El más universal de los andalusíes, Muhammad ibn ‘Alí ibn Muhammad Ibn
al-‘Arabí, a quien se conoce como Ibn ‘Arabí, o bien por su sobrenombre
Muhyiddín (Vivificador de la Fe), pertenecía al linaje árabe del
ilustre al-Hâtim al-Tâ’î, epónimo de la generosidad entre los árabes. De
ascendencia beréber por parte de madre, nació como único hijo varón de
una distinguida familia en la fortificada capital de Tudmir, la Murcia
islámica gobernada por Ibn Mardanísh, último bastión de la resistencia a
los almohades, en el mes de Ramadán del año 560 de la hégira, es decir,
del 1165 del calendario cristiano.
De su infancia, vivida en esta Murcia independiente y fértil, casi nada sabemos. Fallecido Ibn Mardanísh, la familia de Ibn ‘Arabí se traslada en el 568 de la hégira a Sevilla, entonces la ciudad más importante de al-Andalus, donde su padre entra al servicio del refinado soberano almohade Abû Ya‘qûb Yûsuf.
En ese momento, este cultivado sultán que se rodea de sabios como Ibn Tufayl, Averroes o Avenzoar, ha ordenado emprender la construcción del puente sobre el Guadalquivir que uniría Sevilla con Triana, puerta del Aljarafe, la de los palacetes de la Buhayra, rodeados de vergeles, la de la mezquita mayor (con su célebre alminar conocido hoy como La Giralda) que habría de sustituir a la mezquita de Ibn ‘Addabâs, sobre cuyos cimientos se alza ahora la iglesia de El Salvador, así como la renovación de las perdurables canalizaciones de agua potable que abastecían a toda la ciudad. Asiste así Ibn ‘Arabí a una prosperidad sin precedentes.
Muhyiddín comenzó a recibir una esmerada educación en las ciencias tradicionales del Islam por parte de maestros de diversas latitudes. Él mismo nos ha dejado en uno de sus escritos una lista en que menciona a 70 maestros a lo largo de su vida.
El propio Ibn ‘Arabí describe una fase juvenil de vida despreocupada, de baile y amaneceres, anterior a su iniciación en el sufismo, que él llama su “entrada en la Vía”, el año 580 (=1184).
Renuncia Muhyiddín a seguir los pasos de su padre en la administración almohade, abandona sus bienes y desde entonces se consagra por entero, como habían hecho también algunos de sus familiares antes que él, al camino del conocimiento y la realización espirituales.
Según el autor murciano, su “conversión” tuvo lugar por mediación de la presencia espiritual de Jesús (profeta mayor entre los musulmanes) a quien llama su “primer maestro”.
El mismo Ibn ‘Arabí relata su encuentro con el célebre filósofo Averroes, en aquel tiempo médico particular del sultán y cadí o juez de Córdoba, quien quiso conocerlo tras oír hablar de la iluminación que el joven aún imberbe había recibido en un retiro espiritual.
De su infancia, vivida en esta Murcia independiente y fértil, casi nada sabemos. Fallecido Ibn Mardanísh, la familia de Ibn ‘Arabí se traslada en el 568 de la hégira a Sevilla, entonces la ciudad más importante de al-Andalus, donde su padre entra al servicio del refinado soberano almohade Abû Ya‘qûb Yûsuf.
En ese momento, este cultivado sultán que se rodea de sabios como Ibn Tufayl, Averroes o Avenzoar, ha ordenado emprender la construcción del puente sobre el Guadalquivir que uniría Sevilla con Triana, puerta del Aljarafe, la de los palacetes de la Buhayra, rodeados de vergeles, la de la mezquita mayor (con su célebre alminar conocido hoy como La Giralda) que habría de sustituir a la mezquita de Ibn ‘Addabâs, sobre cuyos cimientos se alza ahora la iglesia de El Salvador, así como la renovación de las perdurables canalizaciones de agua potable que abastecían a toda la ciudad. Asiste así Ibn ‘Arabí a una prosperidad sin precedentes.
Muhyiddín comenzó a recibir una esmerada educación en las ciencias tradicionales del Islam por parte de maestros de diversas latitudes. Él mismo nos ha dejado en uno de sus escritos una lista en que menciona a 70 maestros a lo largo de su vida.
El propio Ibn ‘Arabí describe una fase juvenil de vida despreocupada, de baile y amaneceres, anterior a su iniciación en el sufismo, que él llama su “entrada en la Vía”, el año 580 (=1184).
Renuncia Muhyiddín a seguir los pasos de su padre en la administración almohade, abandona sus bienes y desde entonces se consagra por entero, como habían hecho también algunos de sus familiares antes que él, al camino del conocimiento y la realización espirituales.
Según el autor murciano, su “conversión” tuvo lugar por mediación de la presencia espiritual de Jesús (profeta mayor entre los musulmanes) a quien llama su “primer maestro”.
El mismo Ibn ‘Arabí relata su encuentro con el célebre filósofo Averroes, en aquel tiempo médico particular del sultán y cadí o juez de Córdoba, quien quiso conocerlo tras oír hablar de la iluminación que el joven aún imberbe había recibido en un retiro espiritual.
A partir de entonces, las visiones extáticas se hacen frecuentes. En el 586 tiene en Córdoba una visión en la cual, según refiere en su obra Rûh al-quds (que trata los espirituales andalusíes de su tiempo), Dios le mostró a todos los Enviados y profetas desde Adán hasta Muhammad (Mahoma).
Por primera vez Ibn ‘Arabî es investido del manto iniciático llamado jirqa de manos del sufí Taqiddîn al-Tawzarî.
Tras el fallecimiento de su padre, emprende una serie de viajes por territorio andalusí y una primera visita a Túnez para conocer a los maestros Ibn Jamîs al-Yarrâh y ‘Abd al-‘Azîz al-Mahdawî, quienes habían sido discípulos del célebre sufí sevillano Abû Madyan que trasmitía en Bujía su enseñanza y a quien Muhyiddín se considera particularmente vinculado en espíritu, aunque nunca se encontrara con él en el plano físico. Al mencionado Mahdawî dedicaría más adelante Ibn ‘Arabî, entre otras, su obra magna, suma esotérica de las ciencias espirituales del Islam, titulada al-Futûhât al-makkiyya (Las Iluminaciones de La Meca).
Su estancia de un año en Túnez inspiró una de sus primeras obras visionarias Las contemplaciones de los misterios, compuesta a su regreso a Sevilla cuando contaba con treinta años, que revela la temprana maestría del autor.
En sucesivas visitas a Fez desde el 591 tienen lugar importantes acontecimientos espirituales: alcanza la llamada Estación de la Luz, realiza la ascensión espiritual hasta la presencia divina que le lleva a escribir su Kitâb al-Isrâ’ (Libro del viaje nocturno) y toma conciencia, de su condición excepcional de Sello de la Santidad Muhammadí.
De vuelta en al-Andalus por última vez, antes de su definitiva partida al Magreb y luego a Oriente, visitó diversas ciudades, entre ellas Ronda, Córdoba, Granada, Murcia (donde se encontró con el sufí Abû Ahmad ibn Sîd Bûnuh) y Almería, donde compuso su crucial obra Nawâqi‘ al-nuyûm (Los descensos de los astros), la última al parecer de su etapa andalusí.
Vemos, pues, que durante la primera parte de su vida Ibn ‘Arabî viajó intensamente por el territorio andalusí y el Magreb (Fez, Marrakech, Bujía o Túnez, donde accede a un modo de percepción que llama la inmensa Tierra de la Realidad), hasta su partida definitiva hacia Oriente Medio, donde transcurrió la segunda mitad de su vida.
Tras sucesivas estancias en La Meca, Medina, Jerusalén, Konia, Malatia, Bagdad o Alepo, el reconocido maestro espiritual se instaló finalmente en Damasco, donde falleció el 638/1240. Su sepultura, en el mausoleo que hizo edificar en su honor el sultán otomano Selim II al pie del monte Qasión, puede visitarse en la mezquita que, como el barrio damasceno que la alberga, lleva su nombre.
Vida, escritura, viaje y contemplación son dimensiones indisociables en la vida de este prolífico y originalísimo andalusí en cuyo pensamiento se concilian tradición, razón y develación.
Ibn Al Arabî, llamado por la tradición ulterior ‘Maestro Máximo’ (al-Shayj al-Akbar) y considerado entre los sufíes heredero e intérprete por excelencia de la espiritualidad muhammadí, compuso más de 250 obras, entre las que cabe destacar, además de las mencionadas, la obra titulada Los engarces de la sabiduría (que ha sido objeto de más de cien comentarios -en árabe, persa, turco, urdu y otras lenguas- por parte de muchos de los más destacados autores de la tradición sufí), su libro El secreto de los Nombres de Dios o su diván de poesía lírica, El intérprete de los deseos.
Su obra ha ejercido un influjo determinante en el pensamiento islámico de los últimos ocho siglos en todo el mundo islámico y no sólo en el mundo árabe. Este inspirado autor universal fue el eje fundamental del pensamiento del mundo otomano y es también, hasta nuestros días, constante referencia del pensamiento del ámbito de lengua persa.
Su pensamiento goza actualmente, en todo el mundo, de una enérgica vitalidad que pone de manifiesto el creciente interés suscitado por su obra entre creadores, intelectuales y espirituales de las más diversas procedencias y condiciones. Buen ejemplo de ello es la ingente actividad desarrollada por la internacional Muhyiddin Ibn Arabi Society, con sede en Oxford, en cuyo website (www.ibnarabisociety.org) puede consultarse una amplia información bibliográfica. Los estudios y traducciones de sus obras en lenguas occidentales se han multiplicado en las últimas décadas y, hoy en día, es posible leer en profundidad a Ibn cArabî en español, francés, inglés, turco y otras lenguas europeas.
El pensamiento de Ibn cArabî se inserta plenamente en la tradición abrahámica y el mundo de la profecía. Heredero del saber antiguo, del pensamiento griego, del mundo iranio y de la tradición judeo-cristiana, el pensamiento de Ibn cArabî es, no obstante, genuinamente árabe, ya que está profundamente enraizado en la cultura y la lengua árabes, y plenamente islámico, pues sus referencias permanentes son los fundamentos escriturarios del Islam, el Corán y la Sunna. En virtud de ese mismo fundamento islámico, su obra ofrece un pensamiento universal que reconoce a todos los profetas del ciclo histórico, las diversas tradiciones reveladas -consideradas en tanto que caminos perdurables, providenciales y eficaces para la realización espiritual-, e incluso toda forma inspirada de conocimiento de la Verdad, de adoración del Uno-Múltiple, a la par trascendente e inmanente, incomparable y semejante, manifiesto y oculto, aun en el caso de que tal adoración revista la apariencia del culto a los ídolos. He aquí una puerta abierta al diálogo y al verdadero respeto -el auténtico reconocimiento de la dignidad del otro- entre las diversas tradiciones y culturas.
La existencia, entendida y vivida como teofanía, revelación del Uno en la multiplicidad de Sus manifestaciones y de Sus Nombres, es en última instancia pura Belleza, Compasión sin límites. Dios, la Realidad, está presente en todas las cosas.
La finalidad del hombre es el conocimiento del Creador. El ser humano progresa por las estaciones espirituales, guiado por la gracia, hasta que restituye el teomorfismo original del hombre primordial. Alcanza así, en la llamada Tierra de la Realidad, la morada de la perfecta servidumbre. Su corazón es entonces perfectamente receptivo a las teofanías, incesantemente renovadas. Dotado de la facultad de la develación, el místico vive así en presencia de Dios y en conformidad con Su voluntad.
Ibn cArabî es, por su trayectoria vital, por el alcance de su obra y por su repercusión en la posteridad, modelo de andadura interior hacia la Unidad que reúne los opuestos, los mundos y grados de la existencia, los dos horizontes de Oriente y Occidente.
Puede afirmarse que, integrando en su pensamiento razón y develación, unidad y diversidad, Ibn cArabî ha sido el primero entre los autores de tradición abrahámica, ya en los siglos XII-XIII, en exponer de modo tan sólido y explícito los fundamentos que permiten y requieren establecer un diálogo creativo y conciliador entre las distintas creencias y culturas.
Tanto su obra como su ejemplo vital manifiestan, en efecto, un profundo respeto hacia la totalidad de las confesiones, un reconocimiento universal de la veracidad intrínseca de cada fe personal y de la experiencia íntima y única que cada realidad individual representa. Como ilustración de ello, escuchemos estas palabras del autor, tomadas del capítulo sobre la Palabra de Muhammad de su obra Fusas al-hikam (Los engarces de la sabiduría):
“Quien llegue a conocer el sentido del dicho de Yunayd de Bagdad
según el cual “el color del agua es el color de su recipiente”, admitirá
la validez de todas las creencias con respecto a quien las profesa y
reconocerá a Dios en toda forma y en todo objeto de adoración. En
realidad, el que condena otras creencias sigue sólo una opinión y no
tiene verdadero conocimiento. En ese sentido ha dicho Dios, según el
hadiz: “Yo soy con él según la concepción que Mi servidor tiene de Mí”,
lo cual quiere decir que no se manifiesta al hombre sino en la forma de
su propia creencia: si éste así lo quiere, la hace ilimitada, absoluta;
mas si así lo quiere, la hace restringida y limitada”.
Para concluir, como ejemplo de su escritura poética, veamos a continuación algunos versos de Ibn ‘Arabí.
El rayo oriental (De El Intérprete de los deseos)
En el levante el rayo ha contemplado
y así quedó prendado del oriente,
y así quedó prendado del oriente,
mas si hubiera brillado en el poniente,
a occidente se habría encaminado.
a occidente se habría encaminado.
De tierras no depende o paradores:
mi amor se debe al rayo y sus fulgores.
mi amor se debe al rayo y sus fulgores.
La profesión de todas las creencias (De Las iluminaciones de La Meca)
Las creencias más diversas
tienen de Dios las personas
tienen de Dios las personas
y yo las profeso todas:
creo en todas las creencias.
creo en todas las creencias.
(Futûhât, ed. Bûlâq, III, p. 131)
Del amor procedemos (De Las iluminaciones de La Meca)
Del amor procedemos,
con él fuimos creados;
así al amor tendemos
y estamos consagrados.
con él fuimos creados;
así al amor tendemos
y estamos consagrados.
La religión del amor (De El Intérprete de los deseos)
¡Qué asombroso es el prodigio
de una gacela velada
que señala un azufaifo
y hace señas con sus ojos,
y cuyos pastos se encuentran
entre costillas y entrañas!
¡Qué maravilla un jardín
en medio de tanto fuego!
Capaz de acoger cualquiera
de entre las diversas formas
mi corazón se ha tornado:
Es prado para gacelas
y convento para el monje,
para los ídolos templo,
Kaaba para el peregrino;
es las Tablas de la Tora
y es el libro del Corán.
La religión del amor
sigo adonde se encamine
su caravana, que amor
es mi doctrina y mi fe.
de una gacela velada
que señala un azufaifo
y hace señas con sus ojos,
y cuyos pastos se encuentran
entre costillas y entrañas!
¡Qué maravilla un jardín
en medio de tanto fuego!
Capaz de acoger cualquiera
de entre las diversas formas
mi corazón se ha tornado:
Es prado para gacelas
y convento para el monje,
para los ídolos templo,
Kaaba para el peregrino;
es las Tablas de la Tora
y es el libro del Corán.
La religión del amor
sigo adonde se encamine
su caravana, que amor
es mi doctrina y mi fe.
http://www.canal-literatura.com/7certamen/premiodamasco/?page_id=584
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