La llamaba Josefina
porque su verdadero nombre, Rose, había sido pronunciado por demasiados
de sus amantes. Cuando en 1795 conoció a la que sería su esposa, a la
que habría de convertirse en emperatriz del Gran Imperio francés,
Napoleón Bonaparte era apenas un general
veinteañero, serio, solitario y con una dudosa carrera
militar en el horizonte. Stendhal lo recordaba así, en aquella época:
"Era el ser más delgado y más raro que había visto nunca. Siguiendo la
moda del momento, llevaba unas inmensas 'orejas de perro' que le caían
hasta los hombros. El aspecto del general Bonaparte no inspiraba
confianza. La levita que llevaba estaba tan gastada, y todo él tenía un
aire tan miserable, que me costó creer que aquel hombre fuese un
general". En ese primer encuentro entre ambos jóvenes, fugaz, en un
salón encopetado de la alta sociedad parisina, nació una relación de
casi trece años de la que ha dado cuenta, para los siglos, una ingente correspondencia, que ahora traduce por primera vez al castellano,Fórcola.
"Adiós, mujer, tormento, felicidad,a la que amo, a la que temo", escribe Napoleón en 1796
Napoleón enseguida se enamora de aquella muchacha criolla llamada Rose
Tascher de La Pagerie, hija de colonos de la Martinica y por entonces
una buscavidas en el libertino París postrevolucionario. "Fue una
relación desigual. Durante los primeros años, Napoleón adoraba a Josefina. La amaba de una manera absoluta, con un espíritu arrebatado, de hijo del Romanticismo más exaltado",
comenta Ángeles Caso. Entre ambos hay algo sumamente inestable: un
tormento de infidelidades y engaños, de enfados y reconciliaciones.
Napoleón no deja pasar un día sin entregar carta para su esposa, y
escribe a menudo con sonrojante arrebatamiento, como un adolescente a
punto de caer muerto de tanto como ama, de tanta inquietud como le
genera no ser plenamente correspondido. La posee -aunque él suele estar
lejos, por las batallas, y solo puede sospechar acerca de la frenética
vida, sexual y de la otra, que lleva su fina Josefina en París-, pero
cree perderla a cada momento, y casi en cada carta le anuncia su final:
"Adiós, mujer, tormento, felicidad, esperanza y alma de mi vida, a la
que amo, a la que temo, que me inspira sentimientos tiernos que me
atraen a la Naturaleza, y movimientos impetuosos tan volcánicos como el
trueno", le escribe en 1796. Otras veces, si tiene el día rijoso, se despide con "un beso más abajo, más abajo de los senos".
Napoléon y Josefina, de Harld. H. Piffard.
Opina Ángeles Caso que "esa debilidad de un hombre agresivo, un macho
alfa, ante una mujer que ejerce a conciencia un cierto estereotipo
femenino es algo muy común", y Josefina quiso aprovecharlo: mientras
Napoleón está lejos, sometiendo Europa, ella lo engaña y gasta su dinero
con un joven amante que no se separa de su lado. Es tal la ceguera del
(todavía no) Emperador que ignora las advertencias de sus amigos de
París. Josefina llega a fingir un embarazo para no tener que visitarle
tras una batalla.
En 1804, Napoleón es nombrado Emperador con el apoyo de los viejos
regicidas revolucionarios del Senado, que ven con buenos ojos la
ejecución del Duque de Enghien, ordenada por el corso. Comienza, por esa
época, la vida loca del tirano, y las cartas van encogiéndose,
perdiendo efusividad. Bonaparte homenajea su figura legendaria a base de
victorias que le ponen la cama perdida de amantes.
La ya Emperatriz
Josefina cambia su actitud al sentir que su marido se le escurre entre
los dedos: se convierte en una apacible consorte cuyos pecados, ahora,
tienen más que ver con el lujo que con la lujuria. "A medida que aumenta
el poder de Bonaparte, las tornas cambian.
Josefina se convierte en una esposa suplicante y llorosa, y él empieza a
tratarla mal. Aunque, en el fondo, siempre conserva hacia ella una brizna de cariño,
como un resto del viejo amor"
Napoleón tiene su primer hijo con Louise Éléonore Denuelle de La Plaigne, una de sus amantes, y así disipa la duda que sobre su capacidad procreadora se tenía; no hay discusión: el niño, Charles León, es igual a él. La relación entre Napoleón y Josefina se deteriora aún más. En 1807, tras la conquista de Polonia, Napoleón se enamora de la polaca María Walewska, a la que, sin ser correspondido, somete con amenazas y, otra vez, como con su esposa, malos tratos. Tiempo después tienen un hijo, Alexandre. Son amantes al menos cuatro años más, hasta el exilio del emperador en la isla de Elba. Al cambio de papeles, Napoleón le recrimina a Josefina su tristeza: "Me dices que no haces más que llorar. ¡Vaya! ¡Qué feo!". Ahora es él quien la prohíbe ir a verle y la zahiere con desplantes e ironías: "Me he reído de eso que dices de que te casaste para estar con tu marido; yo creía, en mi ignorancia, que la mujer estaba hecha para el marido; y el marido, para la patria, la familia y la gloria; perdón por mi ignorancia; siempre se aprende algo con nuestras bellas damas". Napoleón parece estar cobrándose la venganza. Josefina se desespera, teme como a un nubarrón el divorcio y toma la extravagante decisión de proveer ella misma a su marido de amantes. Así lo mantendrá a su lado. Napoleón es ya una caricatura de sí mismo, un hombre cruel, autoritario y déspota.
El desplome, la desgracia última de "la criolla" tuvo lugar el 14 de diciembre de 1809. Aquel día, escribe Ángeles Caso en la biografía de la pareja "a las nueve de la noche, mientras la lluvia y el viento se abatían sobre París, una Josefina pálida y llorosa, vestida de blanco como una joven virgen y sin ninguna joya, entraba del brazo de su hija Hortensia en el salón del trono de las Tullerías, donde debía tener lugar la ceremonia de su divorcio". Al otro lado, o enfrente, los miembros de la familia Bonaparte, orgullosos, sonríen ante la caída en desgracia de aquella mujer descarada a quien nunca soportaron. Bonaparte blande el bienestar de Francia para justificar su decisión: debe tener hijos y prolongar la joven dinastía que encabeza. Se casa, pues, "con un vientre", como él mismo decía; y resulta ser el de María Luisa de Austria, sobrina nieta de María Antonieta, la reina guillotinada. "Durante años, Josefina cumplió como primera dama, porque era una anfitriona exquisita. Pero una vez coronado emperador, Napoleón necesitaba más. Quería crear una dinastía y ligarse a las grandes dinastías históricas para adquirir un aura de legitimidad", explica la escritora e historiadora.
Napoleón y Josefina continúan con su correspondencia. Pese a la nueva
boda, la Emperatriz siempre será Josefina: "Lo curioso es
que su destino parece estar ligado de una manera extraña a ese matrimonio.
Cuando se casan, él no era más que un general sin destino. Es justo en
ese momento cuando empiezan sus grandes victorias. Y nada más
divorciarse para casarse con María Luisa de Austria, comienzan sus
derrotas. Es como si Josefina, a pesar de su frivolidad y deslealtad,
hubiera sido una especie de amuleto para él".
Al final, ella llora y él se muestra implacable. Nunca dejaron de escribirse. El 16 de abril de 1814, cuatro días antes de la muerte de Josefina, Napoleón, en su última carta, se despide: "Adiós, mi querida Josefina, resignaos como yo, y no dejéis nunca de recordar al que jamás os olvidó y jamás os olvidará".
Al final, ella llora y él se muestra implacable. Nunca dejaron de escribirse. El 16 de abril de 1814, cuatro días antes de la muerte de Josefina, Napoleón, en su última carta, se despide: "Adiós, mi querida Josefina, resignaos como yo, y no dejéis nunca de recordar al que jamás os olvidó y jamás os olvidará".
http://www.elcultural.es/noticias/letras/Napoleon-y-Josefina-la-pasion-temible-de-un-matrimonio-imperial/6264
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