A las cinco de la tarde del 26 marzo de 1827 se levantó en Viena un
fuerte viento que momentos después se transformaría en una impetuosa
tormenta. En la penumbra de su alcoba, un hombre consumido por la agonía
está a punto de exhalar su último suspiro. Un intenso relámpago ilumina
por unos segundos el lecho de muerte. Aunque no ha podido escuchar el
trueno que resuena a continuación, el hombre se despierta sobresaltado,
mira fijamente al infinito con sus ojos ígneos, levanta la mano derecha
con el puño cerrado en un último gesto entre amenazador y suplicante y
cae hacia atrás sin vida. Un pequeño reloj en forma de pirámide, regalo
de la duquesa Christiane Lichnowsky, se detiene en ese mismo instante.
Ludwig van Beethoven, uno de los más grandes compositores de todos los
tiempos, se ha despedido del mundo con un ademán característico, dejando
tras de sí una existencia marcada por la soledad, las enfermedades y la
miseria, y una obra que, sin duda alguna, merece el calificativo de
genial.
Nacido en Bonn en 1770, Ludwig van Beethoven creció en
el Palatinado, sometido a los usos y costumbres cortesanos propios de
los estados alemanes; desde allí saludaría la Revolución francesa y
luego el advenimiento de Napoleón como el gran reformador y liberador de
la Europa feudal, para acabar contemplando desilusionado con la
consolidación del Imperio francés. Su obra arrasó como un huracán las
convenciones musicales clasicistas de su época y tendió un puente
directo, más allá del romanticismo posterior, con Brahms y Wagner, e
incluso con músicos del siglo XX como Bartók, Berg y Schonberg. Su
personalidad configuró uno de los prototipos del artista romántico
defensor de la fraternidad y la libertad, apasionado y trágico.
La
familia Beethoven era originaria de Flandes, lo que no era un hecho
extraordinario entre los servidores de la provinciana corte de Bonn en
el Palatinado. Ludwig, el abuelo del compositor, en cuya memoria se le
impuso su nombre, se había instalado en 1733 en Bonn, ciudad en la que
llegó a ser un respetado maestro de capilla de la corte del elector.
Dentro del rígido sistema social de su tiempo, Johann, su hijo, también
fue educado para su ingreso en la capilla palatina. El padre de
Beethoven, sin embargo, no destacó precisamente por sus dotes musicales,
sino más bien por su alcoholismo; a su muerte, en 1792, se ironizó con
crueldad en la corte sobre el descenso de ingresos fiscales por consumo
de bebidas en la ciudad.
Johann se casó con María
Magdalena Keverich en 1767, y tras un primer hijo también llamado
Ludwig, que murió poco después de nacer, nació el 16 de diciembre de
1770 el que habría de ser compositor. A Ludwig siguieron otros dos
niños, a los que pusieron los nombres de Caspar Anton Karl y Nikolauss
Johann. A la muerte del abuelo, auténtico tutor de la familia (Ludwig
contaba entonces tres años de edad), la situación moral y económica del
matrimonio se deterioró rápidamente. El dinero escaseó; los niños
andaban mal nutridos y no era infrecuente que fueran golpeados por el
padre; la madre iba consumiéndose, hasta el extremo de que, al morir en
1787 a los cuarenta años, su aspecto era el de una anciana.
Parece ser que Johann se percató pronto de las dotes
musicales de Ludwig y se aplicó a educarlo con férrea disciplina como
concertista, con la idea de convertirlo en un niño prodigio mimado por
la fortuna, a la manera del primer Mozart. En 1778 el niño tocaba el
clave en público y llamó la atención del anciano organista Van den
Eeden, que se ofreció a darle clases gratuitamente. Un año más tarde,
Johann decidió encargar la formación musical de Ludwig a su compañero de
bebida Tobias Pfeiffer, músico mucho mejor dotado y no mal profesor,
pese a su anarquía alcohólica que, ocasionalmente, imponía clases
nocturnas al niño cuando se olvidaba de darlas durante el día.
Los
testimonios de estos años trazan un sombrío retrato del niño, hosco,
abandonado y resentido, hasta que en su destino se cruzó Christian
Neefe, un músico llegado a Bonn en 1779, quien tomó a su cargo no sólo
su educación musical, sino también su formación integral. Diez años más
tarde, el joven Beethoven le escribió: «Si alguna vez me convierto en un
gran hombre, a ti te corresponderá una parte del honor». A Neefe se
debe, en cualquier caso, la nota publicada en el Cramer Magazine en
marzo de 1783, en la que se daba noticia del virtuosismo interpretativo
de Beethoven, superando «con habilidad y con fuerza» las dificultades de
El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach, y de la publicación en Mannheim de las nueve Variaciones sobre una marcha de Dressler, que constituyeron sin duda alguna su primera composición.
En
junio de 1784 Maximilian Franz, el nuevo elector de Colonia (que habría
de ser el último), nombró a Ludwig, que entonces contaba catorce años
de edad, segundo organista de la corte, con un salario de ciento
cincuenta guldens. El muchacho, por aquel entonces, tenía un aire
severo, complexión latina (algunos autores la califican de «española» y
recuerdan que este tipo de físico apareció en Flandes con la dominación
española) y ojos oscuros y voluntariosos; a lo largo de su vida, algunos
los vieron negros, y otros gris verdosos, siendo casi seguro que su
tonalidad varió con la edad o con sus estados de ánimo.
Amarga
habría sido la vida del joven Ludwig en Bonn, sobre todo tras la muerte
de su madre en 1787, si no hubiera encontrado un círculo de excelentes
amigos que se reunían en la hospitalaria casa de los Breuning: Stefan y
Eleonore von Breuning, a la que se sintió unido con una apasionada
amistad, Gerhard Wegeler, su futuro marido y biógrafo de Beethoven, y el
pastor Amenda. Ludwig compartía con los jóvenes Von Breuning sus
estudios de los clásicos y, a la vez, les daba lecciones de música.
Habían corrido ya por Bonn (y tal vez este hecho le abriera las puertas
de los Breuning) las alabanzas que Mozart había dispensado al joven
intérprete con ocasión de su visita a Viena en la primavera de 1787.
Cuenta la anécdota que Mozart no creyó en las dotes improvisadoras del
joven hasta que Ludwig le pidió a Mozart que eligiera él mismo un tema.
Quizá Beethoven recordaría esa escena cuando, muchos años más tarde,
otro muchacho, Liszt, solicitó tocar en su presencia en espera de su
aprobación y aliento.
Estos años de formación con
Neefe y los jóvenes Von Breuning fueron de extrema importancia porque
conectaron a Beethoven con la sensibilidad liberal de una época
convulsionada por los sucesos revolucionarios franceses, y dieron al
joven armas sociales con las que tratar de tú a tú, en Bonn y, sobre
todo, en Viena, a la nobleza ilustrada. Pese a sus arranques de mal
humor y carácter adusto, Beethoven siempre encontró, a lo largo de su
vida, amigos fieles, mecenas e incluso amores entre los componentes de
la nobleza austriaca, cosa que el más amable Mozart a duras penas
consiguió.
Beethoven tenía sin duda el don de
establecer contactos con el yo más profundo de sus interlocutores; aun
así, sorprende la fidelidad de sus relaciones en la élite, especialmente
si se considera que no estaban habituadas a un lenguaje igualitario,
cuando no zumbón o despectivo, por parte de sus siervos, los músicos.
Forzosamente la personalidad de Beethoven debía subyugar, incluso al
margen de la genialidad y grandeza de sus creaciones. Así, su amistad
con el conde Waldstein fue decisiva para establecer los contactos
imprescindibles que le permitieron instalarse en Viena, centro
indiscutible del arte musical y escénico, en
noviembre de 1792
.
En Viena
El
avance de las tropas francesas sobre Bonn y la estabilidad del joven
Beethoven en Viena convirtieron lo que tenía que ser un viaje de
estudios bajo la tutela musical de Haydn en una estancia definitiva.
Allí, al poco de llegar, recibió la entusiasta protección del príncipe
Lichnowsky, quien lo hospedó en su casa, y recibió lecciones de Johann
Schenck, del teórico de la composición Albrechtsberger y del maestro
dramático Antonio Salieri.
Sus éxitos como
improvisador y pianista eran notables, y su carrera como compositor
parecía asegurada económicamente con su trabajo de virtuoso. Porque,
entretanto, el joven Beethoven componía infatigablemente: fue éste, de
1793 a 1802, su período clasicista, bajo la benéfica influencia de la
obra de Haydn y de Mozart, en el que dio a luz sus primeros conciertos
para piano, las cinco primeras sonatas para violín y las dos para
violoncelo, varios tríos y cuartetos para cuerda, el lied Adelaide
y su primera sinfonía, entre otras composiciones de esta época. Su
clasicismo no ocultaba, sin embargo, una inequívoca personalidad que se
ponía de manifiesto en el clima melancólico, casi doloroso, de sus
movimientos lento y adagio, reveladores de una fuerza moral y psíquica
que se manifestaba por vez primera en las composiciones musicales del
siglo.
Su fama precoz como compositor de conciertos y graciosas
sonatas, y sobre todo su reputación como pianista original y virtuoso
le abrieron las puertas de las casas más nobles. La alta sociedad lo
acogió con la condescendencia de quien olvida generosamente el origen
pequeño burgués de su invitado, su aspecto desaliñado y sus modales
asociales. Porque era evidente que Beethoven no encajaba en aquellos
círculos exclusivos; era un lobo entre ovejas. Seguro de su propio
valor, consciente de su genio y poseedor de un carácter explosivo y
obstinado, despreciaba las normas sociales, las leyes de la cortesía y
los gestos delicados, que juzgaba hipócritas y cursis. Siempre atrevido,
se mezclaba en las conversaciones íntimas, estallaba en ruidosas
carcajadas, contaba chistes de dudoso gusto y ofendía con sus coléricas
reacciones a los distinguidos presentes. Y no se comportaba de tal
manera por no saber hacerlo de otro modo: se trataba de algo deliberado.
Pretendía demostrar con toda claridad que jamás iba a admitir ningún
patrón por encima de él, que el dinero no podía convertirlo en un ser
dócil y que nunca se resignaría a asumir el papel que sus mecenas le
reservaban: el de simple súbdito palaciego. En este rebelde propósito se
mantuvo inflexible a lo largo de toda su vida. No es extraño que tal
actitud despertase las críticas de quienes, aun reconociendo
sinceramente que estaban ante un compositor de inmenso talento, lo
tacharon de misántropo, megalómano y egoísta. Muchos se distanciaron de
él y hubo quien llegó a retirarle el saludo y a negarle la entrada a sus
salones, sin sospechar que Beethoven era la primera víctima de su
carácter y sufría en silencio tales muestras de desafecto.
Durante
estos «años felices», Beethoven llevaba en Viena una vida de libertad,
soledad y bohemia, auténtica prefiguración de la imagen tópica que, a
partir de él, la sociedad romántica y postromántica se forjaría del
«genio». Esta felicidad, sin embargo, empezó a verse amenazada muy
pronto, ya en 1794, por los tenues síntomas de una sordera que, de
momento, no parecía poner en peligro su carrera de concertista. Como
causa los biógrafos discutieron la hipótesis de la sífilis, enfermedad
muy común entre los jóvenes que frecuentaban los prostíbulos de Viena, y
que, en cualquier caso, daría nueva luz al enigma de la renuncia de
Beethoven, al parecer dolorosa, a contraer matrimonio. La gran crisis
moral de Beethoven no estalló, sin embargo, hasta 1802.
La crisis
En
1801 y 1802 la progresión de su sordera, que Beethoven se empeñaba en
ocultar para proteger su carrera de intérprete, fue tal que el doctor
Schmidt le ordenó un retiro campestre en Heiligenstadt, un hermoso
paraje con vistas al Danubio y los Cárpatos. Ello supuso un alejamiento
de su alumna, la jovencísima condesa Giulietta Guicciardi, de la que
estaba profundamente enamorado y por la que parecía ser correspondido.
Obviamente, Beethoven no sanó y la constatación de su enfermedad le
sumió, como es lógico que ocurriera en un músico, en la más profunda de
las depresiones.
En una carta dirigida a su amigo
Wegener en 1802, Beethoven había escrito: "Ahora bien, este demonio
envidioso, mi mala salud, me ha jugado una mala pasada, pues mi oído
desde hace tres años ha ido debilitándose más y más, y dicen que la
primera causa de esta dolencia está en mi vientre, siempre delicado y
aquejado de constantes diarreas. Muchas veces he maldecido mi
existencia. Durante este invierno me sentí verdaderamente miserable;
tuve unos cólicos terribles y volví a caer en mi anterior estado.
Escucho zumbidos y silbidos día y noche. Puedo asegurar que paso mi vida
de modo miserable. Hace casi dos años que no voy a reunión alguna
porque no me es posible confesar a la gente que estoy volviéndome sordo.
Si ejerciese cualquier otra profesión, la cosa sería todavía pasable,
pero en mi caso ésta es una circunstancia terrible; mis enemigos, cuyo
número no es pequeño, ¿qué dirían si supieran que no puedo oír?"
Para colmo, Giulietta, la destinataria de la sonata Claro de luna,
concertó su boda con el conde Gallenberg. La historia, que se repetiría
años después con Josephine von Brunswick, debiera haber hecho
comprender al orgulloso artista que la aristocracia podía aceptarle como
enamorado e incluso como amante de sus mujeres, pero no como marido. El
caso es que el músico creyó acabada su carrera y su vida y, acaso
acariciando ideas de un suicidio a lo Werther, la famosa novela de
juventud de Goethe, se despidió de sus hermanos en un texto ciertamente
patético y grandioso que, de hecho, parecía más bien dirigido a sus
contemporáneos y a la humanidad toda: el llamado Testamento de Heiligenstadt.
No
intentó el suicidio, sino que regresó en un estado de total postración y
desaliño a Viena, donde reanudó sus clases particulares. La salvación
moral vino de su fortaleza de espíritu, de su arte, pero también del
benéfico influjo de sus dos alumnas, las hermanas Josephine y Therese
von Brunswick, enamoradas a la vez de él. Parece ser que la tensión
emocional del «trío» llegó a un estado límite en el verano de 1804, con
la ruptura entre las dos hermanas y la clara oposición familiar a una
boda. Therese, quien se mantuvo fiel toda su vida en sus sentimientos
por el genio, lamentaría años más tarde su participación en el
alejamiento de Ludwig y Josephine: «Habían nacido el uno para el otro,
y, si se hubiesen unido, los dos vivirían todavía». La reconciliación
tuvo lugar al año siguiente, y fue entonces Therese la hermana
idolatrada por Ludwig. Pero ahora era el músico el que no se decidía a
dar un paso definitivo y, en 1808, pese a que le había dedicado la Sonata, Op. 78,
Therese abandonó toda esperanza de vida en común y se consagró a la
creación y tutela de orfanatos en Hungría. Murió, canonesa conventual, a
los ochenta y seis años.
La mayoría de críticos, aun respetando la unidad
orgánica de la obra de Beethoven, coinciden en señalar este período, de
1802 a 1815, como el de su madurez. Técnicamente consiguió de la
orquesta unos recursos insospechados sin modificar la composición
tradicional de los instrumentos y revolucionó la escritura pianística,
amén de ir transformando poco a poco el dualismo armónico de la sonata
en caja de resonancia del contrapunto. Pero, desde un punto de vista
programático, el período de madurez de Beethoven se caracterizó por su
empeño de superación titánica del dolor personal en belleza o, lo que es
lo mismo, por su consagración del artista como héroe trágico dispuesto a
enfrentarse y domeñar el destino.
Obras maestras de este período son, entre otras, el Concierto para violín y orquesta en re mayor, Op. 61 y el Concierto para piano número 4, las oberturas de Egmont y Coriolano, las sonatas A Kreatzer, Aurora y Appassionata, la ópera Fidelio y la Misa en do mayor, Op 86.
Mención especial merecen sus sinfonías, que tanto pudieron desconcertar
a sus primeros oyentes y en las que, sin embargo, su genio consiguió
crear la sensación de un organismo musical, vivo y natural, ya conocido
por la memoria de quienes a ellas se acercan por primera vez.
La
tercera sinfonía estaba, en un principio, dedicada a Napoleón por sus
ideales revolucionarios; la dedicatoria fue suprimida por Beethoven
cuando tuvo noticia de su coronación como emperador. («¿Así pues
-clamó-, también él es un ser humano ordinario? ¿También él pisoteará
ahora los derechos del hombre?»). El drama del héroe convertido en titán
llegó a su cumbre en la quinta sinfonía, dramatismo que se apacigua con
la expresión de la naturaleza en la sexta, en la mayor alegría de la
séptima y en la serenidad de la octava, ambas de 1812.
La
gran crisis fue superada y se transmutó en la grandiosidad de su arte.
Su situación económica, además, estaba asegurada gracias a las rentas
concedidas desde 1809 por sus admiradores el archiduque Rudolf, el duque
Lobkowitz y su amigo Kinsky o la condesa Erdödy. Pese a su carácter
adusto, imprevisible y misantrópico, ya no ocultaba su sordera como algo
vergonzante, y su vida sentimental, acaso sin llegar a las
profundidades espirituales de su amor por Josephine y Therese, era rica
en relaciones: Therese Maltati, Amalie Sebald y Bettina Brentano pasaron
por su vida amorosa, siendo esta última quien propició el encuentro de
Beethoven con su ídolo Goethe.
La relación fue
decepcionante: el compositor reprochó a Goethe su insensibilidad
musical, y el poeta censuró las formas descorteses de Beethoven. Es
famosa en este sentido una anécdota, verdadera o no, que habría tenido
lugar en verano de 1812: mientras se hallaba paseando por el parque de
Treplitz en compañía de Goethe, vio venir por el mismo camino a la
emperatriz acompañada de su séquito; el escritor, cortés ante todo, se
apartó para dejar paso a la gran dama, pero Beethoven, saludando apenas y
levantando dignísimamente su barbilla, dio en atravesar por su mitad el
distinguido grupo sin prestar atención a los saludos que amablemente se
le dirigían.
En términos generales, y pese a sus fracasados proyectos
matrimoniales, el período fue extraordinariamente fructífero, incluso
en el terreno social y económico. Así, Beethoven tuvo ocasión de dirigir
una composición de «circunstancias», Victoria de Wellington,
ante los príncipes y soberanos europeos llegados a la capital de Austria
para acordar el nuevo orden europeo que habría de regular la sucesión
napoleónica y contrarrestar el peligro de toda revolución liberal en
Europa. Los más reputados compositores e intérpretes de Viena actuaron
como humildes ejecutantes, en homenaje a Beethoven, en aquel concierto
de éxito apoteósico.
El genio, sin embargo, no se
privó de menospreciar públicamente su propia composición, repleta de
sonidos onomatopéyicos de cañonazos y descargas de fusilería, tildándola
de bagatela patriótica. El Congreso de Viena marcó en 1813 el fin de la
gloria mundana del compositor, pues sólo dos años más tarde habría de
derrumbarse el frágil edificio de su estabilidad. Ello ocurriría en el
terreno más inesperado, el familiar, y concretamente en el ámbito de sus
relaciones, de facto paternofiliales, con su sobrino Karl: si el genio
había rehuido el matrimonio para mejor poder consagrarse al arte, de
poco habría de servirle tal renuncia en los últimos y dolorosos años de
su vida.
El final
En 1815
murió su hermano Karl, dejando un testamento de instrucciones algo
contradictorias sobre la tutela del hijo: éste, en principio, quedaba en
manos de Beethoven, quien no podría alejar al hijo de Johanna, la
madre. Beethoven entregó de inmediato por su sobrino Karl todo el afecto
de su paternidad frustrada y se embarcó en continuos procesos contra su
cuñada, cuya conducta, a sus ojos disoluta, la incapacitaba para educar
al niño. Hasta 1819 no volvió a embarcarse en ninguna composición
ambiciosa. Las relaciones con Karl eran, además, todo un infierno
doméstico y judicial, cuyos puntos culminantes fueron la escapada del
joven en 1818 para reunirse con su madre o su posterior elección de la
carrera militar, llevando una vida ciertamente escandalosa que le
condujo en 1826 al previsible intento de suicidio por deudas de juego.
Para Beethoven, el incidente colmó su amargura y su pública deshonra.
Desde
1814 dejó de ser capaz de mantener un simple diálogo, por lo que empezó
a llevar siempre consigo un "libro de conversación" en el que hacía
anotar a sus interlocutores cuanto querían decirle. Pero este paliativo
no satisfacía a un hombre temperamental como él y jamás dejó de escrutar
con desconfianza los labios de los demás intentando averiguar lo que no
habían escrito en su pequeño cuaderno. Su rostro se hizo cada vez más
sombrío y sus accesos de cólera comenzaron a ser insoportables. Al mismo
tiempo, Beethoven parecía dejarse llevar por la pendiente de un caos
doméstico que horrorizaba a sus amigos y visitantes. Incapaz de
controlar sus ataques de ira por motivos a veces insignificantes,
despedía constantemente a sus sirvientes y cambiaba sin razón una y otra
vez de domicilio, hasta llegar a vivir prácticamente solo y en un
estado de dejadez alarmante. El desastre económico se sumó casi
necesariamente al doméstico pese a los esfuerzos de sus protectores,
incapaces de que el genio reordenara su vida y administrara sus
recursos. El testimonio de visitantes de toda Europa, y muy
especialmente de Inglaterra, es, en este sentido, coincidente. El propio
Rossini quedó espantado ante las condiciones de incomodidad, rayana en
la miseria, del compositor. Honesto es señalar, sin embargo, que siempre
que Beethoven solicitó una ayuda o dispendio de sus protectores,
austriacos e ingleses, éstos fueron generosos.
En la producción de este período 1815-1826,
comparativamente más escasa, Beethoven se desvinculó de todas las
tradiciones musicales, como si sus quebrantos y frustraciones, y su poco
envidiable vida de anacoreta desastrado le hubieran dado fuerzas para
ser audaz y abordar las mayores dificultades técnicas de la composición,
paralelamente a la expresión de un universo progresivamente depurado.
Si en su segundo período Beethoven expresó espiritualmente el mundo
material, en este tercero lo que expresó fue el éxtasis y consuelo del
espiritual. Es el caso de composiciones como la Sonata para piano en mi mayor, Op. 109, en bemol mayor, Op. 110, y en do menor, Op. 111, pero, sobre todo, de la Missa solemnis, de 1823, y de la novena sinfonía, de 1824, con su imperecedero movimiento coral con letra de la Oda a la alegría de Schiller.
La Missa solemnis
pudo maravillar por su monumentalidad, especialmente en la fuga, y por
su muy subjetiva interpretación musical del texto litúrgico; pero la
apoteosis llegó con la interpretación de la novena sinfonía, que aquel 7
de mayo de 1824 cerraba el concierto iniciado con fragmentos de la Missa solemnis.
Beethoven, completamente sordo, dirigió orquesta y coros en aquel
histórico concierto organizado en su honor por sus viejos amigos.
Acabado el último movimiento, la cantante Unger, comprendiendo que el
compositor se había olvidado de la presencia de un público delirante de
entusiasmo al que no podía oír, le obligó con suavidad a ponerse de cara
a la platea.
El año siguiente todavía Beethoven afrontó composiciones ambiciosas, como los innovadores Cuartetos para cuerda, Op. 130 y 132,
pero en 1826 el escándalo de su sobrino Karl le sumió en la postración,
agravada por una neumonía contraída en diciembre. Sobrevivió, pero
arrastró los cuatro meses siguientes una dolorosísima dolencia que los
médicos calificaron de hidropesía (le torturaban con incisiones de
dudosa asepsia) y que un diagnóstico actual tal vez habría calificado de
cirrosis hepática.
Ningún familiar le visitó en su
lecho de enfermo; sólo amigos como Stephan von Breuning, Schubert y el
doctor Malfatti, entre otros. La tarde del 26 de marzo se desencadenó
una gran tormenta, y el moribundo, según testimonia Hüttenbrenner, abrió
los ojos y alzó un puño después de un vivo relámpago, para dejarlo caer
a continuación, ya muerto. Sobre su escritorio se encontró la partitura
de Fidelio, el retrato de Therese von Brunswick, la miniatura de
Giulietta Guicciardi y, en un cajón secreto, la carta de la anónima
«Amada Inmortal».
Tres días más tarde se celebró el
multitudinario entierro, al que asistieron, de luto y con rosas blancas,
todos los músicos y poetas de Viena. Hummel y Kreutzer, entre otros
compositores, portaron a hombros el féretro. Schubert se encontraba
entre los portadores de antorchas. El cortejo fue acompañado por
cantores que entonaban los Equali compuestos por Beethoven para
el día de Todos los Santos, en arreglo coral para la ocasión. En 1888
los restos fueron trasladados al cementerio central de Viena.
Teniendo en cuenta que sus sinfonias son sobradamente conocidas, me permito la licencia de hablar solamente de su biografia en una fecha tan importante para el insigne compositor.El estreno de la 5ª y 6ª sinfonia un 22 de diciembre del año 1808,
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