Nace en China en el año 1775, pero no se sabe el lugar exacto de su
nacimiento. Tuvo una infancia muy dura, pero enseguida destacó por su
belleza, su altura y por su inteligencia y fuerte carácter.
Teniendo dieciséis años trabajaba de prostituta en el prostíbulo
flotante más famoso de Cantón. Siendo Ching Shih la más demandada de
dicho prostíbulo.
En ese prostíbulo fue donde conoció a quién sería su marido, el señor
Ching, que desde 1797, dirigía el consorcio de piratas del mar de la
China. Este pirata se enamoró profundamente de Ching Shih, siendo la
única prostituta que no llevaba los pies vendados y se casó con ella.
Los pies vendados de las mujeres chinas de aquella época, eran
símbolo de castidad y mantenían a la mujer dentro de la casa, haciéndola
incapaz de andar muy lejos de ella. Dentro de los manuales amatorios
chinos, los pies atados de las mujeres eran zonas erógenas, que
constituían una auténtica obsesión sexual para los chinos.
Jorge Luis Borges la describe en su “historia universal de la infamia” como:
“era una mujer sermentosa, de ojos dormidos y sonrisa cariada. El
pelo renegrido y aceitado tenía más resplandor que los ojos”.
Otros ven a Ching Shih, como este poema chino del siglo XIV:
“Atrapada por el viento suave,
Su falda de seda ondea y se agita.
El loto florece en los zapatos ajustados,
Como si ella pudiera mantenerse sobre las aguas otoñales.
La punta de sus zapatos no asoma más allá de la falda,
por temor a que se vean los pequeños bordados.”
Su falda de seda ondea y se agita.
El loto florece en los zapatos ajustados,
Como si ella pudiera mantenerse sobre las aguas otoñales.
La punta de sus zapatos no asoma más allá de la falda,
por temor a que se vean los pequeños bordados.”
Fue conocida por distintos nombres como son Ching Shi, Madame Ching, Hsi Kai, Shih Yasng..
Su marido el capitán Chang dirigía una potente flota de piratas, con
más de 400 barcos, en los que cada uno de ellos están armados por unos
veinticinco cañones. El tonelaje de dichos barcos oscilaba entre las
quince y las doscientas cincuenta toneladas.
Se dedicaban a la piratería tanto en mar como en ríos, asolando
pueblos y personas. También actuaban como fuerzas mercenarias al
servicio de quien les pagara.
Uno de los barcos de la flota de Ching Shih
Apoyaron una sublevación en Vietnam, favoreciendo al bando encabezado de Tay-son que representaba los intereses de los sectores humildes del campesinado. Mientras que el Imperio china presta su apoyo al poder establecido en Vietnam. De su presencia en dicho país destaca la adopción de un niño vietnamita que llamó Chang Pao. Que jugaría posteriormente, como veremos, un papel relevante en la vida de Ching Shih.
Ante el poder que iba adquiriendo el pirata Cheng I, el emperador chino lo hizo nombrar maestre de los establos imperiales, cargo de gran importancia dentro de la corte imperial china.
Ante este ofrecimiento del emperador, no se sabe muy bien cual fue la respuesta de Cheng y de su esposa Ching Shih, aunque hay dos versiones.
La primera dice que no fue aceptado dicho cargo y que Cheng siguió pirateando como había hecho hasta ese momento. La segunda dice que dicha oferta fue aceptada por Cheng I, lo que provocó el rechazo de otros piratas. Desde mi punto de vista, creo que fue la primera versión la real.
Cheng murió en el año 1808 y no parece que fuera de muerte natural. La primera versión nos dice que falleció pirateando, debido a que se vio sorprendido por una gran tormenta tropical que le causó la muerte. La segunda nos habla de que murió envenenado a través de la alimentación. Es mucho más creíble la primera versión que la segunda.
Ching Shih al quedarse viuda se hace cargo de la herencia de su marido, ocupando entonces el primer lugar. No sólo va a dirigir las flotas piratas, sino también las cuentas, todo ello con mano de hierro.
En la época de mayor esplendor llegó a disponer de más de 2.000 barcos piratas y tenía unos 70.000 marineros. Estos barcos fueron divididos en seis flotas. Cada una de estas flotas tenían un color, rojo, verde, amarillo, violeta y negro, la última flota tenía como estandarte una serpiente. Cada una de estas flotas estaba mandada por un almirante, que debía rendir cuentas pormenorizadas de sus acciones y del botín obtenido en sus correrías.
Todo estaba regido por unos reglamentos muy estrictos y detallados. Estos debían ser cumplidos y si no el infractor debía enfrentarse a durísimas sanciones, la mayoría de las cuales significaba la muerte. Podemos ver alguno de los capítulos de estos reglamentos:
- Nadie deberá seducir para su placer a las mujeres cautivas apresadas en las ciudades o en el campo, siendo llevadas a bordo del barco. Se deberá, primeramente, pedir permiso al ecónomo y retirarse a la cal del barco. El uso de la violencia con una mujer sin permiso del ecónomo será castigado con la muerte.
- Si un hombre va a tierra por su cuenta o si se comete el acto llamado “franquear las barreras”, se le horadarán las orejas en presencia de toda la flota; en caso de reincidencia se le dará muerte.
- Se prohíbe tomar a título privado la menor cosa del botín procedente del robo o del pillaje. Todo será registrado, y el pirata recibirá, de las diez partes, dos para él. Las otras ocho corresponderán al almacén denominado fondo general. Tomar lo que quiera que fuere del fondo general traerá consigo la muerte.
Ching Shih se enamoró de su hijo adoptivo Chong Poo, al que ya había convertido en su lugarteniente y se casó con él, con lo que consiguió su dominio familiar sobre toda la flota.
El imperio chino no podía permitir la existencia de tal poder en manos de la pirata Ching Shih. Para acabar con esta situación, el emperador armó una potente flota al mando del almirante imperial Kuo-Lang, que fue derrotado tras una intensa batalla naval por Ching Shih. Este almirante terminó suicidándose ante este deshonor de la derrota. Su marido e hijo adoptivo Chong Poo escribió este poema de la batalla:
El emperador chino mandó nuevamente al almirante Tsuen-Mon-Sun, que le ataca continuamente y acaba derrotando a Ching Shih. Esta, sin embargo, huye y consigue reorganizarse.
Nuevamente el emperador chino manda a su almirante más famoso Ting Kuei, con una gran flota. Saliendo derrotada Ching Shih.
« la viuda se afligía y pensaba. Cuando la luna se lleno en el cielo y en el agua rojiza, la historia pareció tocar a su fin. Nadie podía predecir si un ilimitado perdón o si un ilimitado castigo se abatiría sobre la zorra, pero el inevitable fin se acercaba. La viuda comprendió. Arrojó sus dos espadas al río, se arrodilló en un bote y ordenó que la condujeran hasta la nave del comando imperial. Era el atardecer, el cielo estaba lleno de dragones, esta vez amarillos. La viuda murmuraba unas frases: “La zorra busca el ala del dragón”, dijo al subir a bordo”.
Pero veamos otra version de su historia....
LA PIRATA DEL MAR DE CHINA....
La figura del pirata ha cautivado a la literatura y
al cine. Stevenson, Borges, Conrad, Melville, Defoe
han escrito
-fabulando y soñando, casi siempre- el relato nostálgico de su
accidentada travesía a lo largo y ancho de los mares y las costas del
mundo. Y el cine, la mayoría de las veces, se ha limitado a poner en
escena su caricatura, llena de patochadas, desmesuras y tópicos
ridículos.
Pero la epopeya pirata también contiene una pureza brutal y salvaje
que busca desesperadamente la libertad absoluta, aventada por el horror
legal y soterrado de las sociedades pretendidamente civilizadas de las
que surgieron las figuras protagonistas de sus desventurados pillajes.
Los piratas nunca quisieron hacer historia, sino escapar de la historia.
Su reinado no era de este mundo. Sus villanías surgieron de la negrura
que todos albergamos, en mayor o menor medida, en nuestras almas. Del
ser humano cazador, liberto y migrador que una vez fuimos y cuyo
recuerdo tribal continúa grabado a fuego en nuestro cerebro más
primitivo, reclamándonos aire limpio, espacios abiertos, depredaciones
sin número y una independencia orgullosa de fieras.
El comienzo de la historia de la piratería se pierde en la noche de
los tiempos. Es una actividad casi tan vieja como la humanidad, aunque
aseguren que nació en el siglo V antes de Cristo, en las inmediaciones
de la Costa de los Piratas, en el golfo Pérsico. Mantuvo sus actividades
durante toda la antigüedad, y alguno de sus destellos ha llegado a
estremecer el siglo XX. Incluso en el XXI se calculan unos 1.150 ataques
piratas cometidos sólo entre los años 2000 y 2002.
Claro que la piratería ya no es lo que era. Abordar hoy día, rifle en
mano, un buque mercante de 150 metros de eslora, cargado de material
informático, que entra en el puerto de Singapur procedente de Japón,
tratando de atravesar el estrecho de Malacca para luego seguir hasta
Suráfrica, no tiene el mismo encanto que adornaba a los viejos diablos
del infierno cuando en 1668, a las órdenes de Henry Morgan, saqueaban
Panamá bajo la sincera soflama de su capitán: "Aunque nuestro número es
pequeño, nuestros corazones son grandes, y cuantos menos sobrevivamos,
más fácil será repartir el botín y a más tocaremos cada uno". La
justicia de su lógica era entonces tan sencilla como demoledora. Ya ha
dejado de serlo.
El
filibustero hacia tiempo que dejó de serlo para convertirse en un triste
bandido naval, sin la alegría utópica y anarquizante que irradió de
aquellos antiguos y agrestes corazones, y que culminó en la Libertalia
del capitán Misson: un paraíso bucanero frente al mar malgache -plagado
de piratas ingleses, portugueses, negros, mahometanos
- que acabó cuando
los buenos indígenas oriundos del lugar decidieron pasar a cuchillo a
todos los miembros de la comuna, acabando con el pequeño ensayo de
república igualitaria ideada por Misson y su lugarteniente, el fraile
Caraccioli. El pirata John Silver de La isla del tesoro no es más que un
sueño, como lo fueron asimismo los falansterios, el nihilismo ruso, el
anarquismo, Saint-Simon, Rousseau, Fourier, el utopismo y el comunismo
libertario. Pero todos esos sueños laten, a su horrorosa manera, en el
sucio entramado, manchado de sangre y sal marina, de la bandera negra
pirata.
Fueron
escenarios primordiales de la odisea pirata. El siglo XVI comenzó
gloriosamente con grandes expediciones, y vio cómo holandeses e ingleses
se apresuraban codiciosamente sobre el poderío español en América y
Asia. El imperio español fue un revulsivo para la historia de la
piratería: sembró sueños oscuros, codicia y deseos de venganza en alguna
que otra mente réproba. Y es más que evidente que si dicho imperio
español dejó de ser un imperio, fue debido en parte a los implacables
oficios de los piratas a lo largo y ancho de más de dos siglos sembrados
de correrías, desvalijamientos y robos sin número.
Uno de los que más contribuyeron a empobrecer la Corona española fue
Francis Drake, que nació en Tavistok, en el Devonshire, en 1539, y se
dedicó desde muy joven a navegar. Viajó con Hawkins a la isla de La
Española, transportando esclavos negros procedentes de África, pero fue
sorprendido por los españoles y perdió su cargamento e incluso las
naves. En represalia, se hizo al corso con objeto de apresar el tesoro
que, según se decía entonces, pensaban transportar desde Panamá a España
a través del istmo de Darien. Hacerce al corso significaba obtener una
patente para robar y saquear con el beneplácito del rey u otros
gobernantes; eso sí: siempre barcos de bandera enemiga. La reina Isabel
I, fascinada por sir Drake, fue un noble ejemplo de cómo los reyes
llegaron a legitimar e institucionalizar la piratería, sobre todo cuando
era graciosamente puesta al servicio de sus arcas.
Los piratas formaban una extraña comunidad que, en los siglos XVII y
XVIII, en la isla de La Tortuga, incluso tuvo una base internacional: la
famosa cofradía de los Hermanos de la Costa, un semillero de proscritos
y ratas de mar de todos los colores y nacionalidades, rufianes de
corazón atrapado por la niebla oceánica, malos chicos insatisfechos con
un mundo ordenado y regido por leyes que no siempre se les antojaban
satisfactorias para sus propios intereses. Una hermandad que reunió a
tipos tan feroces como legendarios: Pierre Le Grand, el capitán Roberts,
Lewis, Agrammont, Low
Pero los siglos fueron jugando su partida en contra de los herejes
luteranos, como se los denominó ingenua y católicamente desde España, en
la que no sólo preocupaban sus temibles periplos encaminados a la
rapiña, sino, fundamentalmente, la burda y pertinaz manera que tenían
aquellos hombres (y mujeres) de violar una y otra vez la fe católica. En
el siglo XIX, los adelantos técnicos aplicados a las comunicaciones y a
los sistemas de defensa fueron dejando atrás a los facinerosos. Tan
rudos ellos, nunca se distinguieron por estar a la última en progresos
científicos, y la ley y el orden acabaron ganándoles por la manga.
Precisamente fue el siglo XIX el escenario de las andanzas de la
pirata china Ching Shih, o Cheng I Sao , porque la quimera
pirata, con su espíritu rabiosamente montaraz, no podía excluir a las
mujeres. La irlandesa Grace O'Malley, en el siglo XVI, tuvo su base en
la isla de Clare, en Clew Bay. Otra irlandesa (los irlandeses tienen la
sangre caliente y fueron espectacularmente proclives a la sanguinaria
aventura de los mares), Anne Bonney, hija de un importante abogado,
comenzó su carrera en el siglo XVII apuñalando a una chica y acabó
convertida en la esposa de un pirata de medio pelo que se la llevó
consigo a las Bahamas hasta que la joven lo abandonó por otro cazador de
más fortuna: Calico Jack, con quien tuvo un hijo que dejó al cuidado de
unos conocidos en Cuba para poder hacerse al mar con buen viento y
demostrar su pericia con el machete y la pistola, hasta que se enamoró
de Mary Read, una joven inglesa travestida de bucanero, que le robó el
corazón a Anne, y quizá también algo más (con los piratas, ya se sabe:
suelen afanar todo lo que pillan
). Las dos fueron condenadas a muerte, y
al menos una de ellas se libró de ser ejecutada a causa de su embarazo.
Charlotte de Berry, Fanny Campbell, Ann Mills
las mujeres sintieron la
llamada del corso, que era también la de la libertad. Si cualquier
hereje, desclasado, esclavo insurrecto o agitador tenía cabida en la
empresa corsaria, las mujeres no iban a ser menos. El odor di femina
penetró en los barcos, pero siempre a través de mujeres -muchas de ellas
viudas- que se comportaban como auténticos hombres. Es más: que
superaban a los hombres en valor, destreza y crueldad.
Yuentsze-Yung-Lun contó la historia de la piratería china
Entre 1807 y 1810 tratando de escamotearnos el relato miserable y
bárbaro de los desmanes bucaneros asiáticos. En China todo es
exquisitez, incluso en la atrocidad, venía a decir. Y, además, la
piratería china de comienzos del siglo XIX se vio reducida al imperio
absoluto de una mujer: Ching Shih, que por supuesto le aportó los
donaires, la fineza y la exquisitez propios del sexo débil. ¿Débil?
Bueno, es un decir
Cierto día, la señora Ching se convirtió en la esposa del señor
Ching, que desde 1797 dirigía el consorcio de los piratas. Sus barcos
distribuían generosamente el terror a lo largo y ancho de todos los ríos
y los mares habidos y por haber, hasta que el emperador, más que harto
de tanta degollina y expolio, nombró a Ching maestre de los establos
imperiales, un título que no hubiera disgustado a sir Francis Drake.
Según una primera versión, Ching desairó los honores imperiales y
continuó como si tal cosa, destripando annamitas y cochinchinos hasta
que estos pobres lo mataron en defensa propia aprovechando un descuido
en alguna escaramuza. Otros cuentan que, au contraire, Ching se infló
como un pavo tras recibir su nuevo título y, por supuesto, una vez que
el asunto se le subió a la cabeza, fue perdiendo brío hasta el punto en
que sus colegas del consorcio, desolados ante las manifiestas memeces y
ringorrangos del jefe, le obsequiaron con un plato de orugas venenosas,
servidas con una guarnición de rico arroz. Sea como fuere, el caso es
que Ching murió, y, con toda probabilidad, no de muerte natural.
Su viuda, lejos de sentirse desconsolada y abandonarse a una femenil
depresión, se hizo cargo del negocio familiar ocupando acto seguido el
lugar de su marido. Y llevó el mando y las cuentas con mano y voluntad
de hierro. Borges la describe como "una mujer sarmentosa de ojos
dormidos y sonrisa cariada. El pelo renegrido y aceitado tenía más
resplandor que los ojos". Yo, sin embargo, prefiero imaginarla como el
objeto de este poema chino del siglo XIV: "Atrapada por el viento suave,
/ su falda de seda ondea y se agita. / El loto florece en los zapatos
ajustados, / ¡como si ella pudiera mantenerse sobre las aguas otoñales! /
La punta de sus zapatos no asoma más allá de la falda, / por temor a
que se vean los pequeños bordados".
No se sabe si la señora Ching se ató los pies en su momento...
Los pies atados eran por entonces un símbolo de castidad y mantenían a
la mujer dentro de casa haciéndola incapaz de andar muy lejos de ella.
La señora Ching anduvo por donde le dio la gana. Pero también es cierto
que los manuales amorosos chinos eran bastante específicos sobre el uso
de los pies atados como zonas erógenas, que constituían una auténtica
obsesión sexual.
Con pies atados o libres, la señora Ching se convirtió en la reina
absoluta de seis enormes escuadras, con quinientos barcos de quince a
doscientas toneladas cada uno, dotados de veinticinco cañones en ambas
bandas. No estaba nada mal para una mujer de carácter como ella. Los
colores de las oriflamas eran rojo, verde, amarillo, violeta y negro, y
la sexta escuadra lucía el emblema de una serpiente. Sus comandantes
tenían nombres refinados del estilo de Pájaro y Sílex, Alto Sol, Joya de
Toda la Tripulación y Olla Llena de Peces. Aunque podemos objetar que
los nombres de los bellacos, más que elegantes, podían pasar por cursis,
la verdad es que los capitanes sometían a sus alféreces a un orden nada
propio de damiselas. El reglamento de la señora Ching era de todo menos
blandengue. Indicaba con meridiana claridad que "si un hombre va a
tierra por su cuenta, o si comete el acto llamado 'franquear las
barreras', se le horadarán las orejas en presencia de toda la flota; en
caso de reincidencia, se le dará muerte". También prohibió "tomar a
título privado la menor cosa del botín procedente del robo y el pillaje.
Todo será registrado, y el pirata recibirá, de las diez partes, dos
para él; las otras ocho corresponderán al almacén denominado fondo
general. Tomar lo que quiera que fuere del fondo general traerá consigo
la muerte".
Cuando se ponía a pensar en castigar una falta, lo primero que se le
ocurría -por insignificante que fuera dicha infracción- era penarla con
la muerte, así que con las faltas graves ya no se le ocurría ninguna
otra penitencia mejor o más ejemplarizante: "Nadie deberá seducir para
su placer a las mujeres cautivas apresadas en las ciudades o en el campo
y llevadas a bordo de un navío. Se deberá, primeramente, pedir permiso
al ecónomo, y retirarse a la cala del navío. El uso de la violencia con
una mujer sin el permiso del ecónomo será castigado con la muerte".
La viuda Ching era tan sumaria como Napoleón, y de una eficacia
parecida, según puede deducirse. Pronto prohibió hablar de botín -una
palabra con tintes bárbaros, casi occidentales-, y se refirió al fruto
de sus rapacerías como "productos trasbordados", expresión que nos suena
a ejercicio posindustrial y globalizado, de una absoluta modernidad.
Mientras su pequeño ejército se entretenía rebozándose de cieno entre
los juncos, o jugando a los naipes, o cocinando orugas y embadurnándose
el cuerpo con dientes de ajo antes de una ofensiva, en el año 1808 una
flota imperial, impresionante incluso para la señora Ching, la atacó sin
piedad hasta que los cadáveres flotaron en el mar en tal número que
bien podrían haberse confundido con la espuma de las olas. Pero la
viuda, con sus ardides, sus profecías, su gong y sus tambores, además de
su encantadora ferocidad, venció en la contienda. El almirante
imperial, Kuo-Lang, no fue capaz de superar la derrota y acabó
suicidándose después de mantener un nada honroso altercado con el
lugarteniente de la viuda, el joven y bien cebado Pao, un tipo capaz de
llorar como un niñito y de soltar una parrafada filosófica, con ínfulas
de lánguido poema en prosa, como la siguiente: "Nosotros somos como los
vapores que el viento dispersa, semejantes a las olas del mar que el
torbellino levanta. Como bambúes quebrados sobre el mar, flotamos y nos
hundimos alternativamente, sin gozar nunca de reposo. Nuestros éxitos en
la encarnizada batalla van a hacer pesar pronto sobre nuestros hombros
las fuerzas unidas del gobernador. Si nos persiguen por los canales y
las bahías del mar, cuyos mapas ellos poseen, ¿no habremos de hacer
grandes esfuerzos?".
Toda una tierna declaración de buenas intenciones que no sirve de
mucho porque, en cuanto se liquida el asunto, él y la viuda, junto al
resto de los miembros de la flota, se lanzan de nuevo a matar, a saquear
y a violar doncellas que luego venden provechosamente en Macao.
El negocio de la viuda continúa siendo de lo más floreciente durante
un largo año más, justo hasta que el emperador le envía como regalo a un
nuevo almirante, Tsuen-Mon-Sun, que la somete a una tenaz y porfiada
cruzada que la deja exhausta y la humilla con la derrota. Dicen las
crónicas que su gente se defendió con bravura, se cuenta el caso de una
mujer pirata que, armada de un machete en cada mano, les rebanó el
cuello a un buen montón de soldados imperiales antes de caer abatida en
la cala.
A pesar de todo, la viuda Ching consigue rearmarse y continúa con sus
fechorías, gobernando escuadras cada vez más fortalecidas, devastando
aldeas y sembrando el terror allá donde pisa o navega, como un ángel de
la muerte.
Pekín le envía a un caudillo guerrero de los más temibles: el
almirante Ting Kvei, y la señora está a punto de hincarse de hinojos,
derrotada, nada más ver la puesta en escena del sujeto. El almirante
irrumpe en el mar con una flota inconmensurable armada de astrólogos y
máquinas de guerra.
Borges lo contó diciendo que "la viuda se afligía y pensaba. Cuando
la luna se llenó en el cielo y en el agua rojiza, la historia pareció
tocar a su fin. Nadie podía predecir si un ilimitado perdón o si un
ilimitado castigo se abatirían sobre la zorra, pero el inevitable fin se
acercaba. La viuda comprendió. Arrojó sus dos espadas al río, se
arrodilló en un bote y ordenó que la condujeran hasta la nave del
comando imperial. Era el atardecer; el cielo estaba lleno de dragones,
esta vez amarillos. La viuda murmuraba unas frases: 'La zorra busca el
ala del dragón', dijo al subir a bordo".
Además de las maravillosas narrativas de Borges,
los anales -como siempre- dan dos versiones bien distintas del fin de
la viuda Ching, igual que las dieron sobre el de su marido. Para unos,
llegó a un acuerdo con el Gobierno y terminó dirigiendo una empresa de
contrabando de opio. De nuevo jefa emprendedora donde las hubiese,, se hizo llamar Esplendor de la Verdadera
Instrucción, y quizá se sintió satisfecha por una vez en su vida.
La otra versión cuenta que se retiró de las industrias del mundo y se
casó con un gobernador. De ser así, no se sabe a ciencia cierta si
volvió a enviudar o si, por el contrario, dejó viudo un día a ese santo
varón que tuvo los arrestos suficientes para volver a desposarla.
https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura---ocio/la-reina-pirata-ching-shih/20120429163133074466.html
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/ching-shih-reina-pirata-china_15575
https://elpais.com/diario/2005/07/24/eps/1122186414_850215.html
https://www.elespanol.com/social/20190117/pirata-poderosa-tiempos-aterrorizo-china/369213965_0.html
https://eldivandecleopatra.wordpress.com/2017/01/10/ching-shi-el-azote-del-mar-de-china/comment-page-1/
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