Al final de la Gran Guerra el panorama mundial había cambiado mucho.
Norteamérica pudo desarrollar ampliamente su capacidad productiva al
tiempo que las potencias europeas se fueron aniquilando entre sí. La era
wilsoniana llegaba a su fin; el internacionalismo político de los
americanos se desactivó. El aislacionismo y la prosperidad era lo que
importaba. La única diplomacia que contaba era la del dólar.
Este desarrollo vino acompañado de una ideología propia con fuertes
tintes nacionalistas y conservadores encarnados por los republicanos y
que encajaban difícilmente con el programa de Wilson y del Partido
Demócrata.
La expansión crediticia auspiciada por la Reserva Federal –y
secundada luego por toda la banca comercial– propició un engañoso clima
de euforia y ciega confianza en el sistema capitalista. Incluso la
efímera recesión de 1921 (seguida de numerosas liquidaciones
empresariales) no fue más que un breve tropiezo para que la economía de
los Estados Unidos se reactivara después vigorosamente. Fueron los
felices años veinte.
Los Estados Unidos generaron riqueza a espuertas gracias
principalmente a que allí se dieron al unísono libertad en la actividad
empresarial, concentración de capitales, reducción del impuesto sobre la
renta (su tipo máximo pasó del 73% de la posguerra al 25%),
introducción de nuevos métodos de producción, un extenso mercado interno
sin barreras arancelarias y libertad de movimientos migratorios. Con
una productividad espectacular, devino sin lugar a dudas la locomotora
de la economía mundial.
La american way of life ejerció de imán en los movimientos
migratorios de entonces. El fuerte aumento del nivel salarial en casi
todos los sectores (sin haber influido decisivamente la acción sindical)
y el acceso generalizado a todo tipo de bienes de consumo (impulsado
por la publicidad moderna, sostenido por un crédito fácil y por las
ventas a plazos) sedujo a numerosos europeos, asiáticos y americanos de
otros países. Acudieron allá en tropel extranjeros en busca de un futuro
mejor. Empezaron a agruparse en los suburbios de las grandes ciudades.
Estos inmigrantes, al no disponer en general de propiedades,
aportaron a la comunidad lo único que poseían: su trabajo e ilusión. La
economía crecía a buen ritmo. Sin embargo, muchos de esos trabajadores
eran también portadores de lenguas, costumbres y religiones diferentes a
las mayoritariamente establecidas. Vino la reacción blanca, nacional y
puritana con el fin de preservar la "norteamericanización" de los
Estados Unidos; una veces en forma de leyes oficiales (ley seca, leyes
de control de la inmigración) y otras en forma de reacción popular
rebosante de estulticia (linchamientos, reactivación del Ku Klux Klan).
El fiscal general del Estado de aquel momento, el cuáquero Mitchell
Palmer, era partidario de limpiar la nación de "carroña extranjera" al
ser portadora de costumbres e ideologías libertinas que se estaban
"deslizando por los rincones sagrados de los hogares norteamericanos".
El Año Nuevo de 1920 los agentes del Departamento de Justicia detuvieron
y finalmente deportaron a unos seis mil extranjeros. El fundamentalismo
protestante estaba actuando prevaliéndose de los resortes del poder.
Norteamérica comenzó a ser inundada por los discursos y biografías de
héroes americanos; se multiplicaron los films referentes a la fundación
de los Estados Unidos así como los actos patrióticos de todo tipo.
Se difundió la opinión de que el país estaba siendo corrompido por
ideas y modos de vida extraños. Se identificó con los inmigrantes la
ingesta inmoderada de alcohol y la insana influencia en la trasgresión
de las normas morales de la comunidad. El consumo de alcohol era el
origen de muchas familias rotas, del absentismo laboral y de la
degradación moral. El Estado debía tomar cartas en el asunto. Una de las
naciones menos totalitarias de entonces iniciaba claros pasos en contra
del desarrollo espontáneo de una sociedad abierta
Sin bien algunos estados de la federación habían ya prohibido el
negocio del alcohol dentro de sus jurisdicciones, los grupos de presión
prohibicionistas (como el Prohibition Party, la Unión Femenina de Abstinencia Cristiana –WCTU–
o la Liga Antitaberna), movilizados desde hacía tiempo, se hicieron
finalmente oír en le Congreso. Primero lograron que se aumentaran los
impuestos que gravaban las bebidas alcohólicas y luego que entrara en
vigor en enero de 1920 la National Prohibition Act o Volstead Act
(conocida vulgarmente como ley seca) que prohibía en todo el país no el
consumo, pero sí la fabricación, transporte y venta de bebidas
embriagantes (todas aquellas que superaran los 0,5 grados). Se trataba
de poner en marcha lo que se denominó el "noble experimento" con el fin
de planificar una sociedad conforme a los criterios morales de la clase
dominante de aquellos años.
Resultaba inconcebible en una tierra orgullosa de sus libertades
personales negar a un adulto responsable su derecho inalienable a
comprar e ingerir cualquier cosa que desease. Hubo, por tanto, que
enmendar previamente la Constitución del pueblo americano. Con la mejor
de las intenciones y una ingenuidad espeluznante se modificó la
Constitución para desterrar el alcoholismo de la sociedad. Con aquella
enmienda constitucional (la nº 18)
se buscó una solución eficiente y sencilla aplicable a más de cien
millones de norteamericanos que poblaban los Estados Unidos por aquel
momento. Nada pudieron hacer los lobbies cerveceros, vinícolas y de los
destiladores para mantener sus negocios legalmente.
Las sanciones iniciales aplicables a los infractores de la
Prohibición fueron multas de hasta 1.000 dólares (cantidad muy
considerable en aquella época), penas de prisión de hasta seis meses y
confiscación de todo instrumento o medio de transporte utilizado para la
comisión del delito relacionado con la fabricación o comercialización
de bebidas etílicas. Para cumplir la mencionada Ley Nacional de la
Prohibición se creó una agencia ejecutiva específica llamada Bureau of Prohibition dependiente del Departamento del Tesoro. Sus agentes federales eran conocidos con el nombre de prohi’s; con el tiempo pasaron a ser controlados por el Departamento de Justicia.
En vísperas de la entrada en vigor de la Prohibición, el 17 de enero
de 1920, se difundieron por todo el país las palabras del diputado
abstencionista de Minnessota Andrew Volstead:
"Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación.
El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas
claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del
pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; los
transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres volverán a
caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños.
Se cerraron para siempre las puertas del infierno." Pese a lo
emocionante que pudieron parecer aquellas afirmaciones, la realidad fue
que la bebida comenzó a tener un nuevo hechizo para consumidores y
proveedores.
Para aquellos legisladores que ignoran que la sociedad es cualquier
cosa menos algo sencillo es comprensible que lleguen a ser muy osados en
sus propuestas, obviando o pareciendo desconocer hechos
incontrovertibles. Así se entiende que no se tomara en consideración la
ubicación geográfica de los Estados Unidos, rodeado de países con amplia
tradición en la fabricación de licores (México, Canadá y países
caribeños), o que no se cayera en la cuenta que sus fronteras terrestres
conformaban unos doce mil kilómetros y que su litoral marítimo fuese de
casi veinte mil kilómetros –todos ellos de difícil custodia– o que no
previeran el poderosísimo incentivo que surgiría a favor del contrabandilegal.
Además aquella Prohibición tuvo efectos perversos en el interior del
país: se encareció el precio de la bebida, cientos de miles de personas
comenzaron a fabricar artesanalmente bebidas alcohólicas, se fomentó el
mercado negro, muchas veces con bebidas sustitutivas adulteradas o
altamente tóxicas. Se incrementó el consumo de licores destilados en
detrimento de cervezas o vinos, así como la demanda de otras drogas
anteriormente poco consumidas. Se extendió la delincuencia y fue el
comienzo de la puesta en pie de un colosal imperio criminal de bandas
organizadas como nunca antes se había visto en la historia de los EE UU.
Los términos racket y racketeer empezaron a usarse en la sociedad americana para ya no desaparecer jamás.
Antes de la ley seca, entre los inmigrantes sicilianos, napolitanos y
sardos, que contaban con una amplia experiencia en el comercio informal
labrada a lo largo de siglos de actividad por el Mediterráneo, se
dieron con normalidad clanes familiares que se organizaban para
planificar arreglos matrimoniales y comerciales sin representar ningún
problema serio para la comunidad. Como en todo grupo social, hubo una
minoría que era menos escrupulosa en el cumplimiento de la ley, por ello
recibieron la promulgación de la ley seca como un verdadero regalo
caído del cielo: se les presentó una inesperada oportunidad de ganancias
fabulosas. Realmente Norteamérica era una tierra prometedora para los
emprendedores deseosos de arriesgar (el hábil y sibilino Johnny Torrio o
su sucesor, mucho más burdo, Al Capone, siempre pensaron de sí mismos
que eran hombres de negocios).
El nivel de desacato a la ley fue tan generalizado que, una vez
acostumbrados a violar la ley y el "orden público", el crimen organizado
no tardó en implantarse cómodamente en todos los estados de la Unión.
Hay quienes han definido el gangsterismo americano como una especie de
perversión del capitalismo cuando la pura realidad es que fue una
creación –si bien no deseada– de la ingeniería legislativa de los
políticos conservadores de entonces.
Estos clanes no tardaron en adueñarse del mercado de las destilerías
informales, de las importaciones y de controlar todos los centros
nocturnos ilegales. Pronto les salió la competencia de los clanes
irlandeses y polacos que eran tanto o más violentos que sus rivales
italianos. La Prohibición, lejos de "norteamericanizar" a las minorías
fijó dichos grupos en guetos y les incentivó a ganarse la vida con
formas muy específicas de delito.
Además, en contra de los felices pronósticos de los congresistas
puritanos, la Prohibición no erradicó de la sociedad americana el
consumo del alcohol y, encima, produjo nefastos efectos imprevistos. El
mismo esquema y similares consecuencias se dieron en los también muy
protestantes países nórdicos –con la excepción de Dinamarca– que
establecieron la prohibición sobre las bebidas alcohólicas en los años
veinte. Tan sólo tuvieron la sensatez de derogarla en la mitad de tiempo
que se mantuvo tal prohibición en los EE UU.
Otra manifestación legislativa hermana de aquel "noble experimento"
por mantener la Arcadia norteamericana fueron sendas leyes de control de
flujos migratorios durante la década de los veinte (la ley de cuotas de
1921 y la Johnson-Reed Act de 1924) aprobadas por la administración
republicana conservadora. El presidente Coolidge lo había expresado de
forma concisa con su "América debe seguir siendo americana". Así,
contraviniendo la tradicional política americana de puertas abiertas, y
bajo postulados racistas, limitaron la entrada de individuos pacíficos
por su mero origen asiático, eslavo o europeo-meridional, todos ellos
inmigrantes indeseados, favoreciendo –por el contrario– la de los
europeos del norte. El poder político empezaba a moldear la sociedad a
su gusto. Eso no fue más que un aperitivo de lo que vendría después con
la cascada de medidas liberticidas promovidas por la administración de
Hoover y Roosevelt en la década siguiente a raíz del crack del 29.
Por lo que respecta a la Prohibición, ésta proporcionó ganancias
fáciles a los traficantes, a quienes no resultó difícil corromper a
jueces y a los diferentes agentes federales quienes en aquel momento
percibían salarios relativamente bajos y a los que hubo de subírseles el
sueldo a costa de inflar el presupuesto público para hacerlos menos
sobornables. La violación de la ley seca se vio favorecida además, por
la propagación de la corrupción entre los miembros del Gobierno
nacional, policías y cargos políticos locales, que obtenían beneficios
personales con la Prohibición.
Los desconcertados puritanos vieron cómo en las húmedas
ciudades (es decir, casi todas) los locales de mala reputación se
pusieron rabiosamente de moda (ya puestos a transgredir, que sea un
completo). También lo hicieron el preparado de cocktails que enmascaraban el alcohol así como el uso de la discreta botella de bolsillo (la petaca). Para muchos, el beber ilegalmente resultaba emocionante. Los bares clandestinos (llamados speakeasies)
florecieron en cada una de las ciudades estadounidenses protegidos por
la complicidad de muchos ciudadanos. Se estima que había no menos de
cien mil tugurios secretos repartidos por todo el país.
También se disparó el turismo hacia el exterior donde no imperaba el
"régimen seco"; ciudades como La Habana o Hamilton, incluso villorrios
como Tijuana hicieron su agosto a costa de la aciaga Volstead Act.
Nuestro escritor Blasco Ibáñez así lo describiría, sorprendido, en su
vuelta al mundo.
Además, los años "rugientes" de aquella década no pararon de ofrecer
nuevas modas y entretenimientos a las masas urbanas como el cine, el
automóvil, el turismo, la radio, los cabarets y las salas de baile donde
escuchar las nuevas corrientes musicales (jazz, charlestón…). También
aparecieron las primeras jóvenes emancipadas con el pelo corto,
atrevidas indumentarias y con acceso al mercado laboral y a las urnas
(eran las flappers).
Las mujeres estaban tan ansiosas como los hombres por no regresar a las
reglas y roles antiguos previos a la Gran Guerra. Parecía como si el
mundo se estuviera confabulando para el relajamiento de las severas
costumbres de la sociedad conservadora americana. Había que persistir en
la cruzada prohibicionista.
En las presidenciales de 1928 el tema de la Prohibición, que empezaba
a mostrar abiertamente su fiasco, no fue un asunto menor. El
republicano Herbert Hoover –protestante y seco– era partidario de
mantener el "noble experimento" frente a su contrincante, el candidato
demócrata Alfred E. Smith –católico y húmedo– que propugnaba su
revocación. Hoover finalmente ganó las elecciones presidenciales.
Entre
otros muchos grupos organizados "el gran ingeniero" recibió el apoyo del
Ku Klux Klan, que estaba a favor de la Prohibición nacional del alcohol
y que era furibundamente anti-católico y anti-negro. La mayoría de los
votantes americanos pensó que Hoover sería el candidato ideal para
mantener la prosperidad heredada de Coolidge y la moral abstemia de los
puritanos fijada por decreto. Ambas se desvanecerían durante su mandato.
En 1929 el Congreso, al constatar el incumplimiento masivo de la Volstead Act, acordó endurecer aún más las sanciones con la Jones Five-and-Ten Law,
incrementando las penas a cinco años de prisión y multas de hasta
10.000 dólares para los infractores primerizos de la Ley seca. De poco
sirvió.
Según un estudio de la Universidad de Columbia, en vísperas de la
Volstead Act el consumo per cápita de bebidas alcohólicas en los
EE UU era de 6 litros al año. En 1921 bajó a medio litro
aproximadamente, pero a lo largo de los años siguientes esa media fue
progresivamente aumentando hasta alcanzar los 5 litros a inicios de los
años treinta. Esto es, casi a los mismos niveles previos a la
Prohibición.
Entre tanto, el balance de los catorce años que duró el "noble
experimento" en suelo norteamericano fue desolador: muchas personas
murieron intoxicadas por ingerir alcohol metílico,otras personas
sufrieron lesiones permanentes como ceguera o parálisis. Por otro lado,
el desacato a la ley fue inimaginable: unas gran cantidad de personas fueron
condenadas por delitos federales relacionados con el alcohol, de las
cuales un cuarto fueron sentenciadas a prisión y el resto fueron
multadas. Los homicidios aumentaron en un 49% y los robos en un 83% con
referencia a la década anterior; más de un 30% de los agentes encargados
de hacer cumplir la ley fueron condenados o separados de su servicio
por diversos delitos (extorsión, robo, falsificación de datos, tráfico o
perjurio). La población reclusa en las cárceles federales se triplicó
debido fundamentalmente a delitos ligados a infracciones de la National
Prohibition Act.
La Ley seca también cambió los hábitos de beber entre los americanos.
Antes el americano medio que bebía lo hacía fuera del hogar; los únicos
que lo hacían en casa eran ciertos extranjeros según su costumbre de
acompañar la comida con vino o cerveza (y que tan mal visto era por los
puritanos abstemios). En la época previa a 1920 el americano que lo
hacía en casa era por motivos médicos. Después de la Prohibición se
estableció la costumbre de almacenar bebidas alcohólicas dentro de los
hogares, lo que luego propició el aumento de su consumo. Se mire por
donde se mire, dicho experimento social no valió en absoluto la pena.
Los movimientos a favor de la derogación de la Prohibición se
cargaron cada vez más de razones. Entre los "revocacionistas" destacaron
la Association Against the Prohibition Amendment (Pierre e Irenee du
Pont, William Staton) y la Women's Organization for National Prohibition
Reformencabezada por Pauline Sabin, partidaria esta última de un
Gobierno limitado y defensora de las bondades del mercado libre.
Antiguos partidarios de la Prohibición pasaron a sus filas a finales de
la década (fue memorable el cambio de parecer y apoyos del magnate John
D. Rockefeller).
Nada de esto hizo verdadera mella entre los legisladores
prohibicionistas hasta que por fin muchos se dieron cuenta de que les
afectaba directamente a sus finanzas públicas. La ley seca había privado
al fisco norteamericano de unos 500 millones de dólares anuales
(alrededor de un 5% de sus ingresos). Eso fue demasiado. Además, se dio
la circunstancia de que el ciclo expansivo fue interrumpido bruscamente
por el hundimiento de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929 y se
necesitaba poner en marcha la máquina recaudatoria para nuevos proyectos
que iban a ser diseñados por otros políticos deseosos también de
experimentar con la sociedad.
Así, en febrero de 1933, el entonces recién elegido presidente
F. D. Roosevelt legalizó primero la venta de cervezas de 3,2 grados
como máximo (al día siguiente la bolsa subió un 15%). Por fin, el 5 de diciembre de 1933, el Senado derogó la
Prohibición (fue, por cierto, la mejor iniciativa legislativa de todas
las leyes intervencionistas aprobadas durante su largo mandato
presidencial). Hubo de aprobarse la Enmienda constitucional nº 21
que revocaba por vez primera en la historia de los EE UU otra enmienda
constitucional anterior. El Bureau of Prohibitionfue transformado en
la Alcohol Tax Unit que pasó a depender de la Hacienda americana (la
IRS). El "noble experimento" llegaba a su término y la sociedad
americana comenzaba de nuevo el necesario aprendizaje de convivir
cotidianamente con el alcohol legalizado interrumpido por la –siempre
peligrosa– intervención moralista del Estado.
Tras la derogación de la ley seca, la venta clandestina de alcohol
dejó súbitamente de ser rentable; sin embargo, muchas consecuencias de
aquella Prohibición perduraron como el costoso y creciente presupuesto
estatal (siempre insuficiente) para financiar luchas contra otros
delitos sin víctimas, la subsistencia de la prohibición de licores en
algunos estados (Kansas no la levantaría hasta 1987), la destrucción de
una floreciente industria del vino que no se recuperó del todo o el
severo problema del alcoholismo posterior en la sociedad americana
(organizaciones como Alcohólicos Anónimos vieron la luz en 1938).
Asimismo, la mafia y la estructura del hampa creada al calor de la
Volstead Act no desaparecieron tampoco sino que se reconvirtieron en
otros negocios que quedaban desterrados del tráfico legal como la
prostitución (hasta que su actividad fue legalizada) o el juego, en
forma de tragamonedas o casinos clandestinos, hasta que se autorizaron
en el estado de Nevada.
Posteriormente el mundo del crimen ya organizado se orientó
básicamente hacia el tráfico de estupefacientes, a escala ya
internacional.
Pero ese ya es otro tema.
http://www.liberalismo.org/articulo/431/53/noble/experimento/ley/seca/
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