En el valle de Katmandú, algunas niñas newar (las llamadas kumaris) son adoradas como deidades omnipotentes.
Una niña podría estar a un paso de la divinidad, a punto de
convertirse en una de las figuras más célebres de Nepal. Tiene seis años
y hoy es una simple colegiala. Pese a su timidez, en sus ojos se
enciende la luz de la curiosidad. No está acostumbrada a recibir a
extraños. Una sonrisa dibuja hoyuelos en sus mejillas cuando se le pregunta qué hará si dentro de unas horas resulta elegida kumari, o diosa viviente, un estatus que inducirá a la gente a postrarse ante ella.
«Estar callada (responde). No podré ir al colegio. Estudiaré en casa y vendrán a adorarme todos los días.»
Es nepalí del grupo étnico newar, un pueblo tibetanobirmano de Nepal.
Vive en Patan, ciudad conocida oficialmente como Lalitpur, , mayoría budista y ubicada en el fértil valle de Katmandú, en
las estribaciones del Himalaya. Los newar se enorgullecen de ser
custodios de la cultura del valle, y una de sus más antiguas e
importantes tradiciones es la adoración de niñas como diosas vivientes.
El proceso de selección entraña un ritual secreto que estará vedado
incluso a los propios padres de ella. «No está nerviosa... Solo impaciente.»
Cuando sale de su casa –un viejo edificio de ladrillo y madera, de techos bajos, situado en el barrio de Thabu, va saltando por las callejuelas, tirando de la mano de su madre y de su hermana mayor. No hay que andar mucho para llegar al Hakha Bahal, el patio en torno al cual residen desde hace siglos miembros de su extensa familia, donde se congregan para celebrar los ritos y festividades religiosas y donde tendrá lugar la primera parte de la selección. Unika lleva su sudadera favorita: con capucha, amarilla y con un Snoopy en la espalda. Si es elegida, esta será una de las últimas veces que podrá ponérsela. Las diosas vivientes solo pueden vestir de rojo, el color de la energía creativa, por lo general reservado a las mujeres casadas.
Cuando sale de su casa –un viejo edificio de ladrillo y madera, de techos bajos, situado en el barrio de Thabu, va saltando por las callejuelas, tirando de la mano de su madre y de su hermana mayor. No hay que andar mucho para llegar al Hakha Bahal, el patio en torno al cual residen desde hace siglos miembros de su extensa familia, donde se congregan para celebrar los ritos y festividades religiosas y donde tendrá lugar la primera parte de la selección. Unika lleva su sudadera favorita: con capucha, amarilla y con un Snoopy en la espalda. Si es elegida, esta será una de las últimas veces que podrá ponérsela. Las diosas vivientes solo pueden vestir de rojo, el color de la energía creativa, por lo general reservado a las mujeres casadas.
Las kumaris son reverenciadas en la comunidad newar. Se les atribuyen poderes premonitorios y la capacidad de curar enfermos, hacer realidad deseos concretos e impartir bendiciones de protección y prosperidad. Y por encima de todo se las considera un puente inmediato entre este mundo y el divino, capaz de generar en sus devotos el maitri bhavana, un ánimo de bondad benevolente hacia todo y hacia todos.
La tradición se remonta al siglo X como mínimo, cuando en todo el sur de Asia niños y niñas hacían de agentes de adivinación en rituales hinduistas y budistas. La conexión con lo divino y la facultad de predecir el futuro que se les atribuía despertaban especial interés en los gobernantes de Asia. Siglos más tarde la tradición fue adoptada por los pueblos de la periferia del subcontinente indio –Cachemira, Assam, Bengala, Tamil Nadu y Nepal–, seguidores de religiones subversivas que hacían hincapié en el poder femenino (el shakti) y la posesión tántrica, un estado inducido por invocaciones y rituales mágicos en el cual los humanos supuestamente alcanzan la posibilidad de transformarse en divinidades dotadas de poderes sobrenaturales.
Solo en el remoto corazón montañoso de Nepal la práctica de glorificar a las niñas prepúberes (en nepalí, «kumari» significa «niña virgen») como diosas vivientes durante varios años llegó a convertirse en un culto profundamente arraigado, y solo en Nepal sigue manteniéndose la tradición con la misma fuerza. Los budistas newar ven en la kumari la encarnación de la deidad femenina suprema Vajradevi. Para los hindúes la kumari encarna a la gran diosa Taleju, una versión de Durga.
Hoy solo hay diez kumaris en todo Nepal, nueve de ellas en el valle de Katmandú. Siguen eligiéndose en el seno de familias vinculadas a determinados bahals, un tipo de patio en torno al cual residen familias newar tradicionales, y todos sus antepasados tienen que proceder de una casta elevada. Ser elegida para el puesto se considera el honor supremo, que puede traducirse en innumerables bendiciones para la familia de la kumari. Ello explica que, pese a la carga financiera y los enormes sacrificios personales que implica mantener a una niña dándole consideración de diosa viviente en el mundo moderno, y pese a los problemas de readaptación que tendrá la kumari cuando alcance la pubertad y deba retomar su vida normal, ciertas familias sigan estando más que dispuestas a presentar a sus hijas como candidatas.
Ella se presenta a kumari por segunda vez. La primera tenía dos años,
demasiado pequeña para recordar los rituales esotéricos del proceso de
selección. Si su familia se ha prestado a presentarla de nuevo es en
parte por la ilusión que le hace . Está deseando poder
vestirse de kumari, con el cabello recogido en un moño alto, los ojos
perfilados con gruesas rayas de kohl hasta las sienes y, los días
festivos, una tika carmesí pintada en la frente con un agni chakchuu
–el tercer ojo, conocido como el ojo de fuego– plateado mirando
fijamente desde el centro. El deseo de vestir las galas de kumari se
considera en sí algo especial, un signo de que tal vez el destino –o
karma– la está llamando.
Una kumari es una responsabilidad onerosa para todos, una responsabilidad que en primer lugar recae sobre quien mantiene a la familia. La kumari debe engalanarse a diario con ropas y maquillajes especiales y, como mínimo dos veces al año, hay que confeccionarle nuevos trajes de fiesta con tejidos caros. En la casa hay que reservar una habitación –un lujo inestimable en una ciudad superpoblada– para convertirla en sala de la puja (o adoración) y equiparla con un trono desde el que la diosa pueda recibir a sus devotos. Todas las mañanas la familia ha de celebrar ante ella las nitya puja, o rituales diarios de adoración. La kumari no puede salir de casa si no es para asistir a los festivales y ceremonias religiosas, y siempre tiene que ser transportada en brazos o en un palanquín para que en ningún momento toque el suelo con los pies. Solo puede comer ciertos alimentos, de los que se excluyen los prohibidos, como el pollo o los huevos de gallina. Todo cuanto contenga la vivienda ha de mantenerse puro conforme a los rituales pertinentes. Nadie que tenga contacto con ella puede llevar algo de cuero. Y sobre todo, la kumari no puede sangrar. Según la creencia, el espíritu de la diosa –el shakti– que entra en el cuerpo de la niña cuando se convierte en kumari la abandonaría en caso de hemorragia. Hasta el arañazo más superficial podría poner fin a su reinado. La diosa viviente es invariablemente destronada en cuanto tiene la primera menstruación.
. Al término de su reinado se esperará de ella que retome la
vida normal, pero después de años de agasajos y reclusión la transición
de diosa a simple mortal no siempre es fácil. Además están los
inquietantes rumores sobre las perspectivas matrimoniales de las que han
sido diosas vivientes. «Los hombres tienen recelos supersticiosos de
casarse con exkumaris . Creen que sufrirán accidentes
terribles si piden su mano.» Se dice que el espíritu de la diosa puede
seguir viviendo en la antigua kumari, incluso después de los ritos de
limpieza a los que se somete cuando deja de serlo. Hay quien cree que de
la vagina de una exkumari sale una serpiente que devora al desventurado
que tenga relaciones sexuales con ella.
En Patan, solo las niñas pertenecientes al linaje budista de la familia que vive en el complejo del Hakha Bahal pueden llegar a ser kumaris.
Y ha sido el poder de persuasión de los ancianos del bahal y el deseo de mantener viva la tradición lo que ha llevado a la candidatura de Unika.
En Patan, solo las niñas pertenecientes al linaje budista de la familia que vive en el complejo del Hakha Bahal pueden llegar a ser kumaris.
Y ha sido el poder de persuasión de los ancianos del bahal y el deseo de mantener viva la tradición lo que ha llevado a la candidatura de Unika.
«Deben perpetuar las costumbres de sus antepasados . Es su deber aportar una diosa viviente de su comunidad.» En el valle de Katmandú la gente siente una gran veneración por el pasado, un sentimiento de que en tiempos pretéritos existía una conexión más íntima con los dioses y que por esa razón deben seguirse las antiguas tradiciones, a pesar de que en pleno siglo XXI esas tradiciones ya no se comprendan.
En la Edad Media casi todas las poblaciones
del valle de Katmandú tenían su propia kumari. En las ciudades de
Katmandú, Bhaktapur y Patan había una prácticamente en cada vecindad,
además de una kumari «real» especial, venerada por los antiguos reyes
hindúes. Desde entonces muchas tradiciones han desaparecido, algunas en
las últimas décadas. En el Mu Bahal, a cinco minutos a pie al norte de
la plaza Durbar de Katmandú, los devotos adoran un trono vacío desde
que en 1972 se retiró su última kumari. La kumari de Patan es una kumari
real y representa una de las tradiciones de diosas vivientes del valle.
En los últimos años la tradición ha sido criticada por defensores de
los derechos humanos que ven en ella una forma de maltrato infantil que
frustra la libertad y la educación de las niñas, en especial de las
kumaris reales de Katmandú y Patan, las cuales deben respetar unas
normas de pureza y segregación muy severas.
Sin embargo en 2008 el tribunal supremo de Nepal rechazó la petición de una mujer newar de que se prohibiese la tradición, apelando a su significado cultural y religioso. Cuatro kumaris –en Katmandú, Patan, Bhaktapur y Nuwakot, una fortaleza situada en la ruta comercial que une el Tibet con el valle– reciben apoyo del Gobierno en forma de un estipendio mensual mientras ejercen como tales y una pensión vitalicia desde el momento en que se retiran. No obstante, la subvención apenas cubre el gasto de indumentaria y material para el culto.
El Hakha Bahal, con sus imponentes pagodas, sus plataformas de madera para el descanso y su altar de bronce repujado en honor al buda Akshobhya (hoy encerrado en una antiestética jaula metálica antirrobo), es un hervidero de gente.
Está presente el principal sacerdote del templo de Taleju (contiguo al antiguo palacio real donde los reyes de Patan adoraban a la kumari real, en quien veían a la diosa de su linaje, Taleju), aguarda en el patio.Solo hay dos aspirantes «Hoy la gente no está acostumbrada a seguir las disciplinas religiosas. Se distraen con otras cosas.»
Rajopadhyaya lamenta que pocos de los hoy presentes sepan identificar los 32 lakshina, o signos de perfección. Dicta la tradición que los sacerdotes deben examinar a las candidatas para identificar dichos signos (muslos de ciervo, pecho de león, cuello de caracola, cuerpo de baniano, tez dorada, suave voz de pato, etcétera), indicios de que están ante un bodhisattva, o ser iluminado. «Hoy nos limitamos a pedir a los padres que se aseguren de que sus hijas están sanas y no tienen defectos o marcas de nacimiento –dice–. Luego revisamos su horóscopo.»
Sin embargo en 2008 el tribunal supremo de Nepal rechazó la petición de una mujer newar de que se prohibiese la tradición, apelando a su significado cultural y religioso. Cuatro kumaris –en Katmandú, Patan, Bhaktapur y Nuwakot, una fortaleza situada en la ruta comercial que une el Tibet con el valle– reciben apoyo del Gobierno en forma de un estipendio mensual mientras ejercen como tales y una pensión vitalicia desde el momento en que se retiran. No obstante, la subvención apenas cubre el gasto de indumentaria y material para el culto.
El Hakha Bahal, con sus imponentes pagodas, sus plataformas de madera para el descanso y su altar de bronce repujado en honor al buda Akshobhya (hoy encerrado en una antiestética jaula metálica antirrobo), es un hervidero de gente.
Está presente el principal sacerdote del templo de Taleju (contiguo al antiguo palacio real donde los reyes de Patan adoraban a la kumari real, en quien veían a la diosa de su linaje, Taleju), aguarda en el patio.Solo hay dos aspirantes «Hoy la gente no está acostumbrada a seguir las disciplinas religiosas. Se distraen con otras cosas.»
Rajopadhyaya lamenta que pocos de los hoy presentes sepan identificar los 32 lakshina, o signos de perfección. Dicta la tradición que los sacerdotes deben examinar a las candidatas para identificar dichos signos (muslos de ciervo, pecho de león, cuello de caracola, cuerpo de baniano, tez dorada, suave voz de pato, etcétera), indicios de que están ante un bodhisattva, o ser iluminado. «Hoy nos limitamos a pedir a los padres que se aseguren de que sus hijas están sanas y no tienen defectos o marcas de nacimiento –dice–. Luego revisamos su horóscopo.»
Cada newar tiene su horóscopo, trazado en el nacimiento por un astrólogo. El horóscopo, un rollo de complejos cuadros y diagramas pintados a mano que se custodia en una caja fuerte en el cuarto que la familia dedica a la adoración, consigna el nombre privado de la persona y los signos astrológicos que se cree determinarán su vida. El de la candidata no debe revelar augurios poco propicios. El signo más favorable de la kumari es el pavo real, símbolo de la diosa.
El sacerdote se lleva a ambas niñas a un cuarto cerrado en una esquina del patio para proceder en privado al primer paso de la selección. La finalidad es reducir a tres el número de las candidatas, pero al haber solo dos, se convierte en un mero trámite liquidado en un par de minutos.
La elección final es competencia de su esposa.Preparada tras haber meditado, espera en un cuarto vacío del piso de arriba con la parafernalia ritual –lámpara, recipiente de agua, guirnaldas de flores, bandejas de puja, cuencos de cuajada, arroz roto (llamado baji) servido en hojas, entre otras cosas– dispuesta en una zona del suelo de hormigón previamente untado con una mezcla purificante de arcilla roja y excremento de vaca. A las niñas, separadas de sus madres, se las sienta en sendos cojines rojos, están absolutamente inmóviles, pero su mirada recorre la estancia a la velocidad del rayo. Todos los espectadores, entre ellos las madres de las candidatas, reciben la orden de salir.
Desde fuera, apretujados en unas escaleras que empiezan a estar en penumbra a medida que se acerca la noche, percibimos el murmullo de los mantras, el tintineo de una campanilla y el aroma a incienso procedentes del cuarto cerrado. Nuestra niña continúa en perfecta compostura sobre el cojín. Se respira un aire de liberación después de tan agónico suspense. Con creciente aplomo, la kumari electa empieza a recibir las ofrendas de sus devotos, que, uno por uno, se arrodillan e inclinan la cabeza hasta sus pies. A partir de ahora nadie la llamará por su nombre, sino Dya Maiju: Diosa Infantil. No solo su actitud serena confirma a los fieles que la diosa reside en ella: para enorme placer del sacerdote, el horóscopo de la elegida, revisado momentos antes de que comenzara el ritual, contiene el portentoso signo del pavo real.
«Cuando eres kumari nunca hablas con extraños...
Lo ideal es que la kumari viva
junto a su bahal ancestral.
Ahora nuestra nueva Diosa y su familia –y con ellos el trono de kumari– están instalados en la casa de al lado.
Ahora nuestra nueva Diosa y su familia –y con ellos el trono de kumari– están instalados en la casa de al lado.
¿Qué quiere ser ella cuando termine los estudios?, pregunto. y murmura la respuesta . «Dedicarse a la música.» Y el matrimonio, ¿queda descartado, verdad?tenuendo en cuenta los terribles accidentes que sufren los maridos de las exkumaris.
«Esos rumores de que te mueres si te casas con una exkumari son falsos . Es un mito que siempre repite la prensa.» En realidad casi todas las exkumaris en edad de contraer matrimonio, tanto en Patan como en Katmandú y en el resto del valle, están casadas.
«Ser kumari es un don. Es afortunada de que la eligieran. Pero habría que aumentar la subvención oficial de las kumaris para costear los gastos de los rituales y la educación. Y brindarles ayuda psicológica para explicarles cómo les cambiará la vida cuando dejen de ser kumaris. Me gustaría que hubiese una red de exkumaris que apoyase a las que acaban de retirarse. Me preocupa que, si no se hacen esos cambios, la tradición desaparezca.». A la kumari se le iluminan los ojos cuando se abre la puerta de la sala . Está en el trono dorado, con un cetro de plata a cada lado y un dosel de cobras de oro protegiéndola. Resulta difícil creer que sea la misma niña, envuelta en un aura imperial. Al cuello lleva un amuleto de plata. Los pies, adornados con ajorcas de cascabeles de plata y tintados de bermellón, reposan sobre una bandeja de ofrendas de bronce, entre arroz y pétalos de flores. Arrodillada ante ella, le ofrecen dones y una modesta donación en rupias nepalíes. Con destreza ella mete los dedos en un plato que tiene a su lado para mojarlos con pasta de bermellón,y alargan el cuello para recibir su bendición.
BIBLIOGRAFIA:
http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/10539/las_diosas_vivientes_nepal.html
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