martes, 25 de agosto de 2015

PRIMER CONCILIO DE NICEA ....EL PRIMER CONCILIO ECUMENICO



Primer concilio de carácter ecuménico (universal) celebrado por la Iglesia católica. Tuvo lugar entre los días 20 de mayo y 25 de julio del año 325, en la localidad de Nicea, en el palacio de verano del emperador Constantino. La importancia de este primer concilio ecuménico es enorme, ya que por primera vez se legislaba tanto para la Iglesia como para el propio Imperio. El emperador en persona impuso su arbitraje en las disputas entre dos partidos o posturas religiosas que atenazaban la unidad interna del clero católico, dando el apoyo de la ley al que consideraba ortodoxo. A la reunión conciliar asistieron alrededor de trescientos obispos, representantes de las más importantes diócesis de la Iglesia.
La formulación del dogma de la Santísima Trinidad se produjo a lo largo de todo el siglo IV, en el curso de una gran batalla teológica, en la que la ortodoxia católica tuvo como principal adversario a la herejía defendida por Arrio: el Arrianismo. Estos precedentes venían ya de tiempos anteriores, en doctrinas que ponían un acento exagerado en la insistencia de la perfecta unicidad de Dios. Esa exaltación ponía en serio peligro la distinción de las diferentes Personas en la Trinidad. Fue así como apareció el primer error teológico denominado subordinacionismo, el cual tendía a subordinar al Hijo frente al Padre, haciéndole inferior a Él, es decir, rebajando la naturaleza del Dios-Hijo a la del Dios-Padre. Precisamente, en esta escuela herética fue donde se formó. Arrio, natural de Libia y formado en la escuela teológica de Antioquía. Arrio fue mucho más lejos profesando un subordinacionismo radical, puesto que no sólo subordinaba el Hijo al Padre en naturaleza, sino que le negaba incluso a este primero la propia naturaleza divina. Su postulado fundamental era la unidad absoluta de Dios: fuera de Él, todo cuanto existía era criatura suya e inferior. Para Arrio, el Verbo o Cristo no era eterno, sino creado por el Padre Celestial como instrumento para la creación del mundo. No obstante, el Verbo-Cristo, al ser el primogénito de la creación estaba por encima de todo lo creado, en virtud de una gracia conferida por el Dios Padre.
Arrio procuró siempre demostrar tales afirmaciones basándose en una singular interpretación de las escrituras. Desde un principio, encontró muchos adeptos, sobre todo en los círculos intelectuales helenos y de Egipto, favorables a una interpretación racional de la naturaleza de Dios que pusiera fin al misterio insondable y poco comprendido de la Santísima Trinidad. Estos círculos elitistas estaban familiarizados con la noción del Dios supremo, el Sumus Deus, así como la idea platónica del Demiurgo, en cuanto que el Verbo-Cristo era un ser intermedio entre el mundo creado y Dios, su hacedor.
Las consecuencias que la doctrina de Arrio entrañaba eran gravísimas, porque afectaban a la esencia misma de la obra de la Redención: si Jesucristo, el Verbo de Dios, no era Dios verdadero, su muerte carecía de eficacia y sentido salvador puesto que el hombre no habría sido salvado ni redimido de su pecado original, además de echar por tierra todo el Nuevo Testamento, huella indeleble del paso de Cristo por la Tierra y base angular de la Iglesia católica. La Iglesia de Alejandría se dio pronto cuenta de la trascendencia del problema, por lo que su obispo Alejandro trató de disuadir a Arrio de su error. La actitud de éste se mantuvo si cabe con más fuerza, provocando que el obispo Alejandro convocara un concilio provincial, en el año 321, en el que se condenó la herejía y se excomulgó a su mentor. Pero tal medida llegó demasiado tarde, puesto que la doctrina arriana se había extendido como una gran mancha de aceite dentro del seno de la Iglesia, convirtiéndose en un grave problema para la Iglesia.
El asunto arrianista llegó a tomar tal cariz que el propio emperador tuvo que tomar cartas en el asunto de manera personal. Constantino, tras convertirse en el único gobernante del Imperio, una vez que derrotó a Licinio, su último oponente serio, deseaba disfrutar de un período de paz y tranquilidad y de una unidad religiosa. En un primer momento quiso atajar el asunto herético de una manera diplomática y suave, pero fracasó totalmente en el empeño de frenar la división doctrinal de la Iglesia. En vista de ello, envió a Osio de Córdoba, consejero religioso del emperador, con cartas especiales suyas dirigidas a Alejandro y Arrio, con el encargo de conseguir un acuerdo conciliador entre ambos personajes. Osio de Córdoba fracasó en su cometido. Debido a esa circunstancia y al gran radicalismo que embargaba a ambos prelados. Osio de Córdoba se convenció de que la única manera de atajar definitivamente la herejía era convocando un concilio ecuménico que estableciera un dogma claro y definitorio para toda la Iglesia católica. Así pues, Constantino no puso ningún inconveniente ante tal propuesta, por lo que empezaron a realizarse los preparativos de la asamblea de los prelados.
Debido a la trascendencia del asunto, Constantino hizo todo lo posible para reunir al mayor número de representantes del episcopado. Puso a disposición de los prelados las postas imperiales, tomando a su cargo todos los gastos de viajes y estancia en el lugar de reunión. El concilio logró reunir a un gran número de obispos, en su mayoría orientales; destacaban por la parte occidental los dos representantes del papa Silvestre, los presbíteros Vito y Vicente, y finalmente Osio de Córdoba, el cual, según parece, presidió el concilio. Arrio asistió personalmente a la reunión, lo mismo que su principal oponente Alejandro, que iba acompañado de su infatigable archidiácono Atanasio, llamado a tener, en años posteriores, una enorme influencia en la construcción de los dogmas principales de la Iglesia.
La sesión de apertura se celebró con gran pompa y ceremonia por parte del propio emperador, el cual apareció revestido de toda su dignidad imperial, vestido con telas de preciosa seda y ostentando todos sus atributos de poder. Constantino abrió la sesión con un discurso donde conminaba a los presentes a llegar a un acuerdo conciliador que asegurara la unidad doctrinal de la Iglesia, y por ende del propio poder político imperial. Inmediatamente se entró en la cuestión candente. Arrio y sus seguidores defendieron su doctrina con verdadera vehemencia, pero los defensores de la línea ortodoxa, hábilmente conducidos por Marcelo de Ancia y por el brillante joven archidiácono Atanasio, obtuvieron una brillante victoria con la aprobación por parte de los presentes en el concilio de un “Símbolo” de la fe que definía inequívocamente la divinidad del Verbo, empleando para ello un término que expresaba con la máxima precisión la doctrina trinitaria, el Homoousios ('consustancial'). Según esta fórmula, el Hijo, Jesucristo, “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado pero no creado”, es consustancial al Padre. Este símbolo fue acatado por todos a excepción de Arrio y dos obispos que lo secundaron, por lo que fueron excluidos automáticamente del seno de la Iglesia y desterrados por orden del propio emperador.
Es indudable que la presencia del propio emperador en muchas de las sesiones del concilio fue determinante para inclinar la balanza del lado del partido antiarriano. Con la trascendental fórmula del Homoousios se fijó con precisión el dogma católico sobre la naturaleza del Verbo y se deshizo la anterior ambigüedad dogmática que había puesto en peligro la reciente unidad de la Iglesia católica. Dicha fórmula pasó a ser en adelante la piedra angular, el santo y seña de la ortodoxia cristiana y el argumento base contra las posteriores tentativas heréticas producidas en el seno de la Iglesia. Se conformó definitivamente el llamado credo niceno, que fue redactado literalmente con la siguiente fórmula: genitum non factum, consubstatialem Patri (engendrado, no hecho, consustancial al Padre).
Además de la cuestión arriana, el concilio se ocupó de varios asuntos de menor importancia pero necesarios, como fueron el cisma de Melerio y la cuestión sobre la celebración de la Pascua. En referencia a este último tema, se proclamó como oficial la práctica usada en la Iglesia occidental. También se promulgaron veinte cánones o disposiciones legislativas, en los que se decidía, entre otras cosas, la cuestión del bautismo de los herejes y de los lapsos o apóstatas de la persecución.
Lo cierto es que el arrianismo, en un principio desterrado en el concilio niceno, volvió a resurgir con inusitada violencia, con lo que se reabrió nuevamente la amenaza contra la unidad teológica de la Iglesia. El responsable de ese rebrote herético fue Eusebio de Nicomedia, prelado político e intrigante en la propia corte de Constantinopla. Eusebio logró persuadir al propio emperador, siempre preocupado por conservar la unidad religiosa del Imperio, de que el único obstáculo a esa unidad provenía de los defensores del credo niceno. Las consecuencias se plasmaron en una serie de persecuciones de los principales obispos nicenos, con la consiguiente privación de sus sedes y cargos y la restitución en dichos obispados de obispos arrianos. Esta situación de retroceso se incrementó aún más con los emperadores Constancio y Valente, ambos declaradamente arrianos, lo cual contribuyó a enrarecer en grado sumo la atmósfera religiosa del momento. Las convulsiones religiosas que sacudieron los reinados de estos dos monarcas hicieron necesario el que se convocasen varios concilios provinciales con el objetivo de llegar a un consenso que nunca llegó. Ante semejante panorama se hizo necesaria, más aún que en tiempos del concilio de Nicea, la convocatoria de un segundo concilio de carácter ecuménico.
Pero este es otro tema a tratar....
http://www.enciclonet.com/articulo/concilio-de-nicea/#

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