Bártolo de Sassoferrato fue considerado uno de los jurista más grandes de todos
los tiempos, al menos de la Europa medieval. Tal reconocimiento
alcanzaron sus métodos y enseñanzas que tras su muerte se divulgó la
máxima de que: “nemo bonus iurista nisi bartolista”.
Bártolo nació en la pequeña vecindad de Ventura, próxima a
Sassoferrato, en la región central de Italia, a mitad de camino entre
Roma y Florencia, en dirección a la costa adriática. Se discute si su
nacimiento tuvo lugar en 1.313 ó 1.314. Sus biógrafos polemizan también
sobre su verdadero linaje; algún autor sostiene incluso que se trató de
un hijo ilegítimo. En cualquier caso, esa circunstancia -común a otros
genios, como Leonardo da Vinci- no habría tenido influencia en la
adopción de su lugar de origen reemplazando a sus apellidos, muy
habitual en la época.
La formación de Bártolo fue deudora de los
dos maestros que guiaron sus primeros estudios. Su aprendizaje más
elemental lo cursó con el Padre Pedro de Asís, del que el propio Bártolo
destacaría la simetría entre su bondad y su vasta cultura. Con tan sólo
catorce años, el muchacho de Sassoferrato se trasladó a Perugia para
comenzar sus estudios de Derecho. Fue entonces cuando coincidió con la
otra gran figura que marcaría su incursión en el mundo jurídico, Cino de Pistoya,
capaz tanto de dominar ampliamente las doctrinas de las grandes
escuelas jurídicas posteriores a la glosa acursiana como de dar rienda
suelta a su rica fantasía poética y ser expresamente admirado por Dante y
Petrarca.
Con apenas veinte años, tras retirarse de la enseñanza
su maestro, Bártolo se desplaza a Bolonia para preparar su doctorado.
En un año, de la mano de Jacobo Butrigario y Rainiero de Forli, concluye
sus estudios y es proclamado doctor, con la tradicional imposición de
la toga y el anillo, el 10 de noviembre de 1.334.
Tras concluir su formación académica, Bártolo inició un período de
transición que acabaría desembocando en la práctica docente, donde la
Historia le tenía reservado un hueco irremplazable. Entre 1.334 y 1.339
ejerció como asesor en Todi y Cagli. Con veintiséis años, el jurista
joven pero ya veterano se asentó en Pisa y, desde ese momento, se centró
por completo en su actividad académica. Sin embargo, tampoco en la
Toscana italiana encontró Bártolo su asentamiento definitivo y, aunque
se inició en sus aulas como profesor universitario, no tardó en volver a
Perugia (1.343), desde donde desarrolló su extraordinaria producción
jurídica.
La inmortalidad jurídica de Bártolo se encierra principalmente en sus innovaciones metodológicas en el comentario del Corpus Iuris Civilis
y en sus no menos brillantes contribuciones al Derecho público y
privado. Hasta que surgió la personalidad bartoliana, la Escuela de los
Glosadores imponía sus criterios en el acercamiento al Derecho. La gran
aportación de Bártolo consistió precisamente en superar el método de la
glosa, excesivamente fiel a la letra de la ley, y divulgar un sistema
metodológico de examen crítico de los textos legislativos de tal modo
que como punto de destino se determinase la ratio legis.
La búsqueda de soluciones jurídicas a problemas concretos y el
establecimiento de pautas de interpretación y doctrinas jurídicas útiles
resultaban sin duda más fecundos partiendo del espíritu del legislador y
de la razón última de las normas. Este estudio teórico-práctico de las
fuentes, conocido como el mos Italicus durante siglos, se
personificó en la figura de Bártolo y, con posterioridad, en sus más
sobresalientes discípulos, entre los que destacó Baldo de los Ubaldos.
Su dedicación a la vertiente práctica del Derecho se plasmó también en una numerosa serie de quaestiones y en una prolífica colección de commentaria del Corpus Iuris,
en los que se conciliaba la interpretación de los textos clásicos con
su aplicación a los casos que se planteaban en cada momento.
La
celebridad bartoliana se extendió rápidamente más allá de las fronteras
italianas. Estudiantes de diferentes puntos de Europa se daban cita en
Perugia para asistir a las hasta entonces insólitas resoluciones que
planteaba Bártolo a las más complejas cuestiones jurídicas; cientos de
jóvenes se congregaban para hacer suyos los criterios de interpretación
del Corpus Iuris que ofrecía Bártolo. Tal fue el entusiasmo con
el que esos jóvenes juristas asistían a las clases de Bártolo que en
nuestra lengua se mantiene viva una expresión deudora de los estudiantes
que en aquella época se pertrechaban con los bártulos (bártolos, esto es, los textos escritos por Bártolo) para seguir sus explicaciones.
La
muerte sorprendió a Bártolo el 13 de julio de 1.357 en pleno apogeo de
su actividad intelectual cuando contaba poco más de cuarenta años. Los
lujosos monumentos funerarios que se levantaron en su honor apenas
pudieron aliviar el infortunio que supuso privar al mundo del Derecho
del genio creador que, como nadie hasta entonces, había conseguido
convertir el Corpus Iuris justinianeo en una fuente de saber práctico.
Si la inmensa personalidad de Bártolo se truncó en su pleno apogeo
vital, su fama no corrió la misma suerte. El prestigio y la autoridad de
sus enseñanzas dieron vida a un movimiento que encumbró a Bártolo hasta
prácticamente la categoría de mito. En las Universidades de Bolonia,
Nápoles, Turín, Módena, Macerata y Padua se crearon cátedras dedicadas
en exclusiva a estudiar y comentar la obra de Bártolo, llegando a
comparársele con figuras de la talla de Homero y Virgilio. Su obra se
convirtió en un instrumento tan respetado en universidades y tribunales
que incluso se le acabaron atribuyendo a él opiniones ajenas con la
pretensión de dotarlas de su incontestable aceptación.
Tal fue la auctoritas que alcanzaron los razonamientos de Bártolo que numerosos Reinos los revistieron incluso de potestas
elevándolos a la categoría de fuente del Derecho. Desde que los
emperadores Teodosio II y Valentiniano III promulgaran la Ley de Citas
(año 426) considerando como vinculantes las opiniones de Gayo, Paulo,
Ulpiano, Modestino y el dirimente Papiniano, no se recordaba ningún
reconocimiento similar hacia la obra de ningún jurista. Juan II y
los Reyes Católicos en Castilla, y Alfonso V en Portugal (Ordenaçoes alfonsinas,
1.446) promulgaron pragmáticas en las que se establecía que debía
prevalecer la opinión de Bártolo en caso de discrepancias entre la
doctrina. Más elocuente si cabe fue el caso de la transposición de estas
disposiciones a Brasil dos siglos y medio después de la muerte de
Bártolo (Ordenaçoes filipinas, 1.603).
Llegada la
Modernidad y, con ella, los aires del humanismo y la vuelta a lo
clásico, la confrontación de los nuevos métodos de estudio del Corpus Iuris (mos Gallicus) con el bartolismo
resultó inevitable. Sin embargo, esas nuevas corrientes no consiguieron
eclipsar el gran salto que sólo un talento natural como Bártolo de
Sassoferrato pudo dar entre la erudición que recogió de Justiniano y el
saber práctico que de forma admirable supo extraer del espíritu de los
textos.
Lo que, en principio, distingue la jurisprudencia de Bartulo da
Sassoferrato de la de sus predecesores medievales, como Cino da Pistoia,
es el hecho de que, para estos últimos, las leyes humanas carecieran de
autosuficiencia, por lo que la tarea del jurista consistía en
ajustarlas a un sistema preconcebido construido sobre un ideal abstracto
de justicia. El jurista debía dilucidar la ratio, es decir, la
calidad de justicia de cada ley particular, calibrando la conformidad de
dicha ley con el principio de la razón natural cristiana, un postulado
de carácter netamente metalegal. El universo de los juristas medievales
como da Pistoia era abstracto e inmóvil, lo que impedía la total
coincidencia entre el derecho romano antiguo, que se concebía como un
sistema inmutable y acabado, y las prácticas jurídicas contemporáneas.
En cambio, la concepción jurídica de Bartulo partía de una relación
dialéctica, abierta y dúctil, con la realidad de su tiempo, una relación
en la que tenían cabida los problemas coyunturales generados por las
convulsiones políticas, económicas y sociales de su entorno. Así pues,
la principal aportación de Bartulo da Sassoferrato a la historia del
derecho fue, sin duda, la acomodación del derecho romano antiguo a la
sociedad de la Europa de fines de la Edad Media, mediante la puesta al
día del Corpus justinianeo a la luz de la práctica jurídica
bajomedieval. En sentido inverso, Bartulo utilizó el derecho romano para
esclarecer, justificar, autorizar o desechar multitud de prácticas
contemporáneas que no tenían correspondencia en la jurisprudencia
latina. Este proceso de doble dirección es, quizás, la principal
característica de la obra de Sassoferrato.
Entre sus doctrinas más influyentes se encuentra la que versa sobre la naturaleza del poder en la civitas,
esto es, el Estado, concebido según el modelo de las ciudades del norte
de Italia en el siglo XIV. En este aspecto, la obra de Bartulo se
inserta en el marco del debate generado en torno a las distintas
procedencias del poder legítimo, que se desató en dicha centuria a raíz
del enfrentamiento entre los poderes universales (Papado /
Imperio). La obra de Bartulo constituye la más importante exposición
jurídica de la concepción "ascendente" o proto-democrática del poder, de
la que Marsilio de Padua
fue el principal representante desde un punto de vista filosófico.
Bartulo se sirvió de la tradición jurídica romana, ya bien conocida,
para construir, a partir de elementos aislados de dicha tradición, una
tesis ascendente del gobierno y de la ley. Estos elementos fueron,
esencialmente, los conceptos de ciudadano, ley consuetudinaria y lex regia.
La originalidad de Bartulo radica en haber combinado estos tres
conceptos para presentar una teoría de la soberanía del pueblo sobre la
base exclusiva del derecho romano, lo que hasta entonces no se había
hecho ni siquiera en la Antigüedad romana.
Bartulo demostró cómo
podían interrelacionarse estos conceptos para levantar una práctica
jurídica de la soberanía popular, tomando como ejemplo las instituciones
de las ciudades-estado lombardas. El ciudadano romano, tal y como lo
presentaba el Digesto, era en todos los aspectos sujeto pleno de
derechos y deberes; la ley consuetudinaria se generaba a partir de la
continua práctica y uso del pueblo; por último, la lex regia
constituía una explicación jurídica, concebida en el siglo II, de los
poderes del emperador. Según el derecho romano, el poder imperial
procedía de un primitivo traspaso del poder del pueblo al emperador,
quien ejercía su autoridad de forma delegada, si bien, durante toda la
Edad Media, se dio por sentado que esta delegación era irrevocable e
irreversible. Sin embargo, la observación de la práctica política de las
ciudades-estado italianas llevó a Bartulo a afirmar que el pueblo
continuaba en posesión del poder delegado en la lex regia. Su
argumento central era que, si el pueblo podía crear la ley
consuetudinaria -cosa que nadie ponía en duda-, no había razón alguna
para privarlo del derecho a crear también leyes estatutarias, es decir,
escritas y promulgadas. El elemento que daba validez legal a las
prácticas y usos jurídicos era el consentimiento del pueblo,
consentimiento que era tácito en el caso de la ley consuetudinaria.
Según Bartulo, el pueblo tenía el mismo derecho a dar su consentimiento
explícito a la ley mediante la creación de estatutos, esto es, de ley
escrita. Así pues, la única diferencia entre ley consuetudinaria y ley
estatutaria radicaría en la forma de consentimiento otorgada por el
pueblo, en el que residiría la autoridad.
El pueblo -o conjunto de
ciudadanos- que crea sus propias leyes, es un "pueblo libre" comparable
al pueblo romano, que, según la lex regia, poseía
originariamente el poder. Un pueblo libre sería, según Bartulo, aquel
que no reconoce ningún superior, puesto que él es su propio superior o,
según su célebre sentencia, es "príncipe de sí mismo" ('civitas sibi princeps').
Frente a la soberanía del rey entendida como poder absoluto y
arbitrario, estaba la soberanía del pueblo, que poseía su propio
gobierno. Bartulo denominaba a este sistema de gobierno regimine ad populum. En él, los principios tradicionalmente aplicados al monarca podían aplicarse al pueblo: el Estado, la civitas, podía legislar "como le pluguiese".
Pero
lo que confería a la teoría de Bartulo su originalidad era el principio
de representatividad que se deriva de lo anterior. Según él, la
asamblea de todos los ciudadanos tenía capacidad para elegir a un
Consejo, que ejercería el gobierno en representación del pueblo. El
Consejo encarnaba, por lo tanto, el Estado, y era la "mente del pueblo":
concilium representat mentem populi .Su poder se hallaba
determinado por la duración y el ámbito acordados por el pueblo
soberano. Su misión consistía en dictar las leyes que condujesen al bien
común y redundasen en la utilitas publica, el interés público,
el cual no venía ya determinado por la opinión de un gobernante
superior, sino que respondía al pronunciamiento del pueblo acerca de las
inquietudes que le eran propias. El Consejo -sobre el que el pueblo
conservaba en todo momento el control- funcionaba mediante el principio
de mayoría numérica simple y elegía a los funcionarios del Estado, que
Bartulo clasificaba en judiciales, administrativos y financieros. Éstos
eran responsables ante el Consejo, y éste, a su vez, ante el conjunto de
los ciudadanos. Los cargos del gobierno eran definidos igualmente por
los ciudadanos y, por lo tanto, no procedían ya de la autoridad divina
-como en la concepción teocrática del poder-, sino de la autoridad
soberana del pueblo.
Esta concepción de la soberanía popular tenía
la virtud de vaciar de sentido el concepto de súbdito: en un "pueblo
libre" no había súbditos, únicamente ciudadanos. La teoría de Bartulo da
Sassoferrato sería fundamental en la elaboración del concepto de
ciudadanía durante el siglo XV. Sus comentaristas posteriores
distinguieron entre ciudadanía natural, es decir, la del ciudadano nacido en territorio de un Estado concreto, y ciudadanía adquirida,
esto es, la del ciudadano que adquiría tal condición por decisión del
Estado. Su idea de que el matrimonio convertía a la esposa extranjera en
ciudadana de la civitas del esposo, sin por ello perder los derechos y privilegios que la acogían en su civitas de origen, fue una de sus doctrinas más aplicadas a la práctica jurídica durante la Edad Moderna.
La
teoría jurídica del poder de Bartulo de Sassoferrato estaba concebida
para su aplicación en pequeños Estados, esto es, en pequeñas comunidades
en las que podía funcionar una democracia "real", directa, y contribuyó
a reforzar el principio de legitimidad del poder en las ciudades-estado
italianas frente a los poderes territoriales que pretendieron
someterlas a su autoridad. Según esta teoría, las ciudades-estado no
debían reconocer a ningún poder por encima de su voluntad soberana, y
tenían legítimo derecho a darse sus propias leyes, siempre y cuando
éstas se ajustaran al canon universal del derecho romano, interpretado bona fide por juristas competentes.
Sin embargo, como buen romanista, Bartulo intentó preservar parte del señorío de jure
del emperador, lo cual era inevitable al tomar como base jurídica el
código justinianeo. Basándose en las premisas aristotélicas y en ciertos
argumentos legalistas de cuño clásico, estableció una definición de
ciudadanía sumamente restringida. De ella quedaban excluidos los
esclavos, los extranjeros, las mujeres, los niños y, lo que es más
significativo, los clérigos. Esto último pone de manifiesto el
conservadurismo de Bartulo, su apego a la tradición medieval que separa
netamente las esferas jurisdiccionales de clérigos y laicos, lo que, de
hecho, le impidió desterrar el concepto teocrático del poder
representado por la jurisdicción eclesiástica.
Las doctrinas
jurídicas de Bartulo de Sassoferrato, junto a las filosóficas de
Marsilio de Padua, constituyeron la base sobre la que se desarrolló el
conciliarismo bajomedieval, como una forma de oposición a la concepción
teocrática del poder o cesaropapismo. Pero, en un ámbito más amplio, sus
doctrinas, continuadas y modificadas por sus seguidores (el más
brillante de los cuales fue Baldo de Ubaldi), dieron lugar a la
corriente jurídica denominada Bartolismo. Sus obras conocieron
una amplísima difusión por toda Europa, como atestiguan las miles de
copias manuscritas e impresas que se conservan en la actualidad, y
sentaron jurisprudencia en la práctica jurídica de países como España,
Alemania e Italia a partir del siglo XV. Aunque denostado por los
humanistas, que le consideraron un "bárbaro" del derecho romano antiguo,
Bartulo da Sassoferrato se convirtió en la principal autoridad del
derecho civil en los albores de la Edad Moderna, como prueba la máxima nemo jurista nisi sit bartolista: "nadie es jurista si no es bartolista".
http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=sassoferrato-bartulo-da
http://www.uria.com/es/seleccion/estudiantes/seccion-del-estudiante/grandes-juristas/bartolo
Muy bueno, gracias por el aporte. No me quedó claro, si era naturaliusta o mas positivista. Y tampoco por qu{e estaba en contra de los clerigos, si tenes info, te voy a agradecer.
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