendrás que recogerlas, por más que te
llenen las manos de ampollas ardientes; rompe las ortigas con los pies y
obtendrás lino, con el cual tejerás once camisones; los echas sobre los once
cisnes, y el embrujo desaparecerá. Pero recuerda bien que desde el instante en
que empieces la labor hasta que la termines no te está permitido pronunciar una
palabra, aunque el trabajo dure años. A la primera que pronuncies, un puñal
homicida se hundirá en el corazón de tus hermanos. De tu lengua depende sus
vidas. No olvides nada de lo que te he dicho.
El hada tocó entonces con la ortiga la mano de la dormida doncella, y ésta
despertó como al contacto del fuego. Era ya pleno día, y muy cerca del lugar
donde había dormido crecía una ortiga idéntica a la que viera en sueños. Cayó de
rodillas para dar gracias a Dios misericordioso y salió de la cueva dispuesta a
iniciar su trabajo.
Cogió con sus delicadas manos las horribles plantas, que quemaban como fuego,
y se le formaron grandes ampollas en manos y brazos; pero todo lo resistía
gustosamente, con tal de poder liberar a sus hermanos. Partió las ortigas con
los pies descalzos y trenzó el verde lino.
Al anochecer llegaron los hermanos, los cuales se asustaron al encontrar a
Elisa muda. Creyeron que se trataba de algún nuevo embrujo de su perversa
madrastra; pero al ver sus manos, comprendieron el sacrificio que su hermana se
había impuesto por su amor; el más pequeño rompió a llorar, y donde caían sus
lágrimas se le mitigaban los dolores y le desaparecían las abrasadoras ampollas.
Pasó la noche trabajando, pues no quería tomarse un momento de descanso hasta
que hubiese redimido a sus hermanos queridos; y continuó durante todo el día
siguiente, en ausencia de los cisnes; y aunque estaba sola, nunca pasó para ella
el tiempo tan de prisa. Tenía ya terminado un camisón y comenzó el segundo.
En esto resonó un cuerno de caza en las montañas, y la princesa se asustó.
Los sones se acercaban progresivamente, acompañados de ladridos de perros, por
lo que Elisa corrió a ocultarse en la cueva y, atando en un fajo las ortigas que
había recogido y peinado, se sentó encima.
FIN
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/andersen/los_cisnes_salvajes.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario