miércoles, 11 de noviembre de 2015

CONCILIO DE CONSTANZA...EL FIN DEL CISMA DE OCCIDENTE


Octavo concilio ecuménico (universal), celebrado por la Iglesia de Occidente. La asamblea tuvo lugar entre el día 1 de noviembre del año 1414 y el 22 de abril del año 1418, en la ciudad de Constanza, a instancias del emperador alemán Segismundo. La asistencia al concilio fue en un principio escasa, pero las delegaciones fueron llegando en días sucesivos: el emperador y su séquito, la delegación danesa y polaca, el arzobispo de Maguncia, y así sucesivamente las demás delegaciones, menos numerosas. Finalmente, se estimó el número de participantes en unos 16.000, contando los prelados y el séquito de las numerosas delegaciones, todos ellos reunidos en una ciudad de 10.000 almas. Los motivos de la convocatoria del concilio fueron múltiples y variados, destacando entre ellos: la intención de poner fin a la escisión dentro de la iglesia por la elección de tres papas; la condena de la herejía que había surgido en Bohemia de la mano de Juan Hus; y, por último; ratificar la doctrina conciliar por la que el concilio se situaba por encima de la autoridad papal, y no al revés, como hasta el presente había venido sucediendo. El concilio se articuló en torno a 45 sesiones.
La división de la Iglesia comenzó el año 1378, a raíz de la elección del sucesor de Gregorio XI, papa que el año anterior acabó con el período avignonense al regresar a Roma. El Colegio Cardenalicio, de mayoría francesa, eligió al arzobispo de Bari, el italiano Bartolomé Prignano, entronizado con el nombre de Urbano VI. En un primer momento, la elección pontificia fue aceptada por todos, pero no tardaron en surgir nuevas tensiones. El pueblo de Roma quería un papa italiano para frenar cualquier intento papal de regresar a Avignón, pero los poderosos cardenales franceses no acataron la decisión. Éstos últimos declararon nula la elección por supuesta coacción contra sus personas, abandonando Roma. En septiembre de ese mismo año, los cardenales franceses se reunieron en la villa de Fondi, y eligieron a un nuevo papa en la persona del cardenal Roberto de Ginebra, quien tomó el nombre de Clemente VII, fijando su residencia en la antigua ciudad papal de Avignón. Los dos papas elegidos no tardaron mucho en excomulgarse mutuamente, con lo que se inauguró oficialmente un nuevo Cisma en la Iglesia occidental, que duró 40 años.


Con el Cisma instalado, la Cristiandad se escindió en dos obediencias muy definidas, en las que se agruparon las naciones que reconocían al papa de Roma o al de Avignón. La razón de que el Cisma se prolongase tanto hay que buscarla en las propias circunstancias que rodearon su nacimiento. Ciertamente, no era la primera vez que se daba una situación análoga en el seno de la Iglesia Latina, existiendo bastantes precedentes. La diferencia estribó en que las otras veces la Iglesia de occidente nunca tuvo dudas serias acerca de quién detentaba la verdad, o en su caso la legitimidad. Esta vez, en cambio, la situación era distinta, pues la legitimidad, tan difíciles de comprobar, de uno u otro papa dependía de la validez o invalidez que se diera a la discutida elección de Urbano VI, ya que éste no era cardenal. Tampoco faltaron motivos de corte terreno o políticos a la hora de apoyar a uno u otro candidato, como por ejemplo el rey francés, deseoso de restaurar el Papado avignonés, y que contribuyó sobremanera a fomentar y consolidar el Cisma. Pero la realidad era que la Cristiandad se encontró con un gran dilema frente a la realidad de las dos sedes pontificias, cada una de las cuales reivindicaba su legitimidad: uno desde Roma, la Ciudad Eterna, y el segundo desde Avignón, esa otra ciudad que, desde hacia setenta años las gentes se habían acostumbrado a considerar como residencia pontificia. Estas razones ayudan a comprender que, a parte de las motivaciones materiales de muchos príncipes, muchos espíritus profundamente religiosos se decantaran por un papa u otro. Santos tan importantes como Santa Catalina de Siena, o San Vicente Ferrer militaron en obediencias opuestas. Este simple hecho da una visión clara de hasta qué punto el Cisma sembró la confusión en las conciencias de los fieles.
En la conciencia de todos estaba presente el anhelo de acabar con el Cisma y congregar a la Iglesia bajo el mando de un solo pastor. Pero, tanto Roma como Avignón, siguieron manteniendo las mismas posturas intransigentes. Hubo intentos infructuosos para poner término a tan ignominioso Cisma, pero las dos partes se mostraron irreductibles, acusando al contrario de ser ellos los promotores de la división, y pese a sus constantes declaraciones en pro de la unidad. Con el problema enquistado, a medida que pasaron los años se abrió camino la idea de un concilio como única solución al problema. Dos teólogos que enseñaban en la Universidad de parís, Enrique de Langenstein y Conrado de Geluhausen, fueron los difusores de tal solución. En vista de que ambos papas se negaban a abdicar, el concilio se veía como necesario para dirimir como árbitro entre los dos. La propia Universidad de París redactó, en el año 1393, un memorial donde se adoptaba la solución conciliar, con poder de arbitraje y capacidad de decisión competente sobre los cardenales y los dos papas. Tuvieron que pasar dos decenios para que se adoptase finalmente la propuesta.



En el año 1408, Gregorio XII era el nuevo papa en roma y Benedicto XIII (el aragonés Pedro de Luna) en Avignón. Sólo cuando fracasaron las innumerables negociaciones entre ambos pontífices para llegar a un compromiso y se produjo la renuncia de Francia a su papa avignonés, trece cardenales del Colegio Cardenalicio se desentendieron de la obediencia a los dos papas y convocaron un concilio general en la ciudad de Pisa, previsto para el 25 de marzo del año 1409, y cuyo objetivo era el de acabar con tan denigrante espectáculo. La asamblea tuvo el éxito esperado, pese a los esfuerzos del entonces emperador alemán, Ruperto del Palatinado, para detenerlo. Los dos papas disputantes fueron llamados a comparecer, acusados de cismáticos pertinaces. En vista de la incomparecencia de éstos, el concilio los declaró depuestos. Los cardenales asistentes eligieron papa al arzobispo de Milán, Pedro Filarghi, quien se hizo llamar Alejandro V. En la práctica nada se consiguió, pues ni uno ni otro de los depuestos pontífices aceptó la solución, agravando más la situación. Ahora la Iglesia no tenía dos papas, sino tres, lo que equivalía a tres obediencias. La Iglesia era ahora tricéfala. Como muy bien reflejó un tratado de la época, ”del perverso dualismo se había pasado a una malhada tríada”.
Por fin, la idea de un concilio auténticamente ecuménico contó con un gran defensor en la figura del nuevo emperador alemán. Segismundo. Gracias a este monarca, la Iglesia Latina pudo salir del callejón sin salida en el que se había metido. El nuevo “papa de Pisa”, Juan XXIII, sucesor de Alejandro V, no tuvo más remedio que confiarse a Segismundo para conseguir la celebración del concilio. Él solo no podía congregar a la Cristiandad. El emperador anunció su celebración, con cartas para toda la Cristiandad, el 30 de octubre del año 1413. Más tarde, el 9 de diciembre del mismo año, lo convocó el papa Juan XXIII. Mediante negociaciones con los otros papas y con casi todos los estados europeos, Segismundo consiguió el placet para la reunión ecuménica. Incluso se invitó al emperador bizantino Manuel II Paleólogo.
El Concilio de Constanza fue inaugurado oficialmente el día 1 de noviembre del año 1414 por el “papa de Pisa”, Juan XXIII. A medida que iban llegando las delegaciones de los diversos reinos, la actividad conciliar fue cobrando un ritmo más vivo. Juan XXIII, que había convocado el concilio, esperaba que en Constanza se confirmaría su legitimidad, reconociéndole toda la Cristiandad su calidad de único pontífice. Juan XXIII, como italiano que era, tenía la esperanza de que los prelados asistentes, en su mayoría italianos, le apoyarían en su objetivo de reafirmarse. Esta última circunstancia se quebró por la presión de las delegaciones alemana, francesa e inglesa, las cuales pidieron que el voto se realizase por el sistema de naciones en vez de por el sistema de voto individual, como había sido habitual hasta entonces. Cada “nación” habría de deliberar por separado y acordar así el sentido del voto único que correspondía dar a la nación. Cada nación disponía de un voto, al que se sumaba el de cada cardenal del Colegio Cardenalicio. La votación por nacionalidades fue característica del Concilio de Constanza, No se trataba, como a primera vista podría creerse, de la aparición del principio de las nacionalidades. Las naciones eran concebidas dentro del concilio como las naciones de las universidades medievales, es decir, conjuntos condicionados por la política, agrupaciones de tipo consultivo y de voto, que podían reunir a varias nacionalidades. En el concilio, la “nación” alemana, por ejemplo, reunía, además de a los propios alemanes, a los escandinavos, polacos, checos, húngaros, croatas y dálmatas; la inglesa, a los escoceses e irlandeses; y así las restantes. En un principio las naciones eran cuatro: la francesa, la inglesa, la alemana y la italiana. Más tarde se agregó al concilio una quinta nación, la española, cuando llegaron a la asamblea los representantes de los reinos hispánicos, que hasta entonces habían permanecido bajo la obediencia de Benedicto XIII.
El emperador Segismundo, asumiendo el papel principal desde un principio, expresó la idea de que la abdicación de los tres papas existentes era la única condición indispensable para la efectiva solución del Cisma que dividía a la Cristiandad. Las naciones no italianas acogieron la idea del emperador de buen grado, lo que vino a deshacer las esperanzas de Juan XXIII. Viendo el clima adverso contra su persona, éste concibió un proyecto arriesgado: en vez de abdicar huyó de Constanza, en marzo del año 1415, refugiándose en la localidad de Schaffhausen, en los dominios de su protector, el duque Federico de Austria. Juan XXIII justificó su conducta alegando que en Constanza carecía de la seguridad mínima. Invitando a sus partidarios a abandonar el concilio y reunirse con él.
La huida de Juan XXIII produjo un enorme desconcierto, puesto que fue él quien había convocado el concilio. Ante tal circunstancia se dudó en seguir o disolver la asamblea. Un buen número de cardenales y prelados abandonaron Constanza y marcharon a reunirse con el pontífice prófugo. Estaba en el aire la propia supervivencia del concilio. En aquella hora crítica, la prosecución del concilio prosiguió gracias a dos circunstancias principales: por la resuelta decisión del emperador Segismundo, que desplegó una incansable actividad para superar la crisis; y por la postura de un grupo de cardenales y teólogos que acometieron el paso trascendental de apoyar las teorías conciliaristas.



El 23 de marzo de 1415, el canciller de la Universidad de París, Gerson, pronunció un gran discurso en el que sacó a relucir la teoría conciliarista, resumiéndose en los siguientes términos: Todos los miembros de la iglesia, incluso el papa, debían obediencia al concilio general; el concilio no podía suprimir la plena potestad del papa, pero sí restringirla, si así lo exigía el bien común de la propia Iglesia. De resultas de esta idea, el 6 de abril, el concilio aprobó el famoso decreto Sacrosancta, en el que se declaraba que el concilio general reunido en Constanza representaba a la Iglesia católica, y que había recibido su autoridad directamente de Cristo, y por tanto a su autoridad estaban todos los poderes sometidos, incluyendo al propio Papado, en lo referente a la fe, a la abolición del Cisma y a la reforma de la Iglesia. De esto modo, el Concilio de Constanza hacía suya la doctrina de la superioridad del concilio universal sobre el papa. No hay que olvidar que este decreto nació a raíz de la fuga del papa y que fue dictado como consecuencia de la necesidad del momento. El decreto Sacrosancta encontró, como era lógico de suponer, cierta oposición entre un nutrido grupo de cardenales, pero finalmente fue aprobado por el concilio. Con esta medida, se logró superar la crisis más grave. El 17 de mayo, Juan XXIII fue llevado prisionero a la ciudad de Randolfzell, donde fue depuesto de su cargo, el 29 de mayo.
Todavía seguían en funciones los otros dos papas. Gregorio XII, deseoso de contribuir a la solución del Cisma, llevó a cabo dos actos trascendentales para el inicio de la solución del problema: promulgó una bula de convocación del Concilio de Constanza, con lo que éste quedaba legalmente constituido; y la más importante, abdicó por propia voluntad, reingresando en el Colegio Cardenalicio con su antiguo cargo de cardenal de Porto, Ángel Correr. Desaparecidos de la escena dos de los tres pontífices rivales, tan sólo quedaba la renuncia del tercero en discordia, el aragonés Benedicto XIII. El propio emperador Segismundo llevó las negociaciones con el papa aragonés, recluido en la ciudad de Perpignan. Pero éste, hombre de indomable carácter y profundamente persuadido de su legitimidad, no se dejó persuadir. Poco a poco, fue abandonado por todas las naciones que le habían apoyado, refugiándose finalmente en la fortaleza de Peñíscola, a orillas del Mediterráneo. En vista del fracaso del emperador en las negociaciones, el concilio resolvió condenarle y deponerle, en julio del año 1417. Benedicto XIII resistió obstinadamente, sólo y abandonado por todos, hasta su muerte, acaecida el año 1423.
Con la deposición del último protagonista del Cisma, quedaba la vía libre para la elección del nuevo pontífice. Se votó por el sistema establecido de naciones. Pero el concilio volvió a encontrarse dividido por la cuestión de decidir cómo se debía proceder en adelante. Todos estaban de acuerdo en que las dos grandes cuestiones que todavía estaban pendientes eran la elección papal y la reforma de la Iglesia. El emperador Segismundo, apoyado por los alemanes e ingleses abogaban por acometer primero la reforma eclesiástica para que fuera el concilio quien, en su calidad de suprema autoridad eclesiástica, la llevase a término y obligase al futuro papa a plegarse ante una Iglesia renovada. El resto propuso poner rápido término a la orfandad de la Iglesia, con la elección de un nuevo papa y confiar en éste, en unión con el concilio, la misión de dirigir la reforma eclesiástica.



Finalmente se llegó a un compromiso plasmado en el decreto Frequens, del 9 de octubre del año 1417, por el que se dispuso una reunión periódica del concilio ecuménico. Este decreto instauró la obligación de celebrar un nuevo concilio a los cinco años, el siguiente a los siete y los sucesivos, de diez en diez años. En caso de que surgiera un nuevo cisma, el concilio ecuménico se reuniría sin necesidad de convocatoria. La transformación del concilio ecuménico en asamblea periódica constituyó toda una novedad sin precedentes en la tradición eclesiástica de la Iglesia de Occidente.
También fue novedosa la composición del provisional Colegio electoral. Éste fue formado por los 23 cardenales asistentes en Constanza, a los que se sumaron treinta electores, seis por cada nación, reunido en cónclave, el 8 de noviembre del año 1417. Tres días más tarde fue elegido papa el cardenal Otón Colonna, que tomó el nombre de Martín V. La alegría fue general y no era para menos: la Iglesia volvía a tener un papa legítimo, una cabeza rectora visible. En los siguientes meses el concilio aprobó varias medidas parciales de reforma de la Iglesia, y se concluyeron los llamados Concordatos de Constanza; acuerdos sobre cuestiones eclesiásticas entre el papa y las diversas naciones conciliares. En abril del año 1418, el concilio fue clausurado por Martín V, prometiendo éste una nueva reunión que se celebraría cinco años más tarde.
Durante la pausa de las negociaciones que siguieron a la deposición de Juan XXIII, el concilio se ocupó de la persona y doctrina herética lanzada por el profesor de Praga, Juan Hus. Su modelo religioso se basó en el ideado por el inglés Juan Wyclif, cuyas 45 tesis fueron condenadas el 4 de mayo de 1414 por el concilio. Al igual que él, Hus, viendo las numerosas lacras que padecía la Iglesia presente, se refugió en la Iglesia espiritual de los predestinados por Dios, en la que ni el sacerdocio, en cuanto ministerio, ni la administración objetiva de los sacramentos, garantizaban la redención del hombre, sino que era la Gracia divina. Precisamente, por su conducta irreprochable y por sus desconsideradas críticas contra el clero, se fabricó multitud de poderosos enemigos, incluyendo a su antiguo protector, el arzobispo de Praga. Pero al mismo tiempo, como posteriormente le ocurrió a Martín Lutero, contó con la adhesión de gran parte de la nobleza y pueblo checo, imbuidos de grandes dosis nacionalistas.
Con la intención de atraerle al concilio, el emperador Segismundo consiguió que se levantase la excomunión que pesaba sobre su persona, además de proporcionarle un salvoconducto. Lo que no se le levantó fue la pena de suspensión, lo que le inhabilitaba para dar la misa. Hus transgredió esta prohibición, por lo que fue arrestado. En el juicio que se celebró contra él, Juan Hus se negó a retractarse. El 6 de julio del año 1415 fue condenado, como hereje pertinaz y conforme al derecho vigente, al brazo secular, es decir, a la hoguera. Un año después le siguió a la hoguera su amigo Jerónimo de Praga, que en un primer momento se había retractado.


El concilio ecuménico más largo y numeroso de la Iglesia de occidente tuvo éxitos indiscutibles: puso fin a cuarenta años de Cisma; devolvió la unidad espiritual a la Cristiandad latina; y proporcionó un papa indiscutido y aceptado por todos. Como contrapartida, es necesario señalar que los decretos promulgados por el concilio no fueron confirmados formalmente por el nuevo papa Martín V, ya que estos estaban dirigidos a limitar los poderes del papa y a dar una constitución conciliarista a la Iglesia. Estos decretos, en sí mismos, contenían gérmenes de futuros conflictos que volverían a culminar en un abierto enfrentamiento entre el Papado y el posterior Concilio de Basilea, reunido en el año 1423. Esto demuestra que Martín V cumplió lo pactado en el decreto Frequens, aunque no compartiera su doctrina.
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