Una tórrida mañana de primavera, Galte Nyemeto estaba de pie en la orilla del lago Turkana asegurándose de que no había cocodrilos. El agua era somera, y la probabilidad de que apareciese un reptil, baja. Pero Nyemeto, sanadora tradicional de la tribu daasanach, estaba con una paciente, y hubiese sido nefasto –espiritualmente y, por supuesto, en otros sentidos– que un cocodrilo interrumpiese la ceremonia.
Hacía mucho tiempo que la caza había acabado con casi todos los hipopótamos, más grandes y peligrosos, pero aún quedaban muchos cocodrilos, sobre todo allí, al sur del delta donde el río Omo, procedente de Etiopía, vierte sus aguas en Kenya. Se dice que los cocodrilos del río, que a veces siguen la corriente hacia el sur, son más astutos y maliciosos que los nacidos en el lago, pero los daasanach consideran a unos y otros el mismísimo demonio. Por eso Nyemeto, además de verificar que no hubiese animales salvajes, evaluaba la perspectiva espiritual de la jornada.
Aquí y allá el agua parda abandonaba su perfecta quietud por el roce del ala de un flamenco o por el ascenso de un pez. Del oeste llegaba el rugido distante de una motora. Nada de cocodrilos, ni una vaca o un camello siquiera. Satisfecha, Nyemeto indicó a una joven, llamada Setiel Guokol, que se metiese en el agua y se sentase para lavarse. Así lo hizo; se mojó la cara con las manos y luego se salpicó la espalda.
Mientras, Nyemeto hurgaba en el lodo, sacaba dos puñados chorreantes y, con rápidos toques, untaba de barro la columna de Guokol, en la que se marcaban todos los huesos. «Badab –repetía con cada untura, ahuyentando la muerte–. El lago es un lugar purificador.»
Nyemeto es conocida como una sanadora de casos desesperados. Cuando nada funciona –los fármacos en el dispensario, el dios del hombre blanco en la iglesia, los cooperantes en sus casas de cemento–, la gente acude a ella con sus dolencias y sus temores. A cambio de una modesta propina ella les ofrece esperanza.
«Soy la última parada», afirmó.
Guokol llevaba meses enferma y últimamente había empeorado, debilitándose de día en día por arte de los espíritus malignos, algo que los daasanach llaman gaatch. Cuando su familia la convenció para que acudiese a Nyemeto, Guokol no era ni sombra de lo que fue: fortaleza, belleza, salud. Tendría unos 30 años.
En el agua Nyemeto se desprendía de sus malas pulgas habituales y ahora, con gestos maternales, untaba a Guokol de barro y la enjuagaba bajo el inclemente calor matutino. Concluida la ceremonia, la ayudó a ponerse en pie y ambas regresaron a la orilla cogidas del brazo.
«No vamos a mirar atrás –dijo Nyemeto–. Hemos dejado atrás a los espíritus.»
Y Guokol, temblando de frío, flaca como un junco, dijo: «Creo que me curaré».
Selicho se enclava en el corazón de una de las regiones más remotas del África oriental. Prácticamente en el confín más septentrional de Kenya, a más de 400 kilómetros de la carretera nacional más próxima, se encuentra a unos minutos a pie de la frontera con Etiopía, donde la tierra seca se extiende –ondulada, dura, tórrida, abandonada– otros 200 kilómetros. Si vas en pos de la esperanza, en este lugar es lógico llamar a la puerta de Nyemeto. Y que te lleve al lago para sanarte es lo más normal del mundo. Aquí la fe y la esperanza equivalen por definición al agua, que por ahora el Turkana ofrece en abundancia.
Es el lago desértico permanente más grande del mundo y existe en la región desde hace unos cuatro millones de años, durante los cuales se ha expandido y contraído en una depresión volcánica paralela al Gran Rift Valley. Hace una eternidad pisaron sus orillas los homininos; los primeros humanos cazaron, recolectaron y pescaron aquí en la lenta migración al norte que los llevaría fuera de África. Hace 10.000 años el lago era mucho más grande que ahora. Hace 7.000 ya se estaba contrayendo. Tribus neolíticas levantaron sobre sus aguas unas misteriosas columnas de piedra en puntos mágicos. Y hoy Nyemeto perpetúa unas tradiciones vinculadas a sus aguas, tradiciones cuyo origen quizá se pierda en la noche de los tiempos, aunque nadie sepa con certeza dónde y cuándo surgieron.
Pero el Turkana, como todas las aguas del desierto, es vulnerable. La mayoría del agua dulce del lago –en torno al 90%– procede del río Omo, y ahora Etiopía, que está preparando para la cuenca del Omo proyectos a gran escala –entre ellos una enorme presa hidroeléctrica y plantaciones de caña de azúcar, un cultivo ávido de agua–, amenaza con alterar el curso ancestral del río y desecar el lago. Según las previsiones más pesimistas el Turkana acabará secándose y muriendo en pocos años, lo que convertirá a la población local en refugiados que huyen de una inmensa polvareda inhabitable.
Los miembros de la tribu de Nyemeto se cuentan entre los que más perderían si se materializan los planes de desarrollo etíopes, en los que no tienen ni voz ni voto. Su territorio se extiende a ambos lados de la frontera, dividido hace más de un siglo por topógrafos resueltos a apuntalar los intereses británicos a un lado y el Imperio etíope al otro. La división dejó a la mayoría de los daasanach en Etiopía; en Kenya quedó un grupo mucho más reducido, que hoy es uno de los grupos étnicos más exiguos y débiles del país.
En Kenya hay unos 10.000 miembros de esta tribu, pero hasta hace poco ni siquiera tenían representante electo. Hoy lo tienen a escala provincial, a un mundo de distancia del Parlamento de Nairobi y a la cola de las ayudas. Muchos keniatas del sur consideran que el lago y sus habitantes, como Nyemeto y Guokol, no forman parte de su nación. Aquí no hay tendido eléctrico, ni institutos de secundaria, ni transporte regular. Los daasanach son, al igual que su lago, poco menos que invisibles.
Michael Moroto Lomalinga, jefe de los daasanach de Kenya, conoce esta precaria existencia desde el día que nació, hace unos 60 años. Por entonces el país seguía bajo dominio británico y el norte se consideraba tan inútil e insalvable que los mapas lo rotulaban como «cerrado».
«No constamos en las estadísticas oficiales –dice Moroto–. En el censo aparecemos como “otros”. Eso es un problema.»
Él vive en Ileret, una aldea de cabras, viento y polvo cerca de Selicho, en la orilla nordeste del lago. Como otros jefes tribales de Kenya, fue nombrado por el Gobierno. Lleva casi 20 años en el puesto, una especie de alcaldía. Hay muchos problemas entre los vecinos, mucha burocracia, y algún que otro rumor de corrupción. Pero en abril de 2014, tras una larga sequía, Moroto se enfrentaba a asuntos más peligrosos, todos ellos relacionados de algún modo con el agua.
Por el este, el pueblo gabbra introducía su ganado en territorio daasanach. Por el oeste, los turkana importunaban a los daasanach que pescaban en el lago. Ambas tribus superan a la suya en número, tienen mejores contactos políticos, poseen mejores armas ilegales. Los turkana han sobreexplotado sus propias aguas y empiezan a hacer incursiones hacia Ileret y Selicho, amenazando con saqueos, robando redes y a veces incluso matando a algún daasanach.
Tampoco los daasanach son víctimas inocentes, ni están faltos de orgullo ni de armas de fuego. Más de una vez se han revuelto con violencia y a menudo son ellos quienes inician las escaramuzas. El deber de Moroto es hacer lo posible por impedir que esa ira degenere en los ancestrales ciclos de matanza y venganza que pueden perpetuarse durante generaciones. Hay agua y pescado para todos, repite hasta la saciedad, aunque no siempre se lo cree.
«Somos un pueblo marginado –dice Moroto–. Cuando combatimos, solemos llevar las de perder, y el Gobierno no es de mucha ayuda. No trabaja por la paz cuando hay paz. Solo trabaja por la paz cuando hay conflicto.»
Y habrá conflicto. Porque sobre las escaramuzas rutinarias de las tribus del desierto se ciernen la presa y las plantaciones de caña de azúcar. Las autoridades de Nairobi apenas se inmutan, pero Moroto es consciente de la violencia que podría engendrar un lago que está desapareciendo.
Abdul Razik encendió un cigarrillo y apoyó el pie descalzo en el bidón rojo de gasolina. Junto a él un pez enorme yacía inmóvil en el fondo del bote. La embarcación, recién pintada de verde, volaba sobre las aguas opacas. La pintura, explicó Razik, era para camuflarse y ocultar su nueva inversión a los piratas de la tribu turkana.
Razik acababa de revisar las redes, que mantenía a flote con botellas viejas de Coca-Cola que hacían de boyas. Solo había un pez. Rumbo a casa, Razik señaló hacia el norte, más allá de un laberinto de juncos altos, en dirección a Etiopía. No las había visto, pero sí había oído hablar de la presa y las plantaciones que amenazaban con secarle la vida.
«Si cortan el río, se quedan con toda el agua y desaparece el lago, muchos sufrirán –dijo–. Miles de personas, decenas de miles de personas. Muchísima gente depende de este lago.»
Razik es emprendedor, uno de los pocos que ve en el lago Turkana la posibilidad de hacer algo más que simplemente llevar una subsistencia precaria. Vive en Selicho y está casado con una daasanach, pero es keniata árabe, oriundo de la costa oceánica. Es dueño de cuatro botes y a veces trae de Nairobi un camión con un contenedor de hielo. Compra las capturas de sus vecinos, va llenando el contenedor durante varios días hasta acumular dos o tres toneladas de pescado y luego regresa a Nairobi para venderlo.
Antes de venir a vivir aquí Razik estuvo varios años trabajando en una conservera de Kisumu, una ciudad a orillas del lago Victoria, mucho más al sur. El Victoria es el mayor lago de África, compartido por Kenya, Uganda y Tanzania. Sostiene una industria pesquera multimillonaria que abastece los ávidos mercados regionales y exporta anualmente miles de toneladas de perca del Nilo a Europa. La alta demanda ha estresado gravemente la ecología del lago, y el éxito del sector ha generado múltiples problemas sociológicos: chabolismo ribereño, drogas, delincuencia, explotación salarial y laboral. Un buen día Razik dijo basta y se marchó. «Además –añadió–, empezaba a escasear la perca.»
Ponderó sus opciones. En el lago Turkana no había pesca industrial, y por ende tampoco ninguno de los problemas que eso lleva consigo. Sería una existencia menos cómoda, quizá peligrosa, pero con escasa competencia, y allí sí quedaba perca del Nilo, como la que yacía en su bote.
Lleva seis años viviendo con los daasanach. Su negocio ha empezado a dar beneficios y él ha tomado cariño a la tribu. No siempre es fácil ser musulmán en Kenya, pero a los daasanach nunca les ha importado su religión; su esposa incluso se ha convertido. Además, añadió Razik, los habitantes de Selicho son gente de paz y no sobrepescan. Piensa quedarse y formar una familia. Mientras haya paz, percas y hielo para sus contenedores, se puede ser feliz. Él ve posibilidades. Hasta que mira al norte.
Unos 725 kilómetros río arriba, en Etiopía, está la presa hidroeléctrica Gilgel Gibe III, que se terminó de construir en enero. Mucho más cerca del lago Turkana, enormes bulldozers recorren las secas riberas, que roturan para cultivar caña de azúcar y algodón. Pronto los efectos de esas obras llegarán a Kenya, con unas consecuencias que podrían ser devastadoras para los 90.000 keniatas tribales que dependen del lago.
«El río Omo es el cordón umbilical del lago Turkana. No hay mejor metáfora –dice Sean Avery, ingeniero hidráulico que ha dedicado años a estudiar y explorar la cuenca del Omo-Turkana–. Si cortas ese cordón, el lago muere.»
Avery vive en Kenya y ha analizado para el Banco Africano de Desarrollo y otros clientes lo que Etiopía pretende hacer con el río. En 2013 el Centro de Estudios Africanos de la Universidad de Oxford publicó un folleto que recogía su trabajo y resumía su investigación acerca del desarrollo en las márgenes del Omo. Sus conclusiones le causaron una honda depresión.
«Si sacas agua de un río y la usas para regar en un clima como este, una parte de esa agua retorna a la cuenca por filtración –explica–, pero la mayoría desaparece.»
Avery y otros expertos afirman que el primer peligro es la presa, la más grande de África, un muro de hormigón de 243 metros. Los represamientos dañan inevitablemente los ecosistemas existentes aguas abajo. Durante los tres primeros años de funcionamiento, período durante el cual hasta un 70 % del caudal del río quedará embalsado, la Gibe III causará al Omo y al lago un gravísimo estrés similar al de una sequía.
Una vez lleno el embalse, el lago se normalizará poco a poco… hasta que entren en escena las plantaciones. La caña de azúcar consume ingentes cantidades de agua, y cultivarla en las áridas tierras etíopes del valle del bajo Omo sería imposible si no se regula el caudal del río con la presa. En el sur de Etiopía hay miles de hectáreas clasificadas oficialmente como cultivos de caña y de algodón, y según Avery se están reservando varios miles más para cultivos futuros. Ya han empezado a plantarse caña y algodón, y todos los cultivos beberán de un solo grifo: el Omo.
Es difícil saber con exactitud cómo o cuándo se materializarán esas amenazas. Desde que se iniciaron las obras en 2006, la terminación de la presa se ha pospuesto varias veces, pero el pasado mes de enero ya se empezaba a embalsar agua. Y aunque han comenzado a plantarse los cultivos, la transformación agrícola de la zona aún no es tan grande como podría llegar a ser en el futuro.
Avery y otros expertos aluden a la catástrofe a cámara lenta del mar de Aral para predecir lo que quizás ocurra. En su día el Aral fue la cuarta masa de agua interior en cuanto a mayor tamaño del mundo, cuyas aguas rielaban entre Kazajistán y Uzbekistán. En época soviética los dos ríos que desaguaban en el lago se desviaron para el cultivo de algodón. En 2007 el Aral estaba prácticamente muerto, su fértil lecho convertido en un páramo de polvo y su superficie moteada por buques pesqueros herrumbrosos y salinas corrosivas.
La misma apocalíptica suerte podría correr el lago Turkana, y su desaparición destruiría el sustento de miles de pescadores, convirtiéndolos en refugiados desesperados. En el peor de los casos, explica Avery, las plantaciones de azúcar y algodón seguirían creciendo, y al cabo de muchos años el río quedaría reducido y el lago descendería 18 metros, o más. En última instancia es posible que el propio Turkana diese lugar a dos lagos menores: uno de ellos probablemente junto al territorio de los daasanach. El otro, más al sur: aislado, salinizado y somero.
Habitualmente el Gobierno etíope ha desoído las críticas a sus planes generales para la cuenca del Omo. Varios científicos entrevistados para este artículo coinciden en que prácticamente no se ha hecho pública ninguna información sobre su impacto potencial. La única información pública, apuntó Avery, revela que los etíopes jamás han prestado atención al lago Turkana. «Sus estudios concluyen en la misma orilla –explica–. ¿Por qué? El argumento de que los proyectos no afectarán al lago es insostenible.»
Con todo, las acciones reflejan las intenciones, y quizá lo más preocupante por el momento sea la campaña de «aldeización» que el Gobierno está llevando a cabo en el valle del Omo, donde las tribus de nómadas y pastores se han concentrado en asentamientos permanentes. Las autoridades aseguran que la campaña obedece a la voluntad de las tribus, pero los residentes del valle del Omo y varios colectivos pro derechos humanos denuncian que se está imponiendo la sedentarización a los pueblos tradicionales para despejar el territorio y utilizar las tierras para cultivos. A las sospechas se suma el hecho de que el Gobierno de Etiopía suele vedar por sistema el acceso de periodistas y otros investigadores a la zona.
Su pueblo también había visto la esperanza relucir en el agua.
«Los etíopes persiguen el desarrollo a cualquier precio –explicó Avery–. En cierto modo no podemos reprochárselo. Son muchas las naciones que han hecho algo semejante con sus recursos naturales. Pero será muy destructivo.»
En kenya la mayoría de los políticos no se pronuncia sobre los proyectos de Etiopía, pese a las inquietantes predicciones y el clamor de los grupos activistas locales. El jefe Moroto describe malestar y protestas a orillas del lago, incluso en zonas tan al norte como su propia aldea. Pero caen en saco roto. Los cargos públicos que entrevisté en mi periplo alrededor del lago Turkana solían negarse a hablar, alegando temer las consecuencias políticas. Sin embargo, la verdad saltaba a la vista. Se manifestaba en una queja privada, en un triste encogerse de hombros o en una petición desesperada de ayuda. A veces, en una afirmación sin ambages.
Un día en Ileret, a última hora de la tarde, hablaba con un agente de policía a propósito de la seguridad. En la frontera nordeste se estaban registrando ataques de militantes islamistas procedentes de Somalia. Pregunté si se sentía seguro en aquella parte de Kenya. El policía, oriundo del sur, escupió un pedazo de qat y levantó un dedo. «Amigo mío –dijo–, mire a su alrededor. Esto no es Kenya. No, no, no.»
Más adelante la vieja sanadora, Nyemeto, se expresaría en términos parecidos. «¿Y dónde dice que queda Kenya? –preguntó–. Nunca he estado allí.»
En las planicies arenosas que rodean Selicho, Abdul Razik se debatía en un terreno intermedio. «Esta zona no significa nada para los del sur –dijo–. Ni saben cómo se vive aquí ni les preocupa el futuro de esta gente.»
Hablaba a la sombra de un enorme camión de hielo. El agua derretida caía de la plataforma en un chorro cintileante bajo el cual danzaban varios niños pequeños sin más atuendo que un par de sartas de cuentas.
. Los pescadores llegaban con sus capturas; algunos hablaban con esperanza de emular a Razik y embolsarse en un solo viaje más dinero del que sus familias y vecinos habían visto en toda su vida. Para la mayoría era un sueño inalcanzable.
Mientras charlábamos, un grupo de pescadores daasanach, airados e inquisitivos, se congregó junto a nosotros bajo el sol abrasador. Les habían llegado noticias fragmentarias y rumores, pero apenas comprendían los planes de Etiopía ni el silencio de Kenya. Razik era un hombre viajado, hablaba varias lenguas, estaba más enterado, y todos le expresaban su preocupación a gritos.
Algunos preguntaban a dónde irían si el lago se secase. Otros afirmaban que nadie puede bloquear un río tan poderoso como el Omo. Unos pocos juraron atacar a quien lo intentase. Razik meditó, razonó, hasta que perdió los nervios y terminó acuchillando el aire con el cigarrillo y vertiéndose té hirviente por el pecho.
Pero no hay furia que dure cuando el calor aprieta tanto. Cerca, unos hombres empezaron a limpiar una perca grande; las escamas se abrieron con un sonoro rasgón. Pronto el hambre ganó la partida a la ira, y Razik se acercó al pescado. Se arrodilló, introdujo la mano y extrajo un órgano largo y viscoso. «¿Sabe qué es? –preguntó–. En inglés no sé cómo se llama, pero es muy valioso. Los chinos lo pagan muy bien.»
La vejiga natatoria se utiliza a veces en las medicinas tradicionales. Razik explicó que podría exportarla a Uganda y otros lugares donde estaban aumentando las comunidades chinas. Otra posibilidad en el horizonte.
La última mañana del tratamiento de Setiel Guokol soplaba el viento y lucía un sol cegador. En condiciones normales, dijo Nyemeto, sacrificarían un carnero. Ella izaría el cadáver y Guokol pasaría bajo el chorro de sangre en un último rito de purificación. Pero Guokol no tenía un marido que pastorease carneros y su familia era demasiado pobre. Así que Nyemeto hirvió agua y cascarilla de café y dijo que aquello valdría.
Guokol había probado otros remedios. Había cruzado el desierto y el río para llegar al dispensario de Ileret. Allí le pusieron una inyección, le dieron un frasco de pastillas, la mandaron a casa. No se curó. El nombre occidental de su dolencia seguía siendo un misterio, al menos para ella.
Estaba sentada sobre una piel de cabra vieja y renegrida. Llevaba una banda de cuentas rojas alrededor de un bíceps consumido. Los vecinos se acercaron a contemplarla. La tradición de los daasanach –y de muchas tribus de la zona– dicta que si un enfermo no se cura, será transportado a un campamento solitario separado de la aldea. Para que la muerte, si es que llega, no intente llevarse también a los vivos.
Nyemeto se acercó con una calabaza grande y, con la mano, fue vertiendo el café flojo sobre la piel de su paciente. Oprimió con los dedos los hombros, la cabeza y las piernas de Guokol, insistiendo en los pies. «¡Llévate tu mal! –dijo, alzando las manos al cielo–. ¡Llévate tu mal!»
La ceremonia fue breve. Guokol se incorporó como buenamente pudo y se envolvió en una manta roja, pese al bochorno. «No tengo miedo –dijo–. Es nuestra costumbre.»
Murió ese mes de junio. Me contaron que fue sepultada no lejos del lago. Era la temporada de crecidas en el Omo, y las aguas marrones, ricas en sedimento y oxígeno, pronto llegarían a Kenya. Buenas aguas para las percas, buena pesca para los hombres… con los flamencos alzando el vuelo como bengalas en el cielo.
http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_/10538/lago_turkana_s_ritos_mar_.html?_page=2
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