La oratoria tan ligada a la acción política le permitió a
Cicerón reflexionar acerca de la calidad y el alcance de su elocuencia,
con lo que inició su faceta como teórico del arte retórica. Así, en su
juventud había compuesto un breve manual en dos libros, el De inventione,
obra en la que hace una aproximación muy técnica a la materia y que tal
vez es sólo el esbozo de un tratado más amplio; más tarde su
pensamiento maduró y quiso reflexionar sobre el papel de la retórica y
del orador dentro de la ciudad. El orador, partiendo desde su propia
experiencia, adquiere para él un papel preponderante y se define también
como un hombre amante del bien y de la virtud, con lo que adquiere una
importante dimensión moral.
El orador es, pues, un individuo que
ha de estar versado en las más variadas disciplinas; debe ser un
entendido en literatura, arte, filosofía, derecho e historia, porque
todos estos son conocimientos indispensables a los que tendrá que
recurrir en numerosas ocasiones; además, ha de ser también un artista de
la palabra para poder convencer y, antes de nada, un verdadero
filósofo, capaz de encontrar los argumentos verdaderos y útiles. Cicerón
arremete contra el estilo excesivamente ornado (aunque recomienda el
uso inteligente de la prosa rítmica), como hacen los Attici o Asiatici;
al mismo tiempo, a él se debe la plasmación de la teoría de los tres
estilos (alto, medio y bajo, que el orador alternará con tino en su
discurso), que en todo momento deben flectere, probare y delectare.
Todas estas ideas afloran y se van perfilando en sus tratados de madurez: en los tres libros del De oratore y en el complementario Orator; a los que debe añadirse también su diálogo Brutus o De claris oratoribus, en que traza una historia de la oratoria romana hasta sus días; en el mismo ámbito caen el De optimo genere oratorum, que es prólogo a una traducción de los discursos en lengua griega De Corona; los Topica, obra escrita para Trebacio en la que pasa revista a los loci communes; y las Partitiones oratoriae, compuesto a modo de respuestas a las preguntas de su hijo sobre el oficio del orador.
El estilo oratorio de Cicerón se impuso y fue admirado por las
generaciones siguientes como un estilo clásico, aquel que servía para
marcar los moldes; sin embargo no hemos de perder de vista que también
Cicerón tuvo sus detractores, sobre todo entre el grupo de los llamados aticistas, quienes pretendían tomar como modelo el estilo ático de Lisias, sencillo y alejado de los excesos y los adornos. Cicerón arremetió contra esta tendencia y opuso a Lisias el modelo de Demóstenes,
verdadera cumbre de la oratoria ática, según su propia opinión. Cicerón
creó así un estilo marcado por los períodos redondeados, por un
excesivo cuidado formal y que, en ocasiones, no rechazaba echar mano de
los efectos más patéticos y alambicados cuando quería conseguir
impresionar y conmover al público; al mismo tiempo, en virtud de ese
deseo de lograr esos objetivos, su estilo podía ser extremadamente
sencillo, tanto en realidad como el que proponían sus oponentes
aticistas.
En definitiva, Cicerón defendía una línea intermedia entre esos aticistas y los comúnmente conocidos por asianistas, representantes de una retórica surgida durante el helenismo
en Asia Menor y caracterizada por el uso (y, en ocasiones, abuso) de
los recursos lingüísticos y estilísticos, lo que daba, en opinión de sus
detractores, en discursos sumamente artificiosos, ampulosos y carentes
de buen gusto en su búsqueda del exceso. En cuanto a su uso del
lenguaje, Cicerón experimentó a lo largo de su vida una evolución que le
llevó a marcar las pautas para lo que él consideraba el verdadero sermo urbanus, el "estilo ciudadano", alejado por completo del sermo rusticus
del campesinado. Así, se operó un deseo de eliminar los arcaísmos y los
términos que se consideraban vulgares para lograr un lenguaje refinado y
culto, con un cuidado ritmo en las frases, que se alejaban de algunos
artificios tan propiamente latinos como las anáforas o repeticiones
tendentes a crear una sensación rítmica. Cicerón defendió este ideario
en sus escritos teóricos, pero lo plasmó a las claras en sus propias orationes.
En
conjunto, conocemos hoy 58 discursos compuestos por Cicerón, algunos de
ellos fragmentarios; por otra parte, la crítica calcula que la cifra de
orationes perdidas llega a las 48.
Además de esta faceta como teórico y político, Cicerón dedicó
parte de su tiempo a la noble afición de la Filosofía, justamente en
aquellos momentos en los que la situación política no le permitía
ejercer su actividad preferida, Cicerón encontró que también podía ser
útil si dedicaba su ocio (otium) a la noble tarea de filosofar.
De ese modo, no sólo se dedicó a traducir al latín algunos diálogos
platónicos, con lo que contribuyó a forjar una lengua latina filosófica
inexistente hasta ese momento; en otras ocasiones también abordó, desde
una perspectiva particular (bastante ecléctica por cierto), algunos de
los temas de debate propios de los filósofos platónicos, peripatéticos,
estoicos y epicúreos. La crítica suele dividir esta sección de su obra
en dos épocas, antes y después de su nombramiento como gobernador en
Cilicia (distrito situado en la zona meridional de Asia Menor); tras
este hecho, su obra de materia ética, teológica y epistemológica la
compuso en el breve margen que media entre febrero de 45 y noviembre de
44.
La decisión de escribir sobre Filosofía hubo de afirmarse tras
el deceso de su hija Tulia, que animó la composición de dos obras
hoy perdidas: la Consolatio y el Hortensius, texto en que recomienda el estudio de la Filosofía que conmovió profundamente a San Agustín cinco siglos más tarde; aparte, sabemos de la pérdida de casi todo el material de Academica,
apología del estoicismo que escribió inmediatamente después. Todo
apunta a que la fase inicial de su labor como filósofo corresponde a las
Paradoxa Stoicorum , a las que siguió la revisión del principio del summum bonum et malum en De finibus bonorum et malorum;
después redactó varias conferencias sobre los principales problemas
humanos desde la perspectiva del estoicismo y lo dispuso en sus Tusculanae disputationes.
En el grupo de obras filosóficas hay que inscribir varios tratados sobre materia religiosa: el De divinatione,
escrito en dos libros que versan sobre el destino y los vaticinios y
que tienen como marco la casa de Cicerón en Túsculo; en conjunto, parte
de fuentes griegas. En segundo lugar, viene el De natura deorum, que dedicó a Bruto
y compuso en tres libros, que se enfocan desde una perspectiva
distinta: la de los estoicos, los epicúreos y los académicos; en ellos,
se discute acerca de la naturaleza de los dioses. Por fin, a este grupo
de escritos pertenece el De Fato, obra que se conserva
fragmentaria (le falta el principio y el final) y que fue escrita poco
después de la muerte de César; aquí, en la casa que Cicerón tenía en
Puzol como marco, se aborda el seminal principio de la relación
existente entre libre albedrío y destino o predeterminismo, entre otros
asuntos similares.
Importantísimos por su madurez y difusión posterior son los tres tratados titulados De officiis, De amicitia (también llamado Laelius de amicitia) y De senectute (también conocido como Cato Maior de senectute). En el De officiis,
la forma adoptada es la de la carta y el diseño es el de un tratado en
tres libros, dedicado a su hijo Marco, donde se revisa la relación y las
diferencias existentes entre lo útil y lo ético; aquí, como en el
resto, son fundamentales las fuentes griegas. El De amicitia es un diálogo dedicado a Tito Pomponio Ático
y tiene como contertulios a Lelio y sus yernos, C. Fanio y Q. Mucio
Escévola; aquí, se explica en qué consiste la amistad y se exalta su
valor, cimentando el conjunto de las intervenciones sobre distintos
autores griegos. El diálogo De senectute va dedicado también a Tito Pomponio Ático
y tiene como personajes a Marco Catón, Escipión Emiliano y Gayo Lelio;
en él, Cicerón, por boca de Catón, refuta a cuantos postulan que la
vejez es odiosa por tres razones: retirarnos de la vida activa,
privarnos de los placeres y acercarnos a la muerte. El diálogo está
empapado también de autoridades helenas, a las que se cita continuamente
a lo largo del texto.
Dentro de esta actividad como filósofo, Cicerón también tuvo un hueco para teorizar sobre política en sus tratados De re publica y De legibus,
donde una vez más se nos presenta como un nuevo Platón romano. En toda
esta obra, queda clara constancia del pensamiento estoico de Cicerón. El
De re publica lo proyectó a modo de diálogo en nueve jornadas
entre Escipión Emiliano, Lelio, Filón, Manilio, Q. Tuberón, P. Rutilio,
Fannio y Escévola; con todo, Cicerón sólo llegó a escribir dos de los
nueve libros que tenía en mente, incluido el Somnium Scipionis,
que tuvo vida exenta gracias a Macrobio. Su pragmatismo le llevó a dar
un paso más allá que el célebre filósofo ateniense y, frente al mundo
utópico de la República
platónica, Cicerón considera que Roma puede erigirse como modelo de
estado perfecto, al darse en ella la mezcla perfecta entre los
diferentes tipos de gobierno: la monarquía, la oligarquía y la
democracia. El segundo de ambos tratados, De legibus, sólo se conserva fragmentario y refleja una interesante discusión sobre la relación entre la religión y la ley.
El corpus epistolar
Esta inmensa producción se completa además con sus epístolas, un
conjunto formado por los 35 libros de cartas dirigidas a su hermano
Quinto, a su amigo Atico, a Bruto y a otros conocidos y familiares; con
ellas, Cicerón se convirtió también sin saberlo en el verdadero creador
de un nuevo género literario que tendría gran éxito en la generación
siguiente. Siglos después, ya en pleno Trecento, la recuperación del
conjunto de las cartas ciceronianas (las Epistulae familiares, las Epistulae ad Atticum, además de las dirigidas ad Quintum fratrem y ad Brutum) depararía importantísimas transformaciones en la literatura occidental, desde los años de Petrarca en adelante.
De las Familiares,
fue Tirón mismo quien publicó 16 libros; otros 16 libros constituyen el
cuerpo de las dirigidas a Ático; a su hermano Quinto le dedicó un total
de 27 misivas conocidas; por fin, de la correspondencia con Bruto hay
otras 25 cartas. En conjunto, la crítica ha contado 99 destinatarios
diferentes y ha fijado un abanico cronológico que abarca desde el 68
hasta el 43. En el corpus sobresalen unas cuantas piezas
extraordinariamente cuidadas, mientras otras son de un notable descuido y
seguramente nunca habrían sido difundidas de haber mediado la voluntad
de quien las escribió. En cualquier caso, el deseo de Cicerón por
agavillar una pequeña selección de sus epístolas para dárselas a los
lectores interesados supone una decisión de una extraordinaria
modernidad, según se refleja en una de las epístolas a Ático
Por último no hemos de olvidar, aunque sólo sea de pasada, el
amor de Cicerón por la poesía, que le llevó a componer un buen número de
poemas y a defender en uno de sus discursos, el Pro Archia, la
enorme importancia de los poetas dentro del Estado (esta encendida
defensa de la poesía calaría hondo en los humanistas europeos desde
Petrarca en adelante). Al principio se mostró particularmente afín a los
nuevos presupuestos estilísticos de su época con su traducción en
hexámetros de la obra de Arato, un poeta alejandrino del siglo III a.
C.; concretamente, tradujo los Phaenomena, con dos partes: el Aratus y los Prognostica. En otros momentos, se dio a traducir a distintos poetas griegos, de Homero
en adelante, para engalanar sus discursos. Después de enfrentarse a los
versos de Arato, y en consonancia con su tendencia hacia posturas más
conservadoras, Cicerón se lanzó a la composición de poemas al estilo
tradicional de Enio.
Se sirvió del hexámetro para cantar sus propias hazañas en el De consulatu suo (de este poema, se ha conservado un pequeño fragmento con 72 versos) y en el De temporibus suis;
incluso llegó a pensar en componer un poema conmemorativo de las
hazañas de César en Britania; Plutarco se refire a un texto épico de
juventud, el Glaucus Pontius, del que nada se sabe; a estos
textos se pueden añadir los títulos (y nada más que eso) citados por
Julio Capitolino. En comparación con todo lo anterior, la redacción de
su poema épico Marius debe considerarse una obra de madurez. Como
quiera que sea, es muy poco lo que nos queda de toda esta actividad
literaria y, a pesar de la fama que tuvo entre sus contemporáneos y del
testimonio de Plutarco sobre su facilidad como versificador, sus versos resultan poco brillantes comparados con los de los jóvenes poetae novi,
por quienes el propio Cicerón no demostró demasiado aprecio (un
sentimiento recíproco, cabe decir). Ese juicio negativo es el común en
la crítica actual, que sólo se ocupa de la poesía de este gran prosista
porque muestra el estado de evolución del hexámetro entre Enio y Virgilio.
M. TVLLI CICERONIS DE CONSVLATV SVO FRAGMENTA
M. TVLLI CICERONIS DE CONSVLATV SVO FRAGMENTA
Principio aetherio flammatus Iuppiter igni
vertitur et totum conlustrat lumine mundum
menteque divina caelum terrasque petessit,
quae penitus sensus hominum vitasque retenta[n]t,
aetheris aeterni saepta atque inclusa cavernis.
Et si stellarum motus cursusque vagantis
nosse velis quae sint signorum in sede locatae,
quae verbo et falsis Graiorum vocibus errant,
re vera certo lapsu spatioque feruntur,
omnia iam cernes divina mente notata.
Nam primum astrorum volucris te consule motus
concursusque gravis stellarum ardore micanti[s]
tu quoque, cum tumulos Albano in monte nivalis
lustrasti et laeto mactasti lacte Latinas,
vidisti et claro tremulos ardore cometas;
multaque misceri nocturna strage putasti,
quod ferme dirum in tempus cecidere Latinae,
cum claram speciem concreto lumine luna
abdidit et subito stellanti nocte perempta est.
Quid vero Phoebi fax, tristis nuntia belli,
quae magnum ad columen flammato ardore volabat,
praecipitis caeli partis obitusque petessens?
Aut cum terribili perculsus fulmine civis
luce serenanti vitalia lumina liquit?
Aut cum se gravido tremefecit corpore tellus?
Iam vero variae nocturno tempore visae
terribiles formae bellum motusque monebant,
multaque per terras vates oracla furenti
pectore fundebant tristis minitantia casus;
atque ea quae lapsu tandem cecidere vetusto,
haec fore perpetuis signis clarisque frequentans
ipse deum genitor caelo terrisque canebat.
Nunc ea Torquato quae quondam et consule Cotta
Lydius ediderat Tyrrhenae gentis haruspex,
omnia fixa tuus glomerans determinat annus.
Nam pater altitonans stellanti nixus Olympo
ipse suos quondam tumulos ac templa petivit
et Capitolinis iniecit sedibus ignis.
Tum species ex aere vetus venerataque Nattae
concidit, elapsaeque vetusto numine leges,
et divom simulacra peremit fulminis ardor.
Hic silvestris erat Romani nominis altrix,
Martia, quae parvos Mavortis semine natos
uberibus gravidis vitali rore rigabat:
quae tum cum pueris flammato fulminis ictu
concidit atque avolsa pedum vestigia liquit.
Tum quis non, artis scripta ac monumenta volutans,
voces tristificas chartis promebat Etruscis?
Omnes civilem generosa[m] stirpe profectam
<vol>vier ingentem Cladem pestemque monebant,
tum legum exitium constanti voce ferebant,
templa deumque adeo flammis urbemque iubebant
eripere et stragem horribilem caedemque vereri;
atque haec fixa gravi fato ac fundata teneri,
ni prius excelsum ad columen formata decore
sancta Iovis species claros spectaret in ortus:
tum fore ut occultos populus sanctusque senatus
cernere conatus posset, si solis ad ortum
conversa inde patrum sedes populique videret.
Haec tardata diu species multumque morata
consule te tandem celsa est in sede locata,
atque una fixi ac signati temporis hora
Iuppiter excelsa clarabat sceptra columna,
et clades patriae flamma ferroque parata
vocibus Allobrogum patribus populoque patebat.
Rite igitur veteres, quorum monumenta tenetis,
qui populos urbisque modo ac virtute regebant,
rite etiam vestri, quorum pietasque fidesque
praestitit et longe vicit sapientia cunctos,
praecipue coluere vigenti numine divos.
Haec adeo pcnitus cura videre sagaci
otia qui studiis laeti tenuere decoris,
inque Academia umbrifera nitidoque Lyceo
fuderunt claras fecundi pectoris artis.
E quibus ereptum primo iam a flore iuventae
te patria in media virtutum mole locavit.
Tu tamen anxiferas curas requiete relaxans,
quod patriae vacat, id studiis nobisque sacrasti.
vertitur et totum conlustrat lumine mundum
menteque divina caelum terrasque petessit,
quae penitus sensus hominum vitasque retenta[n]t,
aetheris aeterni saepta atque inclusa cavernis.
Et si stellarum motus cursusque vagantis
nosse velis quae sint signorum in sede locatae,
quae verbo et falsis Graiorum vocibus errant,
re vera certo lapsu spatioque feruntur,
omnia iam cernes divina mente notata.
Nam primum astrorum volucris te consule motus
concursusque gravis stellarum ardore micanti[s]
tu quoque, cum tumulos Albano in monte nivalis
lustrasti et laeto mactasti lacte Latinas,
vidisti et claro tremulos ardore cometas;
multaque misceri nocturna strage putasti,
quod ferme dirum in tempus cecidere Latinae,
cum claram speciem concreto lumine luna
abdidit et subito stellanti nocte perempta est.
Quid vero Phoebi fax, tristis nuntia belli,
quae magnum ad columen flammato ardore volabat,
praecipitis caeli partis obitusque petessens?
Aut cum terribili perculsus fulmine civis
luce serenanti vitalia lumina liquit?
Aut cum se gravido tremefecit corpore tellus?
Iam vero variae nocturno tempore visae
terribiles formae bellum motusque monebant,
multaque per terras vates oracla furenti
pectore fundebant tristis minitantia casus;
atque ea quae lapsu tandem cecidere vetusto,
haec fore perpetuis signis clarisque frequentans
ipse deum genitor caelo terrisque canebat.
Nunc ea Torquato quae quondam et consule Cotta
Lydius ediderat Tyrrhenae gentis haruspex,
omnia fixa tuus glomerans determinat annus.
Nam pater altitonans stellanti nixus Olympo
ipse suos quondam tumulos ac templa petivit
et Capitolinis iniecit sedibus ignis.
Tum species ex aere vetus venerataque Nattae
concidit, elapsaeque vetusto numine leges,
et divom simulacra peremit fulminis ardor.
Hic silvestris erat Romani nominis altrix,
Martia, quae parvos Mavortis semine natos
uberibus gravidis vitali rore rigabat:
quae tum cum pueris flammato fulminis ictu
concidit atque avolsa pedum vestigia liquit.
Tum quis non, artis scripta ac monumenta volutans,
voces tristificas chartis promebat Etruscis?
Omnes civilem generosa[m] stirpe profectam
<vol>vier ingentem Cladem pestemque monebant,
tum legum exitium constanti voce ferebant,
templa deumque adeo flammis urbemque iubebant
eripere et stragem horribilem caedemque vereri;
atque haec fixa gravi fato ac fundata teneri,
ni prius excelsum ad columen formata decore
sancta Iovis species claros spectaret in ortus:
tum fore ut occultos populus sanctusque senatus
cernere conatus posset, si solis ad ortum
conversa inde patrum sedes populique videret.
Haec tardata diu species multumque morata
consule te tandem celsa est in sede locata,
atque una fixi ac signati temporis hora
Iuppiter excelsa clarabat sceptra columna,
et clades patriae flamma ferroque parata
vocibus Allobrogum patribus populoque patebat.
Rite igitur veteres, quorum monumenta tenetis,
qui populos urbisque modo ac virtute regebant,
rite etiam vestri, quorum pietasque fidesque
praestitit et longe vicit sapientia cunctos,
praecipue coluere vigenti numine divos.
Haec adeo pcnitus cura videre sagaci
otia qui studiis laeti tenuere decoris,
inque Academia umbrifera nitidoque Lyceo
fuderunt claras fecundi pectoris artis.
E quibus ereptum primo iam a flore iuventae
te patria in media virtutum mole locavit.
Tu tamen anxiferas curas requiete relaxans,
quod patriae vacat, id studiis nobisque sacrasti.
Este gran prosista nunca fue un desconocido para Occidente, que
tuvo en el conjunto de su obra una de sus más sólidas bases culturales;
no obstante, hubo una larga fase de pérdidas y olvidos y otra de
recuperación paulatina de sus obras. El inicio de esa reivindicación de
Cicerón se inició a comienzos del siglo IV, que muchos estudiosos
consideran una auténtica aetas ciceroniana; desde ahí, el conjunto de su obra pasó el filtro del cristianismo
y fue integrándose en al currículo escolar. La recuperación de varios
de los discursos de Cicerón se constituyó en una empresa fundamental
para el desarrollo de la literatura europea, como ocurrió en el caso del
Pro Archia, que movió a Petrarca a componer su propia defensa del oficio del poeta y de la poesía en general en sus Invective contra Medicum.
De los libros de Retórica, la Edad Media conoció en profundidad el De inventione (Rhetorica vetus), incorporado por San Isidoro de Sevilla a sus Etimologías, traducido y vertido al francés por Brunetto Latini en su Trésor y romanceado al castellano por Alfonso de Cartagena en la primera mitad del siglo XV; aparte, se le atribuyó durante todo ese periodo la Rhetorica ad Herennium (Rhetorica nova).
Estas dos obras constituyeron la base primordial de la enseñanza de la
Retórica en el Medievo de acuerdo con el patrón de las Siete Artes Liberales; sólo los avances filológicos de los humanistas trajeron, ya al cierre de la Edad Media, el Orator, el De oratore y el Brutus, que acompañaron a las obras citadas y los muy difundidos Topica.
Del mismo modo, Occidente continuó apreciando el valor filosófico De senectute, De amicitia y De officiis,
aunque sólo Petrarca fue capaz de recuperar otros valores adicionales
de esta tríada, que puso en estrecha relación con el corpus epistolar,
con los tratados retóricos y con los discursos; de todos modos, fue
todavía su mensaje moral, que respondía a las circunstancias del momento
(por esos años, la Filosofía Moral se incorporó al currículo escolar),
el que animó a devorar el De senectute con verdadera pasión,
leído como un manual de buenas costumbres; a ello, cabía unir su forma
dialogada, gratísima para el lector renacentista desde los años de
Petrarca en adelante. De igual manera, el De officiis venía a abundar en ese mismo mensaje al poner énfasis en los ideales de la honestas y la virtus.
La
figura de quien escribió este amplio corpus sólo se conoció desde
mediados del siglo XIV, gracias a la biografía de Plutarco, autor recién
recuperado para Occidente; hasta ese momento, no obstante, todo lo que
se sabía sobre Tulio (nombre con el que era comúnmente conocido durante
el Medievo) derivaba de su propia obra. Por supuesto, la principal
fuente de información la tenían en sus epístolas, recuperadas en fecha
tardía (las dirigidas a Ático y Quinto comenzó a difundirlas el círculo
de prehumanistas paduanas desde comienzos del siglo XIV, mientras el
conocimiento de las Epistulae ad familiares se debía casi por completo al descubrimiento de Coluccio Salutati
y la posterior labor filológica llevada a cabo en 1392), donde Cicerón
refleja sus pensamientos más nobles al tiempo que muestra algunos de sus
pensamientos más claramente marcados por la mezquindad y el egoísmo; de
esa lectura derivó la sorpresa inicial y posterior desilusión de
Petrarca respecto de su autor más querido junto a San Agustín.
La
lectura y estudio de Cicerón han constituido una obligación para
cualquier persona culta desde aquellos años hasta nuestros días; no
obstante, hubo una segunda Edad de Oro para nuestro autor en los años
del Humanismo y Renacimiento
plenos, en que cuajó en Europa el ideal del ciceronianismo o imitación a
ultranza de Cicerón. Por supuesto, a esa tendencia, animada por Lorenzo Valla o, posteriormente, por Erasmo de Rotterdam (autor del Ciceronianus), le siguió un inevitable anticiceronianismo que atraparía a otros tantos intelectuales de talla, como Angelo Poliziano.
Entrado el siglo XVI, volvió la calma y Cicerón quedó como aún sigue en
el panorama cultural de Occidente: como una cima de la literatura
latina clásica, con páginas apasionantes y una prosa de gran belleza.
http://www.enciclonet.com/articulo/ciceron-marco-tulio/#
http://www.thelatinlibrary.com/cicero/consulatu.shtml
http://www.thelatinlibrary.com/cicero/consulatu.shtml
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