sábado, 18 de julio de 2015

LA HISPANIA ROMANA....HISTORIA DE ESPAÑA-PARTE I



La Hispania Romana arranca de la pugna romano cartaginesa. Cartago fue la primera potencia que utilizó los recursos de la Península con el fin de consolidar un imperio económico. Previamente, ya había sometido y obligado a fusionarse aceptando su superioridad a los belicosos pueblos libios, fundando una oligarquía plutocrática a la manera de las repúblicas comerciales italianas de finales de la Edad Media. En la ciudad de Cartago se había establecido un ejército fuerte, partidario de defender su imperio económico por la fuerza de las armas, apoyada en la superioridad de su flota. Dominada la costa libia a mediados del siglo VI a.C., Cartago consolidó progresivamente su imperio económico con la fundación de una serie de bases comerciales y militares en toda la cuenca del Mediterráneo occidental. Venidas a menos las antiguas metrópolis fenicias, sólo pudo hacerle alguna sombra el pueblo griego de los focenses, establecido en las costas de Galia e Hispania y en algunas islas. Una coalición etrusco cartaginesa derrotó a los de Focea en la batalla de Alalia, tras la cual Cartago se estableció en Córcega y parte de Sicilia, manteniendo un forcejeo bélico continuo en la isla de Cerdeña, hecho que favoreció la creación de un poderoso grupo militar: Malco, general derrotado en Cerdeña, se impuso en Cartago con los restos de su ejército. Su sucesor, Magón, fue el primero de una serie de caudillos que dominaron la república durante muchos años.


Ruinas de Carthago Nova (Cartagena, Murcia).
Mientras tanto, en la Península Itálica, una ciudad del Lacio, Roma, comenzaba a imponerse con fuerza en la zona, aunque aún se hallaba lejos de representar un poder digno de enfrentarse al poderío de Cartago. El enfrentamiento entre ambas potencias se atisbaba ya en el tratado que firmaron en 508 a.C., y que incluía una cláusula referente a Hispania: en ella, Cartago prohibía a Roma y a sus aliados focenses de Marsella navegar por aguas hispanas.
Justino, tomando sus noticias de Trogo Pompeyo, informó que con ocasión de la ruina de Tiro los pueblos ibéricos atacaron a Cádiz. Los fenicios gaditanos buscaron el auxilio de Cartago, que estableció permanentemente destacamentos de tropas en la ciudad; tras ello, los cartagineses se establecieron en Ibiza para servir de enlace entre África e Hispania. Los cartagineses obtuvieron de estos primeros contactos con la Península la colaboración de mercenarios, sobrios, aguerridos y extraordinariamente resistentes: su armamento -casco con cimera, sable o falcata, caetra o pequeño escudo circular- era extremadamente eficaz, por lo que algunas de sus armas fueron incorporadas por los ejércitos de la época. Conservamos noticias de la participación de mercenarios hispanos en la batalla de Himera, combatiendo al servicio de Amílcar; más tarde, en la lucha entre las ciudades sicilianas de Selinunte y Segesta, a la que los cartagineses apoyaban en contra de la primera, los mercenarios ibéricos tuvieron una actuación destacada, mencionando las fuentes a los honderos, acaso baleares. Los mercenarios hispanos combatieron asimismo de manera destacada en otras varias batallas: en Himera, en el sitio de Agrigento, en Gela... Aunque combatían generalmente al mando de los cartagineses, no se hallaban al servicio de un solo partido y ofrecían sus servicios al mejor postor, dependiendo de un variado conjunto de circunstancias.
Amenazada seriamente Cartago por el poderío militar de Roma a mediados del siglo IV a.C., la Península es tierra de gran importancia estratégica para las potencias contendientes. En un nuevo tratado firmado entre ambas en el año 348 a. C., se determinó el cabo de Palos como límite a la expansión a las colonias griegas protegidas por los romanos, reservándose aún la potencia cartaginesa el monopolio comercial de las tierras ricas en metales y en hombres, principalmente Andalucía y el interior.
La antaño poderosa Cartago se vio paulatinamente abocada a defender las últimas posibilidades de conservar un imperio comercial, por lo que puso sus esperanzas en las tierras hispanas, frente al impetuoso avance de Roma. Ésta, poseedora de un ejército fuerte y disciplinado y con una escuadra muy manejable y efectiva, aceptó el reto de Cartago de combatir en Sicilia; tras una serie de batallas y escaramuzas se produjo la victoria romana frente a su adversaria, quien perdió a un tiempo Sicilia y la supremacía marítima que había mantenido -aunque ya al final casi nominalmente- a lo largo de siglos. Al mediar el siglo III, una serie de circunstancias pusieron a Cartago en la necesidad de defender los restos de su imperio: el poderío de Roma era ya avasallador. Una serie de revueltas habían ido mostrando la hostilidad de los iberos hacia las colonias aliadas de los púnicos en la costa, expulsando progresivamente a los cartagineses de ellas. Amílcar Barca, jefe del partido militar, hizo recuento de sus efectivos: conservaba la escuadra y la metrópolis de Gádir. Tras someter una sublevación de los mercenarios en África, emprendió la reconquista del imperio cartaginés, al parecer en contra de la opinión del gobierno de Cartago, sin duda atemorizado por la casi segura intervención de Roma (véase Guerras Púnicas)

Cabeza fenicia, siglo IV a.C. Cádiz.
La política de los Bárcidas -Amílcar Barca y su hijo Aníbal- mostró una preocupación por apoyarse sistemáticamente en la Península Ibérica, con el fin de tratar de contrarrestar el creciente poder de Roma. Amílcar fundó Acra Leuké en las proximidades de la actual Alicante, con la intención de contar con una base permanente en la Península a través de la cual comunicarse con su imperio. Esta creación suscitó los recelos de los romanos, que habían observado las victorias del general cartaginés con inquietud, y enviaron una embajada que obtuvo de Cartago una respuesta satisfactoria. En el año 229 Amílcar puso sitio a la ciudad de Helike -Elche- con una parte de su ejército, mientras retiró el grueso del mismo a sus cuarteles de invierno en Acra Leuké. La hostilidad de los pueblos ibéricos hacia los cartagineses no había cesado: uno de sus reyezuelos, tras concertar con el general un pacto y romperlo inesperadamente, combatió a su ejército con un ataque repentino, derrotándolo y dando muerte a Amílcar que, al parecer, murió ahogado en un río.

La llegada de Aníbal. Tapiz, catedral de Zamora.
Sucedió a Amílcar su yerno Asdrúbal, que vengó la derrota cartaginesa y reanudó los lazos con los iberos, haciendo que le reconociesen como jefe. Con los ingresos de los pueblos sometidos consiguió mantener la autonomía y prosperidad de Cartago, asegurándose el mando de sus ejércitos. Su talento político consistió en respetar el tratado impuesto por Roma en lo referente a la prohibición de extenderse por la costa más allá de la latitud indicada, pero aprovechando para extenderse libremente por las tierras del interior. Fundó la ciudad de Cartagena en un lugar tan acertado que, en el futuro, habría de ser la principal base española en el Mediterráneo.
En el 226 Roma, presionada por la amenaza de los galos, envió una nueva embajada al bando cartaginés, ofreciéndoles ampliar su zona de influencia siempre que respetaran la línea del Ebro, lo que permitía salvaguardar las colonias griegas. El año 221 a.C. el general cartaginés falleció asesinado, sucediéndole su pariente Aníbal, un genio militar considerado con justicia como uno de los más grandes guerreros de la Edad Antigua. Su estrategia, continuadora de la de su antecesor, procuró no sólo reforzar la presencia cartaginesa entre los pueblos iberos para consolidar sus posiciones costeras, sino dominar efectivamente a los pueblos del interior, de tal modo que la totalidad del territorio sometido le garantizase la base estable sobre la que edificar una superioridad política y económica sobre Roma. Los pueblos celtas de la Meseta, que hasta entonces no habían visto amenazada su independencia, se aprestaron para la defensa, aunque en los combates habidos contra los cartagineses la caballería y los elefantes garantizaban a los púnicos la supremacía bélica. Asdrúbal ascendió así hasta la cuenca del Duero, tomando importantes ciudades vacceas como Salamanca y Arbucala, y a su regreso deshizo en el Tajo una confederación de pueblos de la Meseta agrupada en su contra. Estas coaliciones de pueblos ibéricos ante el peligro eran relativamente comunes, como se vería años después en el caso de Numancia.
El papel de la Península en estos años fue, fundamentalmente, servir de escenario para una lucha entre dos poderosos rivales, limitándose los pueblos ibéricos a definir su actitud a la vista de las circunstancias. Esto se hizo patente en el caso de Sagunto, cuyo sitio cobró en estos momentos extraordinaria dimensión histórica, dando lugar al definitivo enfrentamiento entre Cartago y Roma y a una de las gestas hispanas más acendradas en defensa del propio suelo y de la propia independencia. Situada en un fuerte promontorio sobre la costa, dentro del territorio adjudicado a Cartago en el último de sus tratados con Roma, en su interior había dos facciones, partidarias de apoyar a uno de los bandos. Roma se había encargado de alentar en su interior a sus partidarios, que se deshicieron de la facción procartaginesa. Poco después, algunos pueblos ibéricos, como los turboletas, atacaron Sagunto, acaso instigados por Aníbal. Éste recabó y obtuvo del Consejo de Cartago plenos poderes para presentar la batalla definitiva a los romanos, disputándoles la supremacía en la Península: en la primavera del 219 puso sitio a Sagunto, que se prolongó durante ocho meses, tras lo cual la ciudad fue tomada, consiguiendo el cartaginés abundante botín y muchos prisioneros. La importancia del sitio consistió en que fue la chispa para el definitivo enfrentamiento entre Cartago y Roma: a partir de ese momento, Aníbal se puso en marcha hacia Roma con su poderoso ejército, integrado en su mayor parte por fuerzas hispanas como aliadas o mercenarias. Con él tuvo lugar el paso de los Pirineos y de los Alpes, así como las cuatro grandes victorias sobre el ejército más poderoso de la época, el romano.

Teatro romano en Sagunto (Valencia).

Llegada de los romanos a la Península


La llegada de los romanos a Hispania significó, sin duda, el hecho más trascendente de nuestra historia antigua. Producido como consecuencia de una acción militar, no fue en modo alguno casual, ya que los romanos calculaban cuidadosamente cada uno de sus pasos hacia el dominio del mundo conocido. La inmediata acción de conquista que desencadenaría conllevó la más decisiva serie de cambios ocurrida en la Península hasta la Edad Moderna: nuestras ciudades, nuestro pensamiento, nuestra lengua y nuestras leyes son en gran medida romanas. Roma había adquirido a fines del siglo III una de las constituciones más sólidas del mundo antiguo: era una república aristocrática, regida por un Senado que representaba a las oligarquías patricias y en cuyo gobierno las clases populares estaban representadas de modo más aparente que real. A menudo, los historiadores se preguntan por las causas de la caída de su Imperio, pero pocas veces las causas de su ascenso: en efecto, muchas ciudades de la época tenían unas semejantes bases de partida, pero sólo Roma logró consolidar en torno a sí el convencimiento y el poder para convertir una mediana ciudad del Lacio en un Imperio de proyección universal. Su secreto estriba en que su trabajoso ascenso hacia la construcción de ese Imperio vino acompañado de un espíritu de patriotismo mantenido por una aristocracia que transmitía de padres a hijos la experiencia del gobierno. Una ciudad estado que se había convertido en cabeza de una confederación de pueblos del Lacio a lo largo de los siglos IV al II antes de Cristo terminó por constituirse en la urbe más poderosa de Italia. Las guerras contra Cartago y las alternativas derrotas y victorias forjaron el poder militar de sus ejércitos, consolidando sus virtudes cívicas y castrenses.

Colonia romana de Ampurias. Gerona.
Una de esas familias que gobernaba con amplitud de miras y firmeza política los designios de la ciudad, los Escipiones, concibió la hábil estratagema de atacar en Hispania a Aníbal, tratando de cortar su retaguardia y privarle así de su principal base de aprovisionamiento y apoyo político. Con este fin fue enviado Cneo, hermano de Publio Cornelio Escipión, que desembarcó en Ampurias en el 218 antes de Cristo con un pequeño pero disciplinado ejército cuyo primer objetivo era descender por la costa hacia el sur, manteniendo una primera batalla importante en los alrededores de Cesse, la actual Tarragona. La ciudad fue ocupada y se convirtió en la base de las operaciones romanas en la guerra.

                                                  
Detalle de las murallas romanas de Tarragona.
La suerte de ésta se estaba decidiendo en Italia, donde Aníbal avanzaba imparable hacia Roma tras vencer a los romanos en la batalla de Tesino y en la de Trebia. Estas derrotas no arredraron a los romanos, que parecen haber tenido presente en todo momento la amplitud de la contienda; pese a sentirse amenazados en su misma capital, el Senado decidió enviar un nuevo ejército a Hispania para reforzar el ya existente: Publio Cornelio marchó a su frente en el 216 a.C. Es claro que para entonces ya los romanos sabían que la guerra sería lo suficientemente larga, que Aníbal sólo contaba con posibilidades de ganarla si atacaba Roma con el crecido número de tropas necesaria para tomarla y que éstas sólo podían llegarle de Hispania: de ahí el denuedo de los romanos por impedir la llegada de refuerzos al ejército cartaginés por vía terrestre y el carácter sacrificado del reducido ejército de los Escipiones, que hubo de desenvolverse en un medio en gran medida hostil. Aprovechando una revuelta de los pueblos celtíberos contra los cartagineses, los Escipiones cruzaron el Ebro hacia el Sur, rompiendo a su vez, como previamente había hecho Aníbal, los términos del tratado.
Aprovechando que en las poblaciones ibéricas había un sentimiento adverso a Cartago, el ejército romano llegó a Castrum Album, acaso Alicante, y penetró en la rica zona minera de Cástulo, en los alrededores de Cazorla, donde pasaron el invierno. En la primavera del 212 Asdrúbal retornó a Hispania con refuerzos de tropas nómadas; una coalición con la tribu ibérica de los ilergetes le permitió hacer frente al ejército de los Escipiones, que habían dividido sus fuerzas: Publio fue derrotado y muerto en Cástulo y Cneo sufrió idéntico destino cerca de Lorca.
Mientras tanto, las victoriosas campañas de Aníbal en Italia parecían tocar a su fin: tras una serie de sucesivas victorias, se enfrentaba a una resistencia tenaz por parte de los romanos, hasta que, convencido de la escasa rentabilidad de sus victorias, se atrincheró en Regio, esperando un momento propicio para sus tropas. En el verano del 211 los romanos habían logrado reunir un ejército lo suficientemente poderoso como para poder recuperar las posiciones perdidas en la Península Ibérica. Al mando de Cayo Claudio Nerón, fue enviado a Hispania para tratar de restablecer el orden anterior a la derrota de los Escipiones; inesperadamente, en el año 210 el pueblo romano concedió plenos poderes militares -el imperium proconsulare- al joven patricio Publio Cornelio Escipión, hijo del derrotado en Cástulo, para dirigir el ejército de Hispania. Este joven de veinticuatro años, auxiliado por Marco Julio Silano, desembarcó en Ampurias y descendió luego hacia Tarraco, en el mejor momento para emprender una acción de contraataque. Asdrúbal recibió en estos momentos la orden de trasladarse a Italia en auxilio de Aníbal.
Las exacciones y levas de tropas que el ejército cartaginés se había visto forzado a hacer en Hispania habían provocado el descontento de gran parte de los iberos, descontento que supo aprovechar hábilmente Escipión. Asdrúbal Barca reunió en la Bética el ejército con el que auxiliar a Aníbal en Italia, éste fue atacado por Escipión, quien dio la batalla en las estribaciones de Sierra Morena, donde su padre había caído derrotado. Escipión venció al ejército cartaginés aunque sin lograr destruirlo; los cartagineses emprendieron una rápida huida hacia la Meseta y desde allí marcharon a los Pirineos, cruzándolos por su lado occidental. Entretanto, una serie de campañas afortunadas fueron dando la primacía en el Sur a los romanos, que ya empezaban a familiarizarse con las tierras y pueblos de Hispania, comenzando a conocer la tenaz resistencia de que eran capaces sus hombres.
En los años siguientes, el mundo asistió a la definitiva derrota de Cartago: Asdrúbal fue derrotado y muerto en la batalla de Metauro en el 207, mientras que Aníbal cayó en la batalla de Zama, en África. Las victorias sobre Cartago no habían sido el final sino el principio de un panorama de conquistas que, a continuación, los romanos iban a emprender por toda la Península, dando lugar a los más radicales cambios por los que habrían de atravesar estas tierras a lo largo de su historia y convirtiéndolas en una parte vital de su imperio.

Roma se afianza en Hispania

Eclipsado momentáneamente el peligro púnico, Roma hubo de plantearse cómo evitar que sucesos como los que habían llegado a poner en peligro su propia seguridad en los últimos años volvieran a producirse. En este momento, la tentación de dominar por las armas al belicoso conjunto de pueblos peninsulares debió ser grande: por una parte, se obtendrían ricos recursos materiales y humanos, al tiempo que se detraerían a su potencial enemigo; por otra, se abría un período de guerra de duración indefinida que se adivinaba largo, pero cuyos sacrificios y consecuencias sólo podían en ese momento vagamente intuirse.
Sólo la inexorable voluntad de dominio de Roma hizo que tal esfuerzo pudiera llevarse a cabo, y sólo la constante decisión de afirmarse como único poder del mundo conocido pudo vencer la tenacísima resistencia de los pueblos ibéricos a perder su independencia. Se abría así un período de dos siglos de luchas a lo largo de los cuales ambos contendientes mostraron lo mejor y lo peor de sí; y a su término, Hispania quedaba constituida como la primera y mayor fuente de recursos de Roma, convertida al tiempo en una parte esencial de su imperio.
En su empeño por dominar a los pueblos hispanos, Roma no empleó unas tácticas diferentes a las de Cartago; en el fondo, sus estrategias no podían ser muy distintas: una política "de palo y zanahoria" de privilegios y exenciones, mediante pactos a las ciudades que se aviniesen a aceptar su poder, guerra, destrucción y deportaciones masivas como esclavos a quienes se opusiesen a un enemigo al que reconocían como mucho más poderoso. No obstante, ocurría que el costo de las acciones bélicas era cada vez mayor y el peso del yugo de Roma, que algunos habían aceptado de grado, cada vez era más pesado. Todo ello amenazaba con convertir los pactos de alianza firmados en un estado de práctica esclavitud respecto al poder invasor.
Los primeros conflictos surgieron probablemente por las exacciones de dinero para pagar a las tropas, que coincidió con un motín de soldados romanos en Cartago Nova. Polibio alaba la virtud de Escipión y condena la mala fe púnica, que quiso aprovechar la oportunidad para debilitar a sus rivales apoyando un levantamiento de los pueblos ibéricos, antaño aliados de Roma, contra Cartago. La revuelta estaba acaudillada por Indíbil y Mandonio, personajes a quienes la historiografía romántica convirtió en adalides de la defensa de los valores patrios. La revuelta que capitanearon se extendió entre los pueblos ilergetes situados entre las actuales regiones valenciana y catalana, prolongándose durante varios años.
Escipión había dejado la Península hacia el año 205 y sus sucesores hubieron de reprimir sublevaciones constantes que, como un reguero de pólvora, se extendían por los territorios sometidos. Indíbil murió en combate y Mandonio, capturado, fue condenado a muerte. En estos momentos -del 206 al 197 a.C.- ocurrieron dos hechos significativos de la voluntad política romana de permanencia en la Península: la fundación de Itálica y la división de Hispania en dos provincias. Hasta entonces, los romanos habían dominado el territorio ocupando ciudades griegas, púnicas o ibéricas, mientras que ahora se creaba un núcleo urbano para familias latinas, asentando a los jubilados de las legiones y convirtiéndolos en propietarios agrícolas.
La división de Hispania en dos provincias encuadraba al territorio dentro de la administración romana y respondía a intereses de carácter militar y económico: la provincia Citerior englobaba al litoral mediterráneo, escenario de las recientes guerras contra Cartago; la Ulterior abarcaba las anchas tierras inhóspitas del interior y sus tribus hostiles, las mal explotadas costas del océano.


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