La
historia de la farmacia surge en el siglo XIX como respuesta a los
cambios profesionales que supuso la industrialización. Era
entonces poco más que un conjunto de semblanzas
profesionales.Hoy es una disciplina
desarrollada por los historiadores de la ciencia y de la farmacia,
amenizada con las aportaciones espontáneas de los
aficionados y coleccionistas.
Hace no mucho tiempo publiqué un artículo sobre el previsible desarrollo de la historia de la farmacia, a la vista de su envejecimiento conceptual y metodológico. Desde entonces, la situación ha empeorado y se ha agrandado el abismo entre los historiadores y los merodeadores aficionados a la historia. Citaba entonces a Huzinga: «No pocas veces el historiador se lanza a buscar la materia sin un buen planteamiento previo del problema que le preocupa. Y así descubre materiales que a nadie interesan. Los almacenes de la ciencia están abarrotados de materiales críticos elaborados que esperan años y años la mano que los construya. Se editan fuentes que no son tales fuentes, sino simples "charcos" cuando la pregunta no es clara, jamás se obtiene como respuesta un verdadero conocimiento. A la vaguedad de la pregunta corresponde siempre la vaguedad de la respuesta». Citaba también a Laín, para quien la historia de la medicina tiene tendencia a convertirse en una disciplina orquídea, exquisita pero inútil, aquejada de un triple mal, que se detecta igualmente en la historia de la farmacia: el diletantismo irresponsable, el gremialismo y la actividad de los profesionales jubilados.
Las cosas, lejos de
mejorar, han empeorado, y abundan más que nunca los estudios
basados en documentaciones incompletas y sin importancia, los
inventarios inacabables, las relaciones de utensilios, medicamentos
y enfermedades, sin que de todo ello se obtenga información
alguna de valor. Es una historia trasnochada, que da a luz un
determinado documento sin preguntarle nada, que informa de un
tiempo demasiado corto, carente de significación, que
testimonia de un incidente trivial de la profesión, que
reproduce un inventario, una visita de boticas, un contrato ante
notario, un examen, un cuaderno de notas, un epistolario, una
nómina, una lista de asistentes a una reunión
colegial o las anotaciones en un recetario. Para que la historia
exista es necesario que la documentación estudiada sea
fiable, significativa y completa. Y, sobre todo, que se esté
dispuesto a interrogarla
Los contenidos a
desarrollar por la historia de la farmacia son las relaciones del
medicamento con su entorno: las modificaciones sociales producidas
por los medicamentos y la influencia de varios factores en el uso
de los fármacos: el pensamiento científico, la
concepción de la enfermedad y de su tratamiento, la
tecnología, el desarrollo económico y comercial, el
azar, la política, la religión y la ética. Se
trata de saber qué fármacos se emplearon en cada
época y por qué, de aclarar la razón de que se
emplease esa farmacia y no otra, y estudiar las técnicas de
preparación, conservación y dispensación de
los medicamentos. También hay que valorar la eficacia de los
fármacos en la época en que fueron utilizados y
ahora, así como la opinión que la sociedad ha tenido
de los medicamentos y de sus profesionales.
Los historiadores de la
farmacia desarrollan estos temas en condiciones difíciles:
los farmacéuticos suelen preferir la historia corporativa a
la científica, y la historia de la farmacia, como disciplina
universitaria, está vinculada a un área de
conocimiento que incluye farmacia clínica, biofarmacia,
farmacoterapia, tecnología industrial, legislación,
deontología, planificación y gestión. En
minoría absoluta, está integrada en departamentos que
contemplan la historia como una rareza o una disciplina
irrelevante. En los tribunales y comisiones se mezclan
historiadores con farmacéuticos clínicos y
tecnólogos, y son determinantes los intereses de grupo. Por
si el panorama no fuera lo suficientemente oscuro, se añade
la labor de zapa realizada por los merodeadores, los historiadores
aficionados y ocasionales, ubicados algunos de ellos en los
departamentos universitarios, donde su actividad suele ser
letal.
Los archivistas son algo más dañinos que los
coleccionistas, porque sus admiradores, que son legión, les
consideran expertísimos investigadores y sagaces
historiadores
Los males que aquejan a
la historia de la farmacia son muchos. En primer lugar, el
coleccionismo, fruto de laboriosas recopilaciones: albarelos,
morteros y libros antiguos, sellos, monedas y carteles. Este tipo
de merodeador no es especialmente dañino si no se confunde a
sí mismo, y tampoco nadie lo confunde, con un historiador.
Los coleccionistas suelen agruparse bajo la denominación de
amigos de la historia o alguna otra denominación semejante,
muchas veces en ámbitos locales que refuerzan sus lazos y
les facilita el intercambio de datos sobre sus respectivas
colecciones.
La segunda plaga es el
archivismo, que permite a los aficionados aportar datos triviales
sobre el pasado de sus municipios: boticarios del pasado, farmacias
antiguas, anécdotas corporativas. Este tipo de merodeador
prolifera en las ciudades de pequeño y mediano tamaño
y genera una abundante literatura al amparo de instituciones
oficiales y crediticias. Son algo más dañinos que los
coleccionistas, porque sus admiradores, que son legión, les
consideran expertísimos investigadores y sagaces
historiadores.
Uno de los merodeadores y saboteadores más dañino es
aquel que se proclama seguidor y discípulo de un supuesto
maestro y se propone seguir sus pasos
El tercer depredador de
la historia de la farmacia es el documentalista incontinente, que
reproduce prolijos documentos sin elaboración alguna, sobre
reuniones de farmacéuticos, actos colegiales, asambleas,
inventarios, actividades científicas inconexas, recetarios y
noticias de prensa. Es un depredador de altura, trabajador
infatigable carente de método, que merodea por los archivos,
a los que en ocasiones despuebla de los documentos originales, para
dar a luz voluminosos estudios con anexos interminables.
Otro merodeador es el
aficionado despistado, una figura entrañable, apenas
perjudicial, que ofrece colaboraciones espontáneas, fruto de
observaciones bienintencionadas y casuales.
Otro merodeador es el aficionado despistado, una figura
entrañable, apenas perjudicial, que ofrece colaboraciones
espontáneas, fruto de observaciones bienintencionadas y
casuales
A continuación
están los sentimentales, los historiadores emotivos, guiados
por el amor a la profesión y dedicados a glosar a los
antepasados ilustres. Los lectores suelen muchas veces preferirlos
a los historiadores serios, que les parecen aburridos y pedantes.
Uno de los merodeadores y saboteadores más dañino es
aquel que se proclama seguidor y discípulo de un supuesto
maestro y se propone seguir sus pasos. Se cumple aquí una
ley inexorable: el entusiasmo está en relación
inversamente proporcional con la valía real del maestro, al
que se cita continuamente para justificar los trabajos realizados.
Este merodeador se considera muchas veces un humilde continuador de
la obra del maestro y afirma que éste le encargó
proseguir sus trabajos, por lo que está convencido de que
sus aportaciones, si bien modestas, no debieran ser criticadas.
Lógicamente, en ocasiones el maestro no dijo nada ni
encargó cosa alguna, pero sus discípulos enaltecen su
figura, incluso si se trata de un incompetente y un déspota.
Los maestros ridículos tienen centenares de ridículos
seguidores, que veneran al maestro y son especialmente
dañinos cuando proliferan en exceso. Si su número es
reducido forman parte de la sal y la pimienta de las disciplinas
históricas, en especial de las sectorizadas y
locales.
Otro saboteador es el
amante de las generalizaciones. La complejidad de los hechos
estudiados se sustituye por una serie de estereotipos que lo
explican todo y nada al mismo tiempo. Su contribución
sólo es dañina en cuanto sus generalizaciones impiden
discernir aquello que realmente sucedió, que es sustituido
por una generalización. Ésta puede ser incluso
útil, pero su efecto nocivo consiste en que aplicada de
forma mecánica y sistemática distorsiona los hechos y
su comprensión. Como todos los grandes errores, éste
tiene aspectos muy prácticos y permite realizar una
exposición didáctica, coherente y divulgativa de la
historia, materia de difícil transmisión sin el
empleo de las generalizaciones. Es un vicio tan extendido que llega
a confundirse con el oficio del historiador, que tiende a ordenar
en exceso una documentación unas veces demasiado escasa y
otras excesiva y caótica.
Otro intruso es el
observador de nimiedades, que a él se le antojan
trascendentes: las reimpresiones, los errores tipográficos,
los índices de los libros y sus modificaciones en las
diferentes ediciones, las dedicatorias y prólogos, las
anotaciones en los márgenes de los textos, las inscripciones
en los morteros, la heráldica farmacéutica, los
asistentes a las reuniones, los cambios de sede de las
instituciones, el personal auxiliar, las fotografías, los
trajes, cualquier vestigio de los tiempos pasados. Su detallismo le
convierte en un ayudante de los historiadores, si bien él
abriga la sospecha de que el verdadero historiador es él,
por la exactitud y minuciosidad de los datos que aporta a unos
profesionales que en su opinión se benefician
desconsideradamente de sus detalladas investigaciones.
La Triada
Hermética o Elogio de la Vía
Húmeda,
alegoría alquímica del siglo XVII.
¿Sobrevivirán los docentes, divulgadores e
investigadores y podrán ser considerados historiadores, o la
disciplina caerá definitivamente en manos de los
aficionados?
¿Existe el
futuro?
Los merodeadores e
intrusos asolan sistemáticamente todas las disciplinas
históricas y es fácil reconocerlos e identificarlos
en la historia de la farmacia, que sazonan con la exaltación
profesional, la nostalgia del pasado, el coleccionismo compulsivo y
nostálgico, una cierta tendencia a la desmesura y al
entusiasmo que se deriva de la evocación romántica de
unos tiempos que se supone mejores. No faltan tampoco quienes
subliman en la historia todas sus carencias. El falseamiento
histórico interviene en apoyo de la evocación
nostálgica y aporta pruebas que, convenientemente
manipuladas, parecen dar la razón a las tesis de los
merodeadores, si bien la lectura objetiva de los textos desmorona
sus imprudentes fantasías.
Así se cocina la
historia de la farmacia, con la variopinta contribución de
los numerosos y activos merodeadores y saboteadores, que rebasan en
número, actividad y reconocimiento al reducido número
de historiadores, que sobreviven en departamentos universitarios
ajenos cuando no hostiles a la historia. ¿Sobrevivirá
la historia de la farmacia como disciplina histórica?
¿Sobrevivirán los docentes, divulgadores e
investigadores y podrán ser considerados historiadores, o la
disciplina caerá definitivamente en manos de los
aficionados? Sinceramente, no lo sé, nadie lo sabe. Cuanto
puede decirse es que de momento, y de forma más bien
milagrosa, los historiadores de la farmacia todavía
resisten.
Bibliografía y enlaces
1. Esteva J. El envejecimiento conceptual y metodológico de la Historia de la Farmacia. Bol Soc Esp Hist Farm 1987;38:27-32.
2. Huizinga J. El concepto de historia y otros ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 2001.
2. Huizinga J. El concepto de historia y otros ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 2001.
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