El existencialismo es el nombre con que se designa a una serie de
 corrientes filosóficas que, desde los años treinta del siglo XX, se 
extendieron por Europa y que, a pesar de tener intereses y conclusiones 
diferentes, coinciden en entender la filosofía como análisis de la 
existencia, entendiendo por existencia el modo de ser el hombre en el 
mundo. El análisis de la existencia significa, consecuentemente, la 
aclaración e interpretación de los modos con que el hombre se relaciona 
con el mundo en virtud de sus posibilidades de conocimiento, vivencia y 
acción, y, al mismo tiempo, la aclaración e interpretación de aquellos 
modos con los que el mundo se abre al hombre, determinando o 
condicionando sus posibilidades.
El
 existencialismo, como corriente filosófica contemporánea, se presenta 
como la expresión y creación de un clima cultural que puede ser descrito
 negativamente como la crisis del optimismo romántico. Este optimismo 
que entra en crisis se fundaba en el reconocimiento de un principio 
infinito (la Razón, el Absoluto, el Espíritu, la Idea o la Humanidad) 
que constituía la sustancia del mundo, que lo regía y lo dominaba, lo 
mismo que al hombre, garantizándole sus valores fundamentales y 
determinando su progreso infalible. Los existencialistas sintieron el 
deber histórico de destruir en Europa ese mito romántico de la 
conciencia o espíritu infinito, guía del mundo, para sustituirlo por un 
saber sobre el hombre en cuanto ser terrestre y mundano. Para el 
existencialismo, el hombre es un ente finito, limitado en su capacidad y
 en sus poderes, arrojado al mundo, abandonado al determinismo de éste, y
 en lucha incesante con situaciones que pueden conducirlo al fracaso.
Frente
 al optimismo romántico, el existencialismo es el producto intelectual 
de una toma de conciencia radical de la situación social y cultural de 
crisis profunda, originada por la terrible ola de violencia y 
destrucción de las dos guerras mundiales, que sembraron de ruina y 
muerte todo el planeta. Estas dos conflagraciones mundiales provocaron 
una inmensa crisis en los órdenes gnoseológico y axiológico, 
manifestaron el drama de la muerte y la angustia de la finitud del 
hombre, y colocaron en el primer plano de la reflexión filosófica el 
tema del sentido de la existencia humana. El existencialismo fue una 
respuesta filosófica al desolador panorama de la pérdida colectiva de 
sentido. Por ello, la filosofía existencialista encuentra su auténtico 
significado cuando se la considera como profunda reacción indignada 
contra el movimiento cultural que postulaba el proceso de disolución de 
la persona humana y representa el enorme esfuerzo de recuperación de los
 valores singulares de la persona frente al degradante proceso de 
despersonalización que se había iniciado de forma irreversible desde 
comienzos del siglo XIX.
Este proceso de despersonalización es 
visible, en primer lugar, en el plano filosófico. Las dos corrientes 
filosóficas más dinámicas de comienzos del siglo XIX eran el idealismo hegeliano y el materialismo
 mecanicista. Ambas, a pesar de sus planteamientos radicalmente 
dispares, mantenían el único criterio común de considerar al sujeto 
humano como un ser pasivo, inerte, carente de esencia propia. El 
materialismo mecanicista consideraba al hombre como un mero producto de 
las fuerzas de la materia y todos los rasgos de su conducta podían 
explicarse por meras reacciones fisicoquímicas. El sujeto carecía de 
libre iniciativa y todas sus reacciones futuras podían determinarse 
previamente mediante leyes matemáticamente rigurosas. El idealismo 
hegeliano veía en los hombres reales y concretos el medio del que se 
servía la astucia de la Razón Universal para alcanzar sus objetivos. En 
el materialismo mecanicista, el hombre se disolvía ante la realidad 
material, y en el idealismo hegeliano quedaba aniquilado ante el 
Espíritu Absoluto. En estos dos movimientos, el hombre concreto, el 
hombre en su singularidad y sus cualidades personales, quedaba 
totalmente fuera del horizonte de la reflexión filosófica y, poco a 
poco, se fue llegando a la negación de la singular interioridad humana y
 de los anhelos, angustias específicas, tareas y proyectos existenciales
 particulares de los hombres concretos. 
En el plano 
socio-político, el proceso de despersonalización se manifestó en el auge
 de los totalitarismos políticos de derecha o de izquierda en el 
panorama social europeo. El individuo quedaba reducido a una pieza 
anónima de la gigantesca máquina del Estado y era dirigido solamente por
 el ritmo y exigencias de este monstruoso artefacto. Los estados 
totalitarios comunistas del Este europeo, o los estados fascistas del 
Oeste, fueron limitando las libertades individuales de pensamiento o 
acción, ahogando con presión creciente los valores personales, avanzando
 en un proceso de sofocante despersonalización de todos los ciudadanos 
sometidos a sus órdenes autoritarias.
También aparece clara, en 
tercer lugar, la despersonalización en el campo laboral. En los países 
capitalistas democráticos el proceso de industrialización empobrecía la 
subjetividad humana en el plano económico-laboral. La división del 
trabajo y el proceso de progresiva automatización inherente al 
desarrollo de la tecnología, deshumanizaba al trabajador y lo convertía 
en un simple objeto desustancializado dentro del gigantesco engranaje 
industrial de la sociedad de consumo. La sociedad de consumo capitalista
 transformaba a los hombres en cosas, y las cosas carecen de 
singularidad, de creatividad, de responsabilidad o libertad.
Por 
estos aspectos despersonalizadores, el existencialismo se encuentra, ya 
desde sus comienzos, unido a ciertas manifestaciones literarias 
anteriores, en las que aparece más vivo que en otras el significado 
problemático de la vida humana. Las obras de Dostoievsky y de Kafka son dos manifestaciones claras de ese vínculo. 
La
 relación con Dostoievsky se plasma en la continua presencia en su obra 
del problema del hombre que en cada momento elige las posibilidades de 
su vida, las realiza y carga con el peso y la responsabilidad de esta 
realización, pero que al mismo tiempo se encuentra continuamente más 
allá de dicha realización frente al propio enigma que resurge y se 
renueva, frente a otras posibilidades de elección y de realización. Así,
 por ejemplo, en Los hermanos Karamazof, el proyecto grandioso 
del Gran Inquisidor, que quiere hacer a los hombres esclavos y felices, 
cede ante el silencio y la mirada de Cristo, símbolo de la libertad 
constitutiva del hombre, de donde desciende todo bien y todo mal 
posible.
La relación con Kafka puede detectarse en la aguda visión
 que este autor tiene del sentido negativo y paralizante de las 
posibilidades humanas, que Kierkegaard había ya puesto de manifiesto. 
Toda la existencia humana se le muestra a Kafka bajo el peso de una 
inminente condena, bajo la amenaza inasible e inconcretable, pero cierta
 e insuprimible, de la insignificancia y de la nada, amenaza que se 
interrumpe y se concluye con la muerte. Temas kafkianos como el de la 
inseguridad fundamental de la vida, contra la cual no valen reparos ni 
refugios (El proceso), el de la llamada incesante a una realidad 
estable, segura, luminosa, que continuamente se promete y anuncia al 
hombre y continuamente le elude y se escapa (El castillo), el tema de la caída en la insignificancia y en la trivialidad cotidiana, que le quita al hombre hasta su carácter humano (La metamorfosis), son todos ellos la expresión literaria de lo que el existencialismo trata de esclarecer conceptualmente en sus análisis.
El
 existencialismo, que nació como una poderosa reacción frente a la 
crisis y frente a la tendencia que disolvía al hombre concreto, 
protagonizó una apasionada protesta contra la ruina del hombre, contra 
su masificación y despersonalización creciente, contra el injusto 
desconocimiento de sus peculiaridades individuales, de su autonomía y 
responsabilidad personal. Sobre todo después de la segunda guerra 
mundial, el existencialismo fue reflejo fiel y expresión auténtica de la
 situación de incertidumbre de la sociedad europea, dominada por las 
destrucciones materiales y espirituales de la guerra e inseguramente 
encaminada hacia una difícil reconstrucción. Este reflejo y su expresión
 tienen su manifestación en la literatura existencialista del momento.
En la literatura existencialista puede verse cómo Sartre,
 por ejemplo, describe situaciones humanas que llevan fuertemente 
grabada en sí mismas la huella de la problemática radical del hombre: 
las situaciones menos respetables y más tristes, pecaminosas o 
dolorosas, así como la incertidumbre de las empresas, sean buenas o 
malas, y la ambigüedad del bien mismo, que a veces termina en su 
contrario. Los temas de Sartre se repiten en Simone de Beauvoir, quien, además de en su obra literaria, ha ilustrado el último de dichos temas en un escrito titulado Por una moral de la ambigüedad . La problematicidad radical del hombre es tratada con gran originalidad y fuerza por Albert Camus. En El mito de Sísifo  vio en el héroe mitológico el símbolo de lo absurdo de la 
existencia humana, desequilibrada entre las infinitas aspiraciones y la 
finitud y limitación de las posibilidades, que culmina en la vanidad de 
todos sus esfuerzos. En El hombre rebelde , Camus describió
 los diversos aspectos de la revolución metafísica entendida como el 
movimiento por el cual un hombre se rebela contra la propia condición y 
contra toda la creación. El hombre en rebelión es el símbolo de un nuevo
 individualismo por el cual "...nosotros estamos ante la historia y 
la historia tiene que contar con este nosotros estamos, que, a su vez, 
debe mantenerse en la historia..." El "nosotros estamos" significa la defensa de la común dignidad humana que "...no puedo dejar envilecer en mí mismo ni en los demás..." Pero esta defensa no necesita, sino que rechaza, cualquier forma de absolutismo. 
El
 uniforme existencialista propio de algunas vanguardias juveniles 
-"traspaso de los medios académicos a los 'medios bohemios'", en 
palabras de José Ferrater Mora- ha constituido en la posguerra, a pesar 
de sus formas superficiales y grotescas, otro anillo de conjunción que 
ha servido, sobre todo, como protesta contra los valores tradicionales 
de la sociedad.
En
 el terreno propiamente filosófico, los antecedentes históricos más 
cercanos del existencialismo hay que buscarlos en la fenomenología de 
Husserl y en la filosofía de Kierkegaard. De la filosofía de 
Kierkegaard, el existencialismo recoge las categorías de "existencia", 
"subjetividad" e "individuo". De la fenomenología de Husserl, toma la 
"ontología apofántica", esto es, la concepción de un ser (mundo) que se 
revela, más o menos, al hombre según estructuras que constituyen los 
modos de ser del hombre mismo. Otra fuente indudable del existencialismo
 viene dada por la filosofía de la vida en su actualismo, en su análisis
 del tiempo, en su crítica del racionalismo y de las ciencias de la 
naturaleza. Bergson, Nietzsche y Dilthey representan otras tantas 
influencias decisivas para los existencialistas.
Soren Kierkegaard
 no es un pensador existencialista en sentido estricto, sino un mero 
precursor del existencialismo. El intelectual danés fundó el 
existencialismo en cuanto aportó el trasfondo, la atmósfera y las ideas 
de las cuales se nutrieron posteriormente sus sucesores del siglo XX. 
Pero Kierkegaard no puede ser aún considerado un filósofo 
existencialista, porque no es un filósofo. La obra de Kierkegaard es a 
la vez literaria, teológica, moral, religiosa y mística, pero no 
filosófica. Toda obra filosófica requiere del uso coherente y 
sistemático de un método de pensamiento y en Kierkegaard no se encuentra
 rastro alguno de este método filosófico. 
Pero la filosofía 
existencialista propiamente dicha aparecerá cuando los filósofos, 
impregnados de la temática existencial hasta aquí expuesta, encuentren 
un método filosófico que les sirva de guía fehaciente para sus análisis.
 Para ello hubo que esperar hasta la primera década del siglo XX, cuando
 el filósofo alemán Edmund Husserl
 creó la fenomenología, que influye en todos los existencialistas bajo 
la forma de dos conceptos-guía: el carácter intencional de la conciencia
 y el carácter apofántico de la razón. Propiamente hablando, sólo el 
primer concepto-guía, el carácter intencional de la conciencia, se puede
 asumir como vehículo fundamental entre existencialismo y fenomenología,
 ya que el carácter apofántico de la razón, segundo de estos conceptos, 
por el que la razón es la revelación del ser, llevó Heidegger a un 
desarrollo radicalmente distinto del resto de los existencialistas. 
Husserl no era existencialista, sino que se desenvolvía dentro de la 
órbita del esencialismo. Pero profesó un método de investigación, el 
método fenomenológico, que por sus propias características se acoplaba 
bastante bien a los objetivos de la temática existencialista. El método 
fenomenológico rehusaba encerrarse en presupuestos abstractos, y 
encaminaba su esfuerzo filosófico a describir exactamente los fenómenos 
tal como aparecen a la conciencia. Este método permitió dar una forma 
rigurosamente filosófica a las intuiciones de Kierkegaard y, con él, los
 filósofos existencialistas ofrecieron análisis fenomenológicos de 
considerable valor e interés. Utilizaron el método para captar la 
experiencia inmediata que se despliega en una descripción analítica, 
aplicándolo a la descripción de las experiencias religiosas, estéticas y
 axiológicas. 
A pesar del método común, el existencialismo no 
constituye un movimiento filosófico uniforme, dada la pluralidad de 
experiencias vitales que ha de describir y analizar. Los filósofos de la
 existencia difieren tanto entre sí que hay que hacer un verdadero 
esfuerzo para encontrar pautas comunes a todos ellos. Además, Heidegger,
 Marcel y Jaspers se opusieron a que se los etiquetara con el nombre de 
existencialistas. En este sentido está justificado el hecho de que 
ciertos autores consideren que el existencialismo es simplemente el 
nombre de una tendencia, más que de un conjunto determinado de 
doctrinas. Es cierto que entre los filósofos existencialistas se da un 
cierto aire de familia, una base común, que les da cierta unidad, pero 
esta unidad dista mucho de ser uniforme. Intentar, por tanto, recoger la
 pluralidad de enfoques ontológicos que presentan el conjunto de los 
filósofos llamados existencialistas parece una empresa ardua y 
problemática. Las variadas definiciones de esta tendencia dadas por los 
estudiosos del movimiento existencialista reflejan esta dificultad para 
describir tal diversidad de orientaciones. Para Troisfontaines: "...El
 existencialismo es un retorno apasionado del individuo sobre su 
libertad para sorprender en el despliegue de sus marchas y contramarchas
 el sentido de su ser..." Para Green: "...El existencialismo es 
un esfuerzo para comprender la naturaleza humana en términos humanos, 
sin recurrir a lo sobrehumano o a lo que puede llamarse lo 
infrahumano..." Según Foulquie: "...El existencialismo se 
caracteriza, ante todo, por su tendencia a insistir en la existencia. El
 existencialista se desinteresa por las esencias, los posibles y las 
nociones abstractas: está en las antípodas del espíritu matemático; su 
interés se orienta hacia lo que existe o, sobre todo, hacia la 
existencia de lo que existe..." Para Jolivet: "...El 
existencialismo es el conjunto de doctrinas según las cuales la 
filosofía tiene por objeto el análisis y la descripción de la existencia
 concreta, considerada como el acto de una libertad que se constituye al
 afirmarse y no tiene otro origen o fundamento que esta afirmación de sí
 misma..." Según Prini: "...Más que una revuelta de la vida 
contra la razón, será necesario decir entonces que el existencialismo, 
en general, ha sido la exigencia de un concepto de la razón que 
verdaderamente trascienda y, por ende, comprenda a la vida, de cualquier
 modo que se resuelva luego esta exigencia en los procedimientos más o 
menos válidos o en las aporías de una u otra particular doctrina 
existencial..." Para E. L. Allen: "...El existencialismo es un 
ensayo de filosofar desde el punto de vista del actor en vez de hacerlo,
 como ha sido habitual, desde el punto de vista del espectador..." Según Fernando Molina: "...el existencialismo es un ensayo de dar cuenta de la individualidad..."
No
 obstante esta pluralidad definitoria, y a pesar de la diversidad de 
perspectivas, se puede intentar dar cuatro notas comunes que aclaren el 
significado histórico, filosófico y cultural de este movimiento: el 
problema metódico radical, el punto de partida fundamental, la 
afirmación principal y la conclusión moral decisiva.
El problema 
metódico fundamental, siguiendo a F. Copleston, es la pretensión de 
filosofar desde el punto de vista del actor y no desde el punto de vista
 del espectador, como había ocurrido hasta ese momento en la historia de
 la filosofía. Ello significa, en primer lugar, que el problema 
considerado por el filósofo se presenta ante él como un problema que 
emerge de su existencia personal en cuanto ser humano individual que 
libremente moldea su destino, pero que busca esclarecimiento con el fin 
de moldearlo. En segundo lugar, significa que ese problema concierne 
vitalmente al filósofo por ser éste un ser humano y no simplemente como 
resultado de circunstancias accidentales. En tercer lugar, el intento de
 filosofar desde el punto de vista del actor exige que el filósofo no 
intente resolver el problema olvidándose de sí mismo y de su personal 
compromiso, adoptando el punto de vista de lo absoluto, según el cual 
los seres humanos individuales carecen de toda importancia. Ello 
significa que el existencialismo intenta llevar al hombre entero, al 
individuo concreto en el contexto total de su vida diaria y en toda su 
problematicidad, a la filosofía, incluidas esas furias excluidas 
por los filósofos racionalistas, como la muerte, la angustia, la 
soledad, la culpa, el temor, el temblor, la desesperación... Por ello, 
uno de los temas fundamentales del existencialismo es la relación 
hombre-mundo. Aunque no es valorada del mismo modo por todos los 
autores, sí están todos de acuerdo en que el hombre no pude entenderse 
independientemente de sus relaciones con el mundo, como si fuera un alma
 pura, conciencia pura o espíritu puro. El existencialismo insiste en 
estudiar al hombre en todo aquello que le une al mundo: necesidades, 
estados de ánimo, esfuerzos y proyectos constantes, tal como aparecen en
 la vida cotidiana. Pero de todos estos aspectos, los existencialistas 
destacan aquellos rasgos del mundo que condicionan radicalmente al 
hombre, como la trascendencia, las situaciones y el influjo determinante
 que el mundo ejerce sobre realizaciones y proyectos. El mundo no es 
concebido solamente como un mundo de cosas de las que el hombre se sirve
 con la ayuda de su técnica y de su trabajo para satisfacer sus 
necesidades, sino, sobre todo, como un mundo de hombres, al que estos 
están vinculados por su yo personal .
En segundo lugar, todas las filosofías existencialistas arrancan, según I. M. Bochenski, de una llamada vivencia existencial, que es difícil de concretar y muestra un cariz distinto en cada uno de los filósofos. Así, por ejemplo, en Jaspers es un percatarse íntimo de la fragilidad del ser; en Heidegger,
 un experimentar auténtico de nuestra marcha anticipada hacia la muerte;
 en Sartre, la repugnancia o náusea ante lo absurdo de la vida. Estas 
vivencias hacen rezumar siempre a la filosofía de la existencia un 
fuerte sabor a experiencia personal y, por tanto, subjetiva. De ahí que 
el existencialismo conceda prioridad a la vida sobre la razón. Mientras 
que la filosofía idealista occidental, desde Descartes hasta Hegel, 
había exagerado sin límite el poder de la razón, culminando con el 
panlogismo hegeliano de considerar todo lo real como racional y todo lo 
racional como real, el existencialismo considerará que las cosas no 
deben ser explicadas racionalmente, sino que deben ser vividas, o mejor,
 vivenciadas. Mi vida, mi existencia particular, no tiene por qué
 subordinarse a los dictados de la razón. Hay vivencias existenciales 
que no pueden ser comprendidas por un saber ni pueden ser reducidas a un
 conocimiento objetivo. Es necesario encontrar mi verdad singular, fruto
 de mis vivencias existenciales, no la verdad objetiva de las 
definiciones esenciales de la razón filosófica. Ésta, mediante la 
utilización de los conceptos abstractos, presenta a la inteligencia un 
objeto universal, el cual se realiza en una multitud indefinida de 
sujetos, y deja escapar la existencia y la individualidad. El existente,
 por tanto, que escapa por naturaleza al pensamiento abstracto, a las 
definiciones esenciales de la razón, es, impensable, irrazonable, 
ilógico o misterioso. No puede ser captado por la razón, sino por una 
experiencia personal concreta o por alguna intuición singular del sujeto
 protagonista de su propio proyecto existencial. El sujeto está más allá
 de la razón conceptual. Es irracional o transrracional. Es 
incognoscible, no puede ser conocido, sino existiendo en su misteriosa 
incognoscibilidad. 
Por ello, el existencialismo iniciará un 
proceso de subjetivización del pensamiento. Con frecuencia la filosofía 
de los existencialistas se fundirá con su biografía y su pensamiento, se
 impregnará con el calor de sus emociones del momento. La actitud 
distante que los filósofos del pasado acostumbraban a adoptar ante su 
filosofía, con la finalidad intelectual de darle objetividad y 
universalidad, se esfuma ante la pretensión de los existencialistas de 
pensar a partir de la propia existencia vivida.
De ahí también que
 todos los existencialistas rechacen la misma distinción entre sujeto y 
objeto, y desvaloricen así el conocimiento intelectual dentro del campo 
de la filosofía. Según todos ellos, no es una inteligencia la que logra 
el conocimiento verdadero, ya que es menester vivir la realidad. Esta 
vivencia se logra, por ejemplo en Heidegger, mediante la angustia. Por 
ésta, el hombre se percata de su finitud y de la fragilidad de su 
posición en el mundo en que ha sido arrojado y proyectado hacia la 
muerte.
La tercera nota característica del existencialismo, como 
ha destacado R. Jolivet, es la prioridad de la existencia sobre la 
esencia. La metafísica clásica había establecido la distinción entre la 
esencia y la existencia. La esencia no expresa todo lo que es un ser; 
únicamente hace referencia a lo que dicho ser tiene en común con los 
demás seres de la misma especie. Aristóteles, por ejemplo, definía al 
hombre como animal racional; ésta sería la esencia del hombre, es decir,
 aquello que los hombres tienen en común, prescindiendo de los rasgos 
singulares de cada hombre en particular. La esencia, por otra parte, no 
implica ni supone la existencia del ser definido, mientras que a partir 
de Platón toda la filosofía occidental habría sido una filosofía 
fundamentalmente esencialista, por haber concedido más importancia a la 
esencia que a la existencia. El existencialismo, por el contrario, 
afirmaría la prioridad de la existencia en relación con la esencia: las 
cosas, los objetos, es indudable que tienen esencia, y podemos 
preguntarnos, por ejemplo, qué es la mesa o el lápiz; pero acerca del 
hombre no puede preguntarse lo que es, sino sólo ¿quién es? En el 
hombre, según los existencialistas, prima la existencia sobre la 
esencia, ya que el hombre no tiene esencia prefijada, sino que 
libremente se la construye mediante las elecciones que va realizando a 
lo largo de las vicisitudes de su existencia en el mundo.
Mientras
 que la filosofía esencialista occidental, utilizando la razón 
abstracta, definía mediante las esencias y se quedaba así con lo común y
 universal prescindiendo de lo singular y particular, el 
existencialismo, con su reacción subjetivista, se interesó por recuperar
 aquello que de propio, o singular, tiene cada persona. Es decir, 
aquello que por definición escapa siempre al esencialismo: captar lo más
 singular, lo más subjetivo del sujeto, que es lo más valioso de él. 
Mientras que para el esencialismo lo que define al hombre es lo común, 
la esencia, para el existencialismo lo que lo define, por el contrario, 
es lo singular, lo que lo diferencia radicalmente de todos los demás 
hombres que han existido, que existen o que existirán. Es decir, aquello
 que es irreductible a la esencia: mi existencia. Frente a la tendencia a
 universalizar al hombre mediante la razón, propia de la filosofía 
esencialista que recorre el pensamiento occidental desde Platón hasta 
Hegel, el existencialismo tratará de singularizarlo mediante la 
existencia.
Para el existencialismo, por tanto, es desde el 
fenómeno fundamental de la existencia desde donde se establece y funda 
el valor de toda realidad. Pero considerando que la estructura 
originaria de la existencia no es el pensamiento, sino la libertad 
absoluta, que en su ejercicio, decisión y elección no está sometida o 
ligada a nada que la determine o guíe, el hombre no es más que lo que 
llega a ser, hechura e invención de su absoluta libertad. De ahí también
 que la existencia sea concebida como actualidad absoluta; no es nunca, 
sino que se crea a sí misma en libertad, deviene, es un proyecto. Por 
ello, los existencialistas afirman con frecuencia que la existencia 
coincide con la temporalidad.
Este actualismo existencialista se 
diferencia del propio de las filosofías de la vida en que los 
existencialistas consideran al hombre como mera subjetividad, y no como 
manifestación de ninguna corriente vital cósmica (como ocurre, por 
ejemplo, en Bergson), y en que la subjetividad existencialista se 
entiende en sentido creador: el hombre se crea libremente a sí mismo, es
 su libertad.
En cuarto lugar, N. Abbagnano opina que la filosofía
 existencialista se caracteriza por la importancia decisiva que da al 
concepto de posibilidad, concepto al que los existencialistas no dan ni 
el significado de estar libre de contradicción, como era entendido en la
 lógica tradicional, ni el de la potencialidad destinada a la acción, 
como lo entendía la metafísica tradicional. Los existencialistas se 
refieren a una posibilidad empírica, objetiva o real, de la que el 
hombre dispone en todos sus modos de comportarse frente al mundo, es 
decir, frente a las situaciones en las que se ve colocado. Ser posible 
significa que se espera lo que es posible, o también que uno mismo lo 
proyecta. Las posibilidades humanas tienen, por tanto, un carácter 
anticipador, orientado hacia un futuro de esperanzas y proyectos, aunque
 su realización nunca sea segura. Al proyecto de la existencia humana le
 ocurre lo mismo que al de un arquitecto. Lo mismo que un arquitecto, el
 hombre construye un edificio de acuerdo con las posibilidades que ya le
 vienen dadas (suelo, volumen, material de construcción, capacidad 
técnica de los trabajadores) y en función de los fines para los que 
servirá el edificio; igualmente, el hombre y las comunidades humanas 
proyectan su existencia de acuerdo con las posibilidades de que 
disponen, y también en función de las posibilidades que pretenden 
disponer en el futuro.
Las principales diferencias entre los 
distintos existencialismos pueden derivar precisamente del modo de 
entender el concepto de posibilidad. Desde este punto de vista 
interpretativo del concepto de posibilidad se han distinguido tres 
tendencias fundamentales: la tendencia negativa, la teológica y la 
positiva. La tendencia negativa insiste en el aspecto negativo y 
anulador de las posibilidades existenciales, y estaría representada por 
las filosofías de Heidegger y de Sartre. Otros existencialistas, 
tendencia teológica, interpretan las posibilidades existenciales en un 
sentido optimista, en cuanto que son potencialidades que están 
destinadas a realizarse, por lo que están libres de todo elemento 
negativo o inquietante. Esta reinterpretación de las posibilidades como 
potencialidades se produce al relacionar las posibilidades mismas con 
una realidad absoluta que garantice su realización infalible, definida 
bien como Ser (L. Lavelle), bien como valor (R. Le Senne), bien como 
Dios (G. Marcel).
 La tendencia positiva, así llamada porque no cae ni en el pesimismo de 
la primera tendencia ni en el optimismo teológico de la segunda, 
considera que han de aceptarse las posibilidades existenciales y en 
cuanto tales conservarse sin transformarlas en imposibilidades o en 
potencialidades. Para estos existencialistas (N. Abbagnano, M. Merleau-Ponty
 y J. P. Sartre) el horizonte que está abierto a una posibilidad no es 
ni una realización infalible ni un fracaso inevitable, sino un intento 
directo de concretar los límites y las condiciones de esa posibilidad, 
es decir, su grado de seguridad relativa o parcial. 
Finalmente, el
 existencialismo podría caracterizarse a partir de las consecuencias que
 su núcleo de pensamiento común plasmó en el ámbito de la moral 
occidental. A pesar de que los diferentes existencialismos no 
configuraron una doctrina de los principios del obrar moral, sí 
acentuaron la dependencia de las exigencias incondicionadas con respecto
 a la existencia histórica concreta del agente, dando lugar a lo que se 
llegó a llamar la moral de situación. Las posiciones éticas del 
existencialismo reflejan la tesis de que los postulados éticos no bastan
 para resolver las cuestiones existenciales, sino que la significación 
de estos postulados depende de las condiciones concretas de la 
existencia (O. Höffe).
Los fundamentos de esta moral de situación 
habían sido ya expuestos por S. Kierkegaard. Para el pensador danés, lo 
que fundamentaba la obligación moral y la realización del deber-poder
 portador de las exigencias de la vida cristiana no son las 
determinaciones morales abstractas de una razón universal, sino la 
elección de sí mismo como realización de la libertad subjetiva. Las 
exigencias morales están aquí en una relación de tensión entre la 
incondicionalidad moral y la necesidad histórico temporal. Para K. 
Jaspers, en la situación histórica de su existencia, el hombre no puede 
alcanzar una certeza absoluta del deber, sino sólo una certeza relativa 
experimentada en el esclarecimiento de la "fe filosófica". En sus 
situaciones límite: muerte, sufrimiento, culpabilidad, está condenado al
 fracaso y se ve remitido a sí mismo. No existe expresamente una 
exigencia incondicional explícita, pero debe ser presupuesta y puede ser
 experimentada en el amor. El esclarecimiento de la existencia tiene una
 función de apelación: sitúa al individuo ante la tarea moral de asumir 
en libertad la responsabilidad de su existencia. J. P. Sartre, al negar 
todos los valores y todo sentido incondicional de la existencia, niega 
todo ser que vincule moralmente al hombre. El hombre no se experimenta 
inscrito en un mundo significativo, sino que se crea a sí mismo en un 
mundo absurdo. Está condenado a la temporalidad, y está así limitado por
 sus posibilidades históricas irrepetibles. La historicidad del ser 
humano indica que su obrar y el sentido de su vida no están determinados
 por normas morales absolutas, sino por la absoluta finitud del "ser 
ahí". La felicidad o fracaso de la vida están expuestos con ello al 
"destino del ser". El "ser ahí" se convierte en riesgo, pues más allá de
 sus condicionantes ónticos no puede conseguirse seguridad ni en el 
pensamiento ni en el obrar.
Para el existencialismo cristiano de 
G. Marcel, el ser humano está expuesto a lo incondicionado y al 
misterio. De ello saca éste la fuerza de una "esperanza contra toda 
esperanza". El hombre se traiciona cuando se cierra al misterio, y 
encuentra en cambio su verdadera posibilidad en la fidelidad a sí mismo y
 en la responsabilidad personal.
Con
 frecuencia se ha dado al concepto existencialismo una extensión 
demasiado amplia que ha dado lugar a grandes malentendidos. Se ha 
llegado a calificar de existencialistas no sólo a tendencias filosóficas
 contemporáneas, sino a muchas de las tendencias filosóficas del mundo 
antiguo grecorromano y de la Edad Media. Así, por ejemplo, el filósofo 
personalista francés Enmanuel Mounier, en su libro Introducción a los existencialismos, dio una definición a todas luces exagerada al considerar el existencialismo como una "...reacción de la filosofía del hombre contra los excesos de la filosofía de las ideas y la filosofía de las cosas..."
 Atendiendo a esta amplia definición, Mounier afirmó que el 
existencialismo puede compararse a un árbol alimentado desde sus raíces 
por Sócrates, los estoicos, San Agustín y San Bernardo. Estas filosofías
 producen posteriormente filosofías como las de Pascal, Maine de Biran y
 Kierkegaard. Desde este tronco, emergería una fructífera copa de 
filósofos existencialistas, dispersos en múltiples ramificaciones, como 
Bergson, Blondel, Scheler, Heidegger, Nietzsche, Sartre, Marcel, 
Jaspers... Esta clasificación es, por supuesto, excesiva, y fuente de 
confusión. Todos estos filósofos que llevan a cabo un análisis no 
sistemático, con ausencia de método, de la existencia, podrían ser 
denominados, en todo caso, filósofos de la existencia, pero no 
existencialistas. El nombre "existencialismo" debe reservarse para 
aquellos filósofos que llevan a cabo un análisis sistemático de la 
existencia mediante el uso del método fenomenológico. En este sentido, 
el existencialismo es un fenómeno privativo del siglo XX, con excepción 
hecha de Kierkegaard, un solitario del siglo XIX, cuya temática 
antihegeliana será el núcleo potencial que inspirará el nacimiento del 
existencialismo.
Los filósofos existencialistas más importantes 
son Martín Heidegger, Karl Jaspers, Gabriel Marcel y Jean Paul Sartre, 
aunque algunos de ellos rehúyen la etiqueta de existencialistas; y 
efectivamente, en muchos aspectos, sus reflexiones escapan al modelo 
existencialista. Acostumbra a hablarse también de dos tendencias 
principales en el existencialismo contemporáneo: el existencialismo ateo
 y el existencialismo teísta. Los principales representantes del 
existencialismo ateo serían Martín Heidegger en Alemania y Jean Paul 
Sartre en Francia, y del existencialismo teísta, Gabriel Marcel y Karl 
Jaspers, en Francia y Alemania, respectivamente.
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