Catalina de Medicis...
La florentina Catalina, hija de Lorenzo II, hizo su entrada en la
historia en 1533, cuando se casó a los 14 años con Enrique, el segundo
hijo del rey de Francia Francisco I, que por su parte contaba con 15. Su
educación había sido muy estricta, y cuentan que en una ocasión, a los
seis años, como castigo por una falta, fue obligada a presenciar la
agonía de sus perros, que habían sido envenenados. Tras la boda, y
siguiendo la tradición, fueron acompañados por varios miembros del
séquito, incluido el rey y el papa Clemente VII, también un Médicis -tío
y tutor de Catalina desde la muerte de su padre-, al lecho nupcial,
donde actuaron muy complacidos como testigos de la unión carnal de ambos
jóvenes.
Pronto surgieron los problemas en el matrimonio. El motivo no era
otro que la relación amorosa que Enrique mantenía con su amante Diana de
Poitiers, una cortesana 20 años mayor que él y que también había sido
concubina de su padre, por la que estaba completamente subyugado.
Además, Diana era mucho más aceptada en la corte e incluso entre la
población que la extranjera Catalina, lo que hacía, por ejemplo, que en
todos los actos protocolarios la posición y la influencia de la amante
real fuese mucho más relevante que la de la esposa legítima. Todo ello
la situaba en una clara posición de inferioridad que le provocó
constantes humillaciones públicas durante años. Pero aquí surgió el
verdadero carácter de Catalina. Consciente del enorme poderío de su
rival y de su debilidad, nunca se enfrentó con ella y simuló aceptar la
situación de subordinación en que su esposo la había colocado, mientras
se ganaba el favor de su suegro y de la misma Diana, con la que se
mostraba amable y muy sumisa; no en vano era una consumada lectora de su
paisano Maquiavelo, y solía decir que no había que sonreír más que al
enemigo. Y así, en la sombra, simulando amistad y afecto hacia su rival,
así como aceptación del trío amoroso, fue ganando una asombrosa
influencia que la catapultaría más tarde hacia el poder.
Su precoz capacidad intrigante provocó que cuando murió su cuñado, el
delfín Francisco, todas las miradas se dirigiesen hacia ella.
Oficialmente había muerto por beber un vaso de agua helada después de un
sofocante juego de pelota. Pero el hecho de que se lo sirviese un
camarero italiano, y que su marido, Enrique, pasase automáticamente a
ser el heredero del trono, desató las sospechas de envenenamiento. El
rumor no era gratuito. Catalina era una mujer muy refinada en muchos
terrenos, y aparte de importar de Italia el tenedor, al que dotó de un
mango largo por si el comensal quería aprovechar para rascarse la
espalda, también había traído de Italia la moda de los perfumes, por lo
que varios reputados perfumistas, como Renato de Florencia, viajaron a
Francia y abrieron tienda en París.
BELLADONA
Pero, por aquel entonces, la
alquimia de los buenos aromas estaba íntimamente ligada a la de los
venenos, y a ambas químicas se dedicaba Catalina con inusitada afición.
Ciertamente, en la Europa del siglo XVI estaban muy de moda los tóxicos,
empleándose con frecuencia en los asesinatos políticos debido a lo
difícil que era por aquel entonces demostrar su empleo. Así, el mismo
Shakespeare recoge en la trama de muchas de sus obras referencias a
envenenamientos, lo que demuestra lo común que era su uso en ciertos
ambientes. En concreto, sobre Catalina circulaba el rumor de que había
difundido en Francia el misterioso "veneno de los Médicis".
Lo que sí es sabido es que Catalina había traído desde su país la
belladona (mujer bella, en italiano), una planta que tiene la facultad
de dilatar las pupilas haciéndolas más atractivas, y que contiene
atropina, una droga aceleradora del ritmo cardiaco y que en altas dosis
resulta mortal.
En la corte también se conocía que era aficionada a experimentar sus
pócimas con los condenados a muerte, así como sus posibles antídotos,
anotando cuidadosamente sus efectos. Este afán experimental lo extendió a
una nueva planta recién llegada de América, el tabaco, que el embajador
francés en Lisboa, Jean Nicot, le remitió como remedio para combatir
las jaquecas. Así, de esta forma, contagió la moda de fumar a toda la
corte francesa. El tabaco también se conoció entonces como las "hierbas
de Nicot", y su principal alcaloide, como "nicotina", nombre que ha
perdurado hasta la actualidad.
NICOTINA TABACUM
Los años pasaban y la pareja no tenía hijos, de modo que Catalina
corría el riesgo de ser repudiada. Para remediarlo atacó en dos frentes.
Primero procuró que las visitas conyugales fuesen más frecuentes, por
lo que cuidó su belleza como nunca: se depiló las cejas, se dilató las
pupilas con belladona, se empolvó la cara con polvos de arroz y se pintó
los labios. También se dedicó a espiar los encuentros amatorios de su
marido con Diana para estudiar las técnicas sexuales de ésta -que, al
parecer, la hacían tan irresistible-, y, simulando afecto, hasta llegó a
pedirla ayuda para que, por el bien de Francia, empujase a Enrique al
lecho conyugal. Por otra parte, acudió a todos los médicos, magos y
curanderos, que le proporcionaron todo tipo de brebajes y recetas.
Por fin, en 1543, tuvieron su primer hijo, al que siguieron otros
nueve. De tal milagro se atribuyó la responsabilidad al médico y adivino
Nostradamus, astrólogo y charlatán al que Catalina incorporó a su
círculo íntimo, dada la capacidad de sugestión que, comprobó, ejercía
sobre amplios sectores de la corte con sus famosos horóscopos y
predicciones ambiguas. De todas formas, parece que fue el cirujano
Ambroise Paré el artífice de la cura tras operarla de una malformación
vaginal. Catalina, por supuesto, cuidó mucho de apartar a sus hijos de
la influencia de Diana, a pesar de que ésta había sido nombrada "aya de
los hijos de Francia".
Sin duda, su capacidad intrigante dio un salto cuando en 1547 se
convirtió en reina de Francia tras la muerte de su suegro. Lo cierto es
que Catalina se había transformado en una hábil política, con una gran
capacidad para dominar a su marido y para controlar, en gran parte, la
política francesa, aunque siempre su acción estaba presidida por una
obsesión: preservar el trono para sus hijos.
Mientras vivió su marido, ella colaboró activamente en la política
exterior, que se centraba sobre todo en las guerras contra Carlos V y
luego contra Felipe II, llegando a enviar a éste, en plena contienda, un
horóscopo elaborado por Nostradamus que, acertadamente, el rey español
quemó sin abrir.
NOSTRADAMUS
Pero todo cambió a raíz de firmarse la paz de
Cateau-Cabrésis, que establecía, entre otras cosas, la boda entre Felipe
II, viudo ya de María Tudor, y de la hija mayor de los reyes de
Francia, Isabel de Valois. Con motivo de las celebraciones, Enrique II
sufrió un fatal accidente en un torneo: una lanza se rompió y un trozo
de la misma le agujereó el yelmo y le atravesó un ojo, alojándose en el
cerebro. Catalina rápidamente se hizo cargo de la situación. Tras la
cura de urgencia, el rey no mejoraba, y se comprendió que una astilla
había quedado dentro de su cabeza. Como no se sabía cómo proceder, la
reina ordenó que se reprodujera la herida en 10 condenados a muerte, a
los que también se les clavó una astilla en el ojo, tratando los médicos
de sanarles, aunque sin éxito. Cuando todos fallecieron al poco tiempo,
fueron decapitados para estudiar una solución; pero fue inútil, y
Enrique II, en 1559 y con 42 años, acabó muriendo. El único consuelo
para Catalina, ya enlutada de por vida, es que a los pocos días pudo por
fin perpetrar la venganza tan ansiada: tras la muerte de su marido,
Diana de Poitiers era obligada a devolver todas las joyas que su suegro y
su marido le habían regalado, y fue confinada para siempre en el campo,
lejos de la corte.
Su hijo Francisco ascendió al trono con 16 años. Era enfermizo y
débil, por lo que su madre, decidida a preservarle el trono, tomó las
riendas del gobierno. En ese momento, Francia estaba amenazada por las
tensiones entre los católicos, encabezados por el duque de Guisa, y los
hugonotes, cuyo jefe era Gaspar de Coligny. Ambos tenían más poder que
el rey y aspiraban a controlarle y manipularle. Catalina comprendió que
sólo el equilibrio entre ambas facciones podía salvar el trono a su
hijo, y para no caer bajo la influencia de los católicos, los más
poderosos en un principio, dio poder a los protestantes, con lo que
abrió la puerta a la división religiosa del reino y, con ello, a la
guerra civil.
FRANCISCO II
Pero en diciembre de 1560 moría Francisco II, con unos fortísimos
dolores de oído provocados al parecer por una meningitis tuberculosa. Le
sucedía su hermano Carlos IX con apenas 10 años, y, dada su minoría de
edad, Catalina ejerció oficialmente la regencia. Para controlar el poder
recurrió a lo que mejor sabía hacer: el espionaje y la intriga.
Estableció una red de espías y confidentes en la que destacaban muchas
damas de honor, a las que convirtió en amantes de sus potenciales
adversarios. Ellas la informaban puntualmente de todo lo que tramaban.
No dudó incluso en hacer compartir la misma cortesana a dos nobles a la
vez para que se enfrentasen. Se dice que su equipo de jóvenes damas
llegó a alcanzar la cifra de 150, y las malas lenguas hablan incluso de
que la regente se entregó en numerosas ocasiones a juegos sexuales
lésbicos con sus pupilas.
Pero si bien conseguía conservar el trono para su hijo, todas sus
estratagemas no impidieron que la guerra civil estallase con violencia,
arruinando y sumiendo a Francia en el caos. Durante la misma vio cómo el
jefe hugonote Coligny aumentaba peligrosamente la influencia sobre su
hijo el rey. Cuando éste alcanzó la mayoría de edad, el líder
protestante le propuso reemprender la política agresiva contra España y
apoyar a los rebeldes flamencos, cosa que Catalina, dada la ruinosa
situación del reino, lo percibió como una acción suicida. Para ella era
sumamente urgente librarse de los hugonotes.
La oportunidad se le presentó en agosto de 1572, cuando París recibió
a los miles de sus miembros que acudían a la boda de Enrique de Navarra
con Margarita, hija de Catalina y hermana del rey. Días antes, Coligny
había sido levemente herido en un atentado también instigado por la
reina madre. Ella, sin desanimarse por el fracaso, convenció a su hijo
de la existencia de un compló por parte de los hugonotes para vengar el
ataque contra Coligny, que se concretaría en una sublevación para luego
asesinar al rey tras la boda. De esta manera sugirió a su hijo la
necesidad de adelantarse y eliminar a los principales cabecillas. Así,
tras el apoyo de Carlos IX, al repicar las campanas de la iglesia de
Saint-Germain, el nuevo duque de Guisa, Enrique el Acuchillado, encabezó
a las turbas, que asesinaron a cerca de 4.000 protestantes en París. A
Coligny le sorprendieron en la cama y, tras atravesarle con una lanza,
arrojaron su cuerpo por la ventana y el de Guisa lo descuartizó en el
patio. Enrique, el nuevo yerno de Catalina, salvó la vida al convertirse
repentinamente al catolicismo. La matanza se extendió a otras ciudades
de Francia, con similar resultado. Cuentan que Felipe II, por entonces
también yerno de la intrigante reina madre francesa, rompió en una
sonora carcajada cuando se enteró de la matanza, mientras que en el
Vaticano el papa Gregorio XIII mandaba oficiar un tedéum, acuñar una
moneda conmemorativa y hacer que el pintor Giorgo Vasari recrease en
unas pinturas las escenas de la matanza para su deleite personal.
Catalina había logrado conjurar el peligro hugonote, pero su hijo el
rey seguía siendo incapaz de engendrar un heredero. Por ello también le
asignó una amante con el fin de despertarle el apetito sexual necesario
para procrear del que al parecer carecía. Pero Carlos IX murió a los 24
años sin haber logrado descendencia. Oficialmente murió de tuberculosis,
pero muchas crónicas insisten en afirmar que murió envenenado. La
autora no habría sido otra que su madre, quien, al parecer, había
impregnado las hojas de un libro de cetrería con veneno. El ejemplar
estaba destinado a su yerno Enrique, del que temía que pudiese llegar a
ocupar el trono en detrimento de sus hijos, como así acabó ocurriendo, y
que era muy aficionado a ese tipo de libros. Pero ocurrió que, por
accidente, fue su hijo Carlos quien abrió el tomo y lo hojeó, muriendo a
los pocos días. La posible responsabilidad de Catalina está bien
fundamentada, pues era bien sabido que seguía empleando sus habilidades
de envenenadora para deshacerse de sus rivales, como hizo con Juana de
Navarra -la madre de Enrique y, por tanto, su consuegra-, una fanática
hugonote que murió misteriosamente tras recibir unos hermosos guantes
perfumados, como regalo de Catalina, fabricados por un prestigioso
artesano italiano. Oficialmente se dictaminó que el óbito había sido
causado por una pleuresía fulminante.
Para suceder a Carlos IX, Catalina hizo venir de Polonia a su
estrambótico hijo, que reinaría como Enrique III.
ENRIQUE III
Éste era su preferido,
y siempre se refería a él como "las niñas de mis ojos"; pero pronto su
comportamiento abiertamente homosexual le hizo comprender que tampoco de
él podría obtener descendencia. Todos sus intentos de apartarle de sus
amigos y de tentarle con bellas jovencitas fracasaron. Además se
comprobó que el rey había contraído la sífilis, lo que hacía todavía más
difícil una posible paternidad. De todas formas, el desinterés casi
absoluto de Enrique III por las tareas de gobierno hizo que su madre
siguiese controlando las riendas del poder. Mientras tanto, su otro
joven hijo varón también moría en una incursión militar.
Durante los últimos años de vida de Catalina, Francia se involucró en
la guerra de los Tres Enriques, que enfrentó por el trono al rey, al
duque Enrique de Guisa y a Enrique de Navarra. Cuando Enrique III logró
asesinar a su rival el duque corrió eufórico junto al lecho de su madre,
ya moribunda, para darle cuenta de la noticia. Catalina, escéptica y
desengañada, contestó: "No todo consiste en cortar, hijo mío; es preciso
también zurcir". Finalmente, Catalina moría a principios de 1589, y
sólo meses después el rey de Francia era asesinado.
Era evidente que sus esfuerzos para que sus hijos mantuviesen el
trono habían sido baldíos. Fue esposa de rey y madre de tres más, pero
ninguno de éstos había dejado herederos. Menos a su hijo Enrique, había
visto morir a todos. Era como si el destino se burlase de ella: no sólo
habían sido estériles sus maniobras, sus asesinatos, sus espionajes y
sus intrigas, sino que los problemas que en su día había tenido para
concebir se habían trasladado a sus vástagos varones cual maldición de
bruja. Además, aquel a quien había querido eliminar, su yerno Enrique de
Navarra, era nombrado heredero del trono por la muerte o la falta de
descendencia de todos sus hijos varones. Enrique de Navarra sería el
futuro Enrique IV. Sin duda, era una cruel mueca del destino, el castigo
perfecto para una mujer calculadora que no reparó en los medios más
criminales para conseguir sus fines, pero que al final no pudo evitar
que la casa de Valois se extinguiese.
http://elpais.com/diario/2005/11/27/eps/1133076422_850215.html
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