Octavo concilio ecuménico (universal),
celebrado por la Iglesia de Occidente. La asamblea tuvo lugar entre el
día 1 de noviembre del año 1414 y el 22 de abril del año 1418, en la
ciudad de Constanza,
a instancias del emperador alemán Segismundo. La asistencia al concilio
fue en un principio escasa, pero las delegaciones fueron llegando en
días sucesivos: el emperador y su séquito, la delegación danesa y
polaca, el arzobispo de Maguncia, y así sucesivamente las demás
delegaciones, menos numerosas. Finalmente, se estimó el número de
participantes en unos 16.000, contando los prelados y el séquito de las
numerosas delegaciones, todos ellos reunidos en una ciudad de 10.000
almas. Los motivos de la convocatoria del concilio fueron múltiples y
variados, destacando entre ellos: la intención de poner fin a la
escisión dentro de la iglesia por la elección de tres papas; la condena
de la herejía que había surgido en Bohemia de la mano de Juan Hus; y,
por último; ratificar la doctrina conciliar por la que el concilio se
situaba por encima de la autoridad papal, y no al revés, como hasta el
presente había venido sucediendo. El concilio se articuló en torno a 45
sesiones.
La división de la Iglesia comenzó el año 1378, a raíz de
la elección del sucesor de Gregorio XI, papa que el año anterior acabó
con el período avignonense al regresar a Roma. El Colegio Cardenalicio,
de mayoría francesa, eligió al arzobispo de Bari, el italiano Bartolomé
Prignano, entronizado con el nombre de Urbano VI. En un primer momento,
la elección pontificia fue aceptada por todos, pero no tardaron en
surgir nuevas tensiones. El pueblo de Roma quería un papa italiano para
frenar cualquier intento papal de regresar a Avignón, pero los poderosos
cardenales franceses no acataron la decisión. Éstos últimos declararon
nula la elección por supuesta coacción contra sus personas, abandonando
Roma. En septiembre de ese mismo año, los cardenales franceses se
reunieron en la villa de Fondi, y eligieron a un nuevo papa en la
persona del cardenal Roberto de Ginebra, quien tomó el nombre de
Clemente VII, fijando su residencia en la antigua ciudad papal de
Avignón. Los dos papas elegidos no tardaron mucho en excomulgarse
mutuamente, con lo que se inauguró oficialmente un nuevo Cisma en la
Iglesia occidental, que duró 40 años.
Con el Cisma instalado, la
Cristiandad se escindió en dos obediencias muy definidas, en las que se
agruparon las naciones que reconocían al papa de Roma o al de Avignón.
La razón de que el Cisma se prolongase tanto hay que buscarla en las
propias circunstancias que rodearon su nacimiento. Ciertamente, no era
la primera vez que se daba una situación análoga en el seno de la
Iglesia Latina, existiendo bastantes precedentes. La diferencia estribó
en que las otras veces la Iglesia de occidente nunca tuvo dudas serias
acerca de quién detentaba la verdad, o en su caso la legitimidad. Esta
vez, en cambio, la situación era distinta, pues la legitimidad, tan
difíciles de comprobar, de uno u otro papa dependía de la validez o
invalidez que se diera a la discutida elección de Urbano VI, ya que éste
no era cardenal. Tampoco faltaron motivos de corte terreno o políticos a
la hora de apoyar a uno u otro candidato, como por ejemplo el rey
francés, deseoso de restaurar el Papado avignonés, y que contribuyó
sobremanera a fomentar y consolidar el Cisma. Pero la realidad era que
la Cristiandad se encontró con un gran dilema frente a la realidad de
las dos sedes pontificias, cada una de las cuales reivindicaba su
legitimidad: uno desde Roma, la Ciudad Eterna, y el segundo desde
Avignón, esa otra ciudad que, desde hacia setenta años las gentes se
habían acostumbrado a considerar como residencia pontificia. Estas
razones ayudan a comprender que, a parte de las motivaciones materiales
de muchos príncipes, muchos espíritus profundamente religiosos se
decantaran por un papa u otro. Santos tan importantes como Santa
Catalina de Siena, o San Vicente Ferrer militaron en obediencias
opuestas. Este simple hecho da una visión clara de hasta qué punto el
Cisma sembró la confusión en las conciencias de los fieles.
En la
conciencia de todos estaba presente el anhelo de acabar con el Cisma y
congregar a la Iglesia bajo el mando de un solo pastor. Pero, tanto Roma
como Avignón, siguieron manteniendo las mismas posturas intransigentes.
Hubo intentos infructuosos para poner término a tan ignominioso Cisma,
pero las dos partes se mostraron irreductibles, acusando al contrario de
ser ellos los promotores de la división, y pese a sus constantes
declaraciones en pro de la unidad. Con el problema enquistado, a medida
que pasaron los años se abrió camino la idea de un concilio como única
solución al problema. Dos teólogos que enseñaban en la Universidad de
parís, Enrique de Langenstein y Conrado de Geluhausen, fueron los
difusores de tal solución. En vista de que ambos papas se negaban a
abdicar, el concilio se veía como necesario para dirimir como árbitro
entre los dos. La propia Universidad de París redactó, en el año 1393,
un memorial donde se adoptaba la solución conciliar, con poder de
arbitraje y capacidad de decisión competente sobre los cardenales y los
dos papas. Tuvieron que pasar dos decenios para que se adoptase
finalmente la propuesta.
En el año 1408, Gregorio XII era el nuevo
papa en roma y Benedicto XIII (el aragonés Pedro de Luna) en Avignón.
Sólo cuando fracasaron las innumerables negociaciones entre ambos
pontífices para llegar a un compromiso y se produjo la renuncia de
Francia a su papa avignonés, trece cardenales del Colegio Cardenalicio
se desentendieron de la obediencia a los dos papas y convocaron un
concilio general en la ciudad de Pisa, previsto para el 25 de marzo del
año 1409, y cuyo objetivo era el de acabar con tan denigrante
espectáculo. La asamblea tuvo el éxito esperado, pese a los esfuerzos
del entonces emperador alemán, Ruperto del Palatinado, para detenerlo.
Los dos papas disputantes fueron llamados a comparecer, acusados de
cismáticos pertinaces. En vista de la incomparecencia de éstos, el
concilio los declaró depuestos. Los cardenales asistentes eligieron papa
al arzobispo de Milán, Pedro Filarghi, quien se hizo llamar Alejandro
V. En la práctica nada se consiguió, pues ni uno ni otro de los
depuestos pontífices aceptó la solución, agravando más la situación.
Ahora la Iglesia no tenía dos papas, sino tres, lo que equivalía a tres
obediencias. La Iglesia era ahora tricéfala. Como muy bien reflejó un
tratado de la época, ”del perverso dualismo se había pasado a una
malhada tríada”.
Por fin, la idea de un concilio auténticamente
ecuménico contó con un gran defensor en la figura del nuevo emperador
alemán. Segismundo. Gracias a este monarca, la Iglesia Latina pudo salir
del callejón sin salida en el que se había metido. El nuevo “papa de
Pisa”, Juan XXIII, sucesor de Alejandro V, no tuvo más remedio que
confiarse a Segismundo para conseguir la celebración del concilio. Él
solo no podía congregar a la Cristiandad. El emperador anunció su
celebración, con cartas para toda la Cristiandad, el 30 de octubre del
año 1413. Más tarde, el 9 de diciembre del mismo año, lo convocó el papa
Juan XXIII. Mediante negociaciones con los otros papas y con casi todos
los estados europeos, Segismundo consiguió el placet para la reunión
ecuménica. Incluso se invitó al emperador bizantino Manuel II Paleólogo.
El
Concilio de Constanza fue inaugurado oficialmente el día 1 de noviembre
del año 1414 por el “papa de Pisa”, Juan XXIII. A medida que iban
llegando las delegaciones de los diversos reinos, la actividad conciliar
fue cobrando un ritmo más vivo. Juan XXIII, que había convocado el
concilio, esperaba que en Constanza se confirmaría su legitimidad,
reconociéndole toda la Cristiandad su calidad de único pontífice. Juan
XXIII, como italiano que era, tenía la esperanza de que los prelados
asistentes, en su mayoría italianos, le apoyarían en su objetivo de
reafirmarse. Esta última circunstancia se quebró por la presión de las
delegaciones alemana, francesa e inglesa, las cuales pidieron que el
voto se realizase por el sistema de naciones en vez de por el sistema de
voto individual, como había sido habitual hasta entonces. Cada “nación”
habría de deliberar por separado y acordar así el sentido del voto
único que correspondía dar a la nación. Cada nación disponía de un voto,
al que se sumaba el de cada cardenal del Colegio Cardenalicio. La
votación por nacionalidades fue característica del Concilio de
Constanza, No se trataba, como a primera vista podría creerse, de la
aparición del principio de las nacionalidades. Las naciones eran
concebidas dentro del concilio como las naciones de las universidades
medievales, es decir, conjuntos condicionados por la política,
agrupaciones de tipo consultivo y de voto, que podían reunir a varias
nacionalidades. En el concilio, la “nación” alemana, por ejemplo,
reunía, además de a los propios alemanes, a los escandinavos, polacos,
checos, húngaros, croatas y dálmatas; la inglesa, a los escoceses e
irlandeses; y así las restantes. En un principio las naciones eran
cuatro: la francesa, la inglesa, la alemana y la italiana. Más tarde se
agregó al concilio una quinta nación, la española, cuando llegaron a la
asamblea los representantes de los reinos hispánicos, que hasta entonces
habían permanecido bajo la obediencia de Benedicto XIII.
El
emperador Segismundo, asumiendo el papel principal desde un principio,
expresó la idea de que la abdicación de los tres papas existentes era la
única condición indispensable para la efectiva solución del Cisma que
dividía a la Cristiandad. Las naciones no italianas acogieron la idea
del emperador de buen grado, lo que vino a deshacer las esperanzas de
Juan XXIII. Viendo el clima adverso contra su persona, éste concibió un
proyecto arriesgado: en vez de abdicar huyó de Constanza, en marzo del
año 1415, refugiándose en la localidad de Schaffhausen, en los dominios
de su protector, el duque Federico de Austria. Juan XXIII justificó su
conducta alegando que en Constanza carecía de la seguridad mínima.
Invitando a sus partidarios a abandonar el concilio y reunirse con él.
La
huida de Juan XXIII produjo un enorme desconcierto, puesto que fue él
quien había convocado el concilio. Ante tal circunstancia se dudó en
seguir o disolver la asamblea. Un buen número de cardenales y prelados
abandonaron Constanza y marcharon a reunirse con el pontífice prófugo.
Estaba en el aire la propia supervivencia del concilio. En aquella hora
crítica, la prosecución del concilio prosiguió gracias a dos
circunstancias principales: por la resuelta decisión del emperador
Segismundo, que desplegó una incansable actividad para superar la
crisis; y por la postura de un grupo de cardenales y teólogos que
acometieron el paso trascendental de apoyar las teorías conciliaristas.
El
23 de marzo de 1415, el canciller de la Universidad de París, Gerson,
pronunció un gran discurso en el que sacó a relucir la teoría
conciliarista, resumiéndose en los siguientes términos: Todos los
miembros de la iglesia, incluso el papa, debían obediencia al concilio
general; el concilio no podía suprimir la plena potestad del papa, pero
sí restringirla, si así lo exigía el bien común de la propia Iglesia. De
resultas de esta idea, el 6 de abril, el concilio aprobó el famoso
decreto Sacrosancta, en el que se declaraba que el
concilio general reunido en Constanza representaba a la Iglesia
católica, y que había recibido su autoridad directamente de Cristo, y
por tanto a su autoridad estaban todos los poderes sometidos, incluyendo
al propio Papado, en lo referente a la fe, a la abolición del Cisma y a
la reforma de la Iglesia. De esto modo, el Concilio de Constanza hacía
suya la doctrina de la superioridad del concilio universal sobre el
papa. No hay que olvidar que este decreto nació a raíz de la fuga del
papa y que fue dictado como consecuencia de la necesidad del momento. El
decreto Sacrosancta encontró, como era lógico de suponer,
cierta oposición entre un nutrido grupo de cardenales, pero finalmente
fue aprobado por el concilio. Con esta medida, se logró superar la
crisis más grave. El 17 de mayo, Juan XXIII fue llevado prisionero a la
ciudad de Randolfzell, donde fue depuesto de su cargo, el 29 de mayo.
Todavía
seguían en funciones los otros dos papas. Gregorio XII, deseoso de
contribuir a la solución del Cisma, llevó a cabo dos actos
trascendentales para el inicio de la solución del problema: promulgó una
bula de convocación del Concilio de Constanza, con lo que éste quedaba
legalmente constituido; y la más importante, abdicó por propia voluntad,
reingresando en el Colegio Cardenalicio con su antiguo cargo de
cardenal de Porto, Ángel Correr. Desaparecidos de la escena dos de los
tres pontífices rivales, tan sólo quedaba la renuncia del tercero en
discordia, el aragonés Benedicto XIII. El propio emperador Segismundo
llevó las negociaciones con el papa aragonés, recluido en la ciudad de
Perpignan. Pero éste, hombre de indomable carácter y profundamente
persuadido de su legitimidad, no se dejó persuadir. Poco a poco, fue
abandonado por todas las naciones que le habían apoyado, refugiándose
finalmente en la fortaleza de Peñíscola, a orillas del Mediterráneo. En
vista del fracaso del emperador en las negociaciones, el concilio
resolvió condenarle y deponerle, en julio del año 1417. Benedicto XIII
resistió obstinadamente, sólo y abandonado por todos, hasta su muerte,
acaecida el año 1423.
Con la deposición del último protagonista
del Cisma, quedaba la vía libre para la elección del nuevo pontífice. Se
votó por el sistema establecido de naciones. Pero el concilio volvió a
encontrarse dividido por la cuestión de decidir cómo se debía proceder
en adelante. Todos estaban de acuerdo en que las dos grandes cuestiones
que todavía estaban pendientes eran la elección papal y la reforma de la
Iglesia. El emperador Segismundo, apoyado por los alemanes e ingleses
abogaban por acometer primero la reforma eclesiástica para que fuera el
concilio quien, en su calidad de suprema autoridad eclesiástica, la
llevase a término y obligase al futuro papa a plegarse ante una Iglesia
renovada. El resto propuso poner rápido término a la orfandad de la
Iglesia, con la elección de un nuevo papa y confiar en éste, en unión
con el concilio, la misión de dirigir la reforma eclesiástica.
Finalmente se llegó a un compromiso plasmado en el decreto Frequens,
del 9 de octubre del año 1417, por el que se dispuso una reunión
periódica del concilio ecuménico. Este decreto instauró la obligación de
celebrar un nuevo concilio a los cinco años, el siguiente a los siete y
los sucesivos, de diez en diez años. En caso de que surgiera un nuevo
cisma, el concilio ecuménico se reuniría sin necesidad de convocatoria.
La transformación del concilio ecuménico en asamblea periódica
constituyó toda una novedad sin precedentes en la tradición eclesiástica
de la Iglesia de Occidente.
También fue novedosa la composición
del provisional Colegio electoral. Éste fue formado por los 23
cardenales asistentes en Constanza, a los que se sumaron treinta
electores, seis por cada nación, reunido en cónclave, el 8 de noviembre
del año 1417. Tres días más tarde fue elegido papa el cardenal Otón
Colonna, que tomó el nombre de Martín V. La alegría fue general y no era
para menos: la Iglesia volvía a tener un papa legítimo, una cabeza
rectora visible. En los siguientes meses el concilio aprobó varias
medidas parciales de reforma de la Iglesia, y se concluyeron los
llamados Concordatos de Constanza; acuerdos sobre cuestiones
eclesiásticas entre el papa y las diversas naciones conciliares. En
abril del año 1418, el concilio fue clausurado por Martín V, prometiendo
éste una nueva reunión que se celebraría cinco años más tarde.
Durante
la pausa de las negociaciones que siguieron a la deposición de Juan
XXIII, el concilio se ocupó de la persona y doctrina herética lanzada
por el profesor de Praga, Juan Hus. Su modelo religioso se basó en el
ideado por el inglés Juan Wyclif, cuyas 45 tesis fueron condenadas el 4
de mayo de 1414 por el concilio. Al igual que él, Hus, viendo las
numerosas lacras que padecía la Iglesia presente, se refugió en la
Iglesia espiritual de los predestinados por Dios, en la que ni el
sacerdocio, en cuanto ministerio, ni la administración objetiva de los
sacramentos, garantizaban la redención del hombre, sino que era la
Gracia divina. Precisamente, por su conducta irreprochable y por sus
desconsideradas críticas contra el clero, se fabricó multitud de
poderosos enemigos, incluyendo a su antiguo protector, el arzobispo de
Praga. Pero al mismo tiempo, como posteriormente le ocurrió a Martín
Lutero, contó con la adhesión de gran parte de la nobleza y pueblo
checo, imbuidos de grandes dosis nacionalistas.
Con la intención
de atraerle al concilio, el emperador Segismundo consiguió que se
levantase la excomunión que pesaba sobre su persona, además de
proporcionarle un salvoconducto. Lo que no se le levantó fue la pena de
suspensión, lo que le inhabilitaba para dar la misa. Hus transgredió
esta prohibición, por lo que fue arrestado. En el juicio que se celebró
contra él, Juan Hus se negó a retractarse. El 6 de julio del año 1415
fue condenado, como hereje pertinaz y conforme al derecho vigente, al
brazo secular, es decir, a la hoguera. Un año después le siguió a la
hoguera su amigo Jerónimo de Praga, que en un primer momento se había
retractado.
El concilio ecuménico más largo y numeroso de la
Iglesia de occidente tuvo éxitos indiscutibles: puso fin a cuarenta años
de Cisma; devolvió la unidad espiritual a la Cristiandad latina; y
proporcionó un papa indiscutido y aceptado por todos. Como
contrapartida, es necesario señalar que los decretos promulgados por el
concilio no fueron confirmados formalmente por el nuevo papa Martín V,
ya que estos estaban dirigidos a limitar los poderes del papa y a dar
una constitución conciliarista a la Iglesia. Estos decretos, en sí
mismos, contenían gérmenes de futuros conflictos que volverían a
culminar en un abierto enfrentamiento entre el Papado y el posterior
Concilio de Basilea, reunido en el año 1423. Esto demuestra que Martín V
cumplió lo pactado en el decreto Frequens, aunque no compartiera su doctrina.
http://www.enciclonet.com/articulo/concilio-de-constanza/
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