viernes, 28 de agosto de 2015

SEGUNDO CONCILIO DE NICEA....ULTIMO CONCILIO UNIVERSAL RECONOCIDO POR LA PARTE OCCIDENTAL Y ORIENTAL



Séptimo concilio ecuménico (universal) de la Iglesia católica, celebrado en la localidad de Nicea, entre los días 24 de septiembre y 23 de octubre del año 787. La asamblea de prelados se realizó a instancias de la emperatriz regente del Imperio bizantino, Irene, y del papa Adriano I, con el objetivo de instaurar de nuevo el culto a las imágenes o iconos en el credo oficial de la Iglesia. El concilio contó con la participación de unos trescientos asistentes.
Después del Concilio de Constantinopla III, que desterró para siempre los errores del monotelismo, parecía que el inquieto mundo religioso greco-oriental se había calmado. Pero, de pronto, surgió una nueva querella religiosa, menos complicada en disquisiciones teológicas, pero más asimilable para el pueblo, puesto que afectaba de lleno a los usos y tradiciones de los fieles. Esta nueva guerra religiosa fue provocada por los Iconoclastas (favorables a la destrucción de las imágenes o iconos). Lo grave de esta nueva herejía consistió en que fue patrocinada y acaudillada por la omnipotencia de varios emperadores bizantinos, los cuales adoptaron un fuerte cesaropapismo (intervención directa en los asuntos de la Iglesia). La situación se agravó aún más al enfrentar al alto clero bizantino y al ejército, favorables al emperador, con el poderoso e influyente grupo de los monjes, apoyados por la ortodoxia romana y por la inmensa mayoría del pueblo, conocido este segundo grupo como los Iconodulios (favorables al culto a los retratos y demás representaciones sagradas).
La pintura de las imágenes y diferentes representaciones de Jesús, la Virgen y los demás santos de la Iglesia databa del cristianismo más antiguo. Su práctica se había extendido sobre todo el conjunto de los fieles, sobre todo desde tiempos del emperador Constantino el Grande. La Iglesia nunca se opuso oficialmente a la pintura o representaciones materiales de los personajes sagrados. Cuando prohibía estas prácticas, lo solía hacer por temor a que los fieles cayeran en la pura idolatría, más que por el mero hecho de que estuvieran prohibidas. En Occidente, el papa Gregorio Magno no sólo no desechaba el culto a los ídolos, sino que los veía necesarios e instructivos para el pueblo inculto y poco comprensivo, que a duras penas podía entender los laberintos dogmáticos o teológicos de los prelados. Sobre todo en Occidente, con un nivel cultural mucho más bajo que el Oriente, hubo momentos en que escenas bíblicas completas se reproducían en los templos religiosos, en los lugares más concurridos por los fieles para que éstos pudieran ver y aprehender los dogmas, sacramentos y mensajes religiosos que difícilmente podrían adquirir mediante la simple lectura. El privilegio de la lectura y la escritura estaba en posesión de una ínfima minoría de monjes y clérigos. Como dijo el propio San Gregorio Magno: “Los iconos son los libros de los profanos”... es decir, de los analfabetos.
En definitiva, la veneración por las imágenes se hallaba muy arraigada entre la población bizantina, amén de ser una de las formas de expresión más tradicionales de la religiosidad popular. Este culto a los iconos tuvo en Oriente un tinte rayano en la más clara superstición y fanatismo, en una veneración incontrolable, al igual que sucedía en Occidente con el asunto de las reliquias. Los iconos presidían cualquier actividad cotidiana, tanto del poder como del pueblo más bajo: en los hipódromos, al frente de las tropas, en cualquier capilla, casa, tienda, mercados, portadas de libros, joyas, etc. Cualquier sitio era bueno para ser decorado con un icono. Estos iconos eran de todos los tamaños, formas y colores. Tanto fanatismo iconodulio acabó por desembocar en la práctica de posturas heréticas: se sobrevaloró hasta límites increíbles el simple trozo de madera o mármol de la pieza, confiriéndole poderes mágicos o sobrenaturales. Ante semejante panorama histérico, el clero bizantino se empezó a preocupar.
A comienzos del siglo VIII, el Imperio bizantino se encontraba en un estado de gravedad alarmante, amenazado por los musulmanes, los cuales habían dominado todo el Asia Menor en su imparable avance, y amagaba con dar el salto a Europa. En cuanto al estado interno, el panorama era casi más desolador: anarquía manifiesta y sediciones constantes. En el año 717, subió al trono bizantino León III el Isáurico. Gracias a su actuación defensiva, el Imperio pudo aguantar el golpe musulmán y mantener sus fronteras seguras. Pero la actuación religiosa de este emperador hizo que se instalase en el Imperio la mayor crisis política-religiosa que jamás había conocido el Imperio, incluso más grande que las pasadas querellas cristológicas. Esta nueva crisis religiosa iba a alterar durante más de un siglo la vida de la Iglesia griega, y, en menor medida, de la occidental.
León III procedía de una provincia asiática, donde pudo sentir el influjo de las doctrinas judías y musulmanas acerca de la imposibilidad de representar plásticamente a la divinidad. Tanto el Corán musulmán como el Talmud judío prohibían taxativamente las representaciones humanas o de seres vivos por parte del hombre, ya que veían en ellas un intento de emular la creación divina. Por lo tanto, los iconos eran vistos como una manifiesta herejía que iba directamente en contra de la ley de Dios, el único con poder para crear.
En el año 726, León III decretó la prohibición de venerar a las imágenes y mandó destruirlas de todos los templos y casas imperiales, alegando que eran veneradas como ídolos y con honores que sólo le correspondían a la divinidad. Con la intención de no provocar iras o revueltas, León III dedicó un tiempo a la persuasión y a la propaganda contra los llamados iconodulios. Debido al fracaso de esta medida, pronto cambió de táctica, practicando medidas violentas. A principios del año 727, mandó derribar la imagen de Cristo que se alzaba sobre un palacio imperial, en el barrio de Calcopratega. Esta imagen, conocida con el nombre de Antiphonetes, era muy querida por todo el pueblo. Cuando un funcionario imperial estaba subido sobre la escalera, dispuesto a destrozar la imagen a martillazos, el pueblo, soliviantado, lo derribó de la escalera, haciéndole caer al suelo donde fue pisoteado por la multitud enloquecida hasta que murió. La misma suerte corrieron los soldados que iban acompañando al oficial del palacio. León III respondió con inaudita crueldad cuando se enteró de lo sucedido. Su respuesta se concretó en cárcel, destierros, azotes públicos y mutilaciones. Finalmente, viendo que no conseguía nada, León III intentó encontrar el apoyo en el propio papa romano, pero ante la negativa rotunda de Gregorio II, decidió la confiscación de las propiedades pontificias enclavadas en los dominios imperiales del sur de Italia.
La cuestión del problema de las imágenes alcanzó sus momentos más álgidos bajo el reinado del hijo de León III, el emperador Constantino V Coprónimo, que subió al trono en el año 741. Este emperador intentó revestir la lucha iconoclasta de un ropaje teológico, con el fin de reforzar su posición y sobre todo con el de justificar las enormes persecuciones a las que sometió a los iconodulios. Con tal propósito, convocó, en el año 754, un concilio en Constantinopla por su cuenta, en el cual condenó como idolatría la veneración de las imágenes y excomulgó a los defensores de su culto, y de modo especial al más ilustre defensor de la iconodulia, San Juan Damasceno. En este concilio mandó leer un libro, escrito por él mismo, en el que explicaba a los prelados presentes los errores en los que habían caído los “adoradores idólatras de imágenes”, como él mismo definía a los iconodulios. La asamblea, en sí, no tuvo un carácter conciliar, ya que, a pesar de los trescientos treinta y ocho obispos asistentes, no asistieron ni el pontífice de Roma, ni los patriarcados orientales más importantes (Antioquía, Alejandría, Jerusalén y Constantinopla). Por estas notorias ausencias, el concilio fue conocido como Sínodo Acéfalo, o bien el Execrable Sínodo, como lo definió el papa Esteban III.
Una vez que Constantino V comprobó que podía contar con el apoyo del alto clero de su Iglesia, bien por convicción o por pura debilidad, ordenó la destrucción total y sistemática de cualquier icono, con la consiguiente prohibición de crearlos o construirlos de nuevo. En medio de esta barbarie cultural, se perdieron innumerables obras de arte bizantino, bellísimas piezas hoy desaparecidas y que nos consta que existieron.
En el año 775, subió al trono imperial León IV, hijo y sucesor de Constantino V. Este emperador no derogó ningún edicto de su padre, por temor a una probable rebelión del ejército y del alto clero. Pero sí procedió con bastante más tacto y benignidad que su padre con los iconodulios. A su muerte, en el año 780, se hizo cargo de la regencia del trono su esposa Irene, ferviente partidaria de la iconodulia, hasta que su hijo Constantino VIadquiriera la mayoría de edad. Aunque el ejército y el alto clero seguían siendo fieles a la memoria de Constantino V, la emperatriz Irene se mantuvo firme en romper el aislamiento religioso y político en el que se hallaba Bizancio. En el año 781, mandó a Roma a dos embajadores para negociar el casamiento de una hija de Carlomagno, Rotruda, con el príncipe heredero. Este encuentro sirvió de base para romper el hielo entre Oriente y Occidente. Así, en el año 785, Irene volvió a mandar emisarios, esta vez al papa Adriano I, para proponerle la celebración de un concilio ecuménico. Esta medida fue fomentada por el nuevo patriarca de Constantinopla, Tarasio, favorable como la emperatriz a la iconodulia.
Adriano I acogió favorablemente la petición de Irene, por lo que envió a Constantinopla a dos legados que portaban una carta del pontífice donde expresaba su apoyo incondicional al culto de las imágenes. El concilio se reunió en Constantinopla, en la iglesia de los Santos Apóstoles, el 1 de agosto del año 786. La asamblea fue presidida por la propia emperatriz y su hijo Constantino IV. Pero la sesión se vio interrumpida por la intervención del ejército, que dispersó la asamblea. Ante semejante escollo, Irene tomó las necesarias precauciones para evitar que se repitiesen los mismos incidentes. En el mes de mayo del año 787, ordenó a los obispos que se congregasen en la localidad de Nicea.
Por fin, el 24 de septiembre del año 787 se reunió el ansiado concilio, que volvió a ser presidio por la emperatriz. En la segunda sesión se leyó a los prelados las instrucciones teológicas mandadas por el Papa, ante las que todos los prelados asintieron por unanimidad. Se lanzaron anatemas contra los defensores de la herejía iconoclasta; fueron leídos los argumentos de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres a favor de la iconodulia. A su vez, se adoptó como símbolo de fe lo siguiente: “Que es lícito representar en imágenes a Cristo, o a la Virgen Santísima, a los ángeles y a los santos, pues su vista estimula a recordar y a imitar a los modelos representados”. Los asistentes dejaron bien clara la distinción que había entre el culto respetuoso que se debía dar a las imágenes (timetikén proskynesin), del culto con intenciones de adoración o latría, que sí era pecado (alethiném latreían). Con los obispos iconoclastas de antaño se uso la benignidad, siempre que se arrepintieran de sus pasados errores. Contrariamente a los dos concilios precedentes, la asamblea tomó disposiciones de orden legislativo, recogidas en veintidós cánones, en los que se reglamentó sobre algunos aspectos de la vida de los clérigos y de los frailes, así como las distintas instituciones eclesiásticas. Finalmente, en la octava sesión se dio por concluido el concilio con la firma de la emperatriz, de su hijo y de todos los Padres asistentes. El acontecimiento fue celebrado entre festivas aclamaciones a la nueva Helena (Irene) y al nuevo Constantino.
Con este concilio niceno, se dio por terminada la serie de concilios ecuménicos o universales de la Iglesia cristiana reconocidos por la parte occidental y oriental. En los siglos siguientes, ambas Iglesias comenzaron un largo proceso de divergencia que acabó con la escisión total entre ambas, en el año 1054.
 http://www.enciclonet.com/articulo/concilio-de-nicea/#

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