EL romanticismo contra la maquina
Lord Byron pronuncia su discurso ante la camara de los lores
Hace años que el aristócrata inglés George Gordon Byron, sexto Barón Byron, que ha pasado a la historia como Lord Byron, poeta, hizo su primer discurso en la Cámara de los Lores. En este discurso Byron atacó una nueva ley entonces en trámite, que condenaba a muerte a los culpables de sabotaje industrial o destrucción de maquinaria. La nueva ley se justificaba en los ataques a instalaciones
industriales en el corazón de Inglaterra que estaban aterrorizando a la
naciente clase financiero-industrial. Su objetivo era acabar, a sangre y
fuego si era necesario, con el movimiento ‘Ludita‘.
Y a fe que lo consiguieron: sólo en 1813 fueron ejecutados 17
seguidores del mítico ‘Rey Ludd’, y se dice que en un momento
determinado de la crisis había más tropas británicas combatiendo a los
Luditas en casa
que luchando contra Napoleón en España: hasta tal punto llegaron a
aterrarse los poderes del gobierno y el dinero en Gran Bretaña con
aquellos irritados artesanos. La indignación de los artesanos contra las
máquinas, telares y otra maquinaria de fabricación en masa, que sentían
estaban arruinando sus vidas, les llevó a tomarse la justicia por su
mano, y a arrasar talleres (y, a veces, a sus propietarios) en el nombre
de mantener las cosas como estaban. Nombrados por un mítico ‘Ned Ludd’
que habría destrozado un telar años antes, los Luditas no consiguieron detener la Revolución Industrial, pero dejaron su apellido para la posteridad como sinónimo de rechazo a la máquina; de oposición, incluso violenta, al avance tecnológico. Un tema que enlazaba perfectamente con el romanticismo de Byron.
Desde siempre el ser humano ha adorado y temido a la vez a su creación, la máquina. Fruto del ingenio humano pero con potencia
multiplicada, la máquina carece de sentimientos a los que apelar. Una
vez activada matará sin compasión, sin dudas, sin remordimientos, sin
odio. Las razones por las que actúa, los sentimientos que le achacamos,
son diferentes a los nuestros. Nos obedece y nos sirve, pero su falta de
lealtad es absoluta: nuestra propia horca, arado, espada o locomotora
nos matará si nos ponemos del lado equivocado tan certeramente como si
no tuviese ninguna relación con nosotros. La idea de la falta de control, de la creación que se rebela, no está lejos del Ludismo, ni de Byron; fue la mujer de su amigo Shelley, Mary Wollstonecraft, quien daría inmortalidad literaria a esta idea con su Frankenstein.
Sumemos a este reverencial y atávico temor la muy real circunstancia de
que en las primeras fases de la Revolución Industrial los artesanos
sólo percibían los aspectos más negativos (como la reducción de
jornales), y no los positivos (aparición de nuevos empleos,
abaratamiento de mercancías), y todos los elementos para un estallido
violento estaban a mano. Bastaron unas gotas de arrogancia por parte de
los propietarios de industrias y del gobierno, cercano a ellos, para
incendiar esta explosiva mezcla.
Hoy todavía quedan Luditas; abogados del atraso y defensores de que cualquier tiempo pasado fue mejor,
quizá porque ellos eran más jóvenes, tal vez porque comprendían lo que
pasaba y no se sentían algo desbordados. Pero ni siquiera los métodos
violentos del Ludismo original consiguieron detener el tiempo. El avance
no suele tener marcha atrás, por muy romántico que pudiera parecernos
aquel tiempo en el que todo era mejor. Sobre todo si eras el hijo de un
Barón con asiento en la Cámara de los Lores… el romántico suele
imaginarse viviendo en el pasado, pero en la clase alta; al final
aquellas industrias que atacaban los Luditas a quien más han beneficiado
ha sido a las clases bajas. Ironías de la historia…
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