Séptimo concilio ecuménico (universal)
de la Iglesia católica, celebrado en la localidad de Nicea, entre los
días 24 de septiembre y 23 de octubre del año 787. La asamblea de
prelados se realizó a instancias de la emperatriz regente del Imperio
bizantino, Irene, y del papa Adriano I,
con el objetivo de instaurar de nuevo el culto a las imágenes o iconos
en el credo oficial de la Iglesia. El concilio contó con la
participación de unos trescientos asistentes.
Después del Concilio
de Constantinopla III, que desterró para siempre los errores del
monotelismo, parecía que el inquieto mundo religioso greco-oriental se
había calmado. Pero, de pronto, surgió una nueva querella religiosa,
menos complicada en disquisiciones teológicas, pero más asimilable para
el pueblo, puesto que afectaba de lleno a los usos y tradiciones de los
fieles. Esta nueva guerra religiosa fue provocada por los Iconoclastas
(favorables a la destrucción de las imágenes o iconos). Lo grave de
esta nueva herejía consistió en que fue patrocinada y acaudillada por la
omnipotencia de varios emperadores bizantinos, los cuales adoptaron un
fuerte cesaropapismo (intervención directa en los asuntos de la
Iglesia). La situación se agravó aún más al enfrentar al alto clero
bizantino y al ejército, favorables al emperador, con el poderoso e
influyente grupo de los monjes, apoyados por la ortodoxia romana y por
la inmensa mayoría del pueblo, conocido este segundo grupo como los Iconodulios (favorables al culto a los retratos y demás representaciones sagradas).
La
pintura de las imágenes y diferentes representaciones de Jesús, la
Virgen y los demás santos de la Iglesia databa del cristianismo más
antiguo. Su práctica se había extendido sobre todo el conjunto de los
fieles, sobre todo desde tiempos del emperador Constantino el Grande.
La Iglesia nunca se opuso oficialmente a la pintura o representaciones
materiales de los personajes sagrados. Cuando prohibía estas prácticas,
lo solía hacer por temor a que los fieles cayeran en la pura idolatría,
más que por el mero hecho de que estuvieran prohibidas. En Occidente, el
papa Gregorio Magno
no sólo no desechaba el culto a los ídolos, sino que los veía
necesarios e instructivos para el pueblo inculto y poco comprensivo, que
a duras penas podía entender los laberintos dogmáticos o teológicos de
los prelados. Sobre todo en Occidente, con un nivel cultural mucho más
bajo que el Oriente, hubo momentos en que escenas bíblicas completas se
reproducían en los templos religiosos, en los lugares más concurridos
por los fieles para que éstos pudieran ver y aprehender los dogmas,
sacramentos y mensajes religiosos que difícilmente podrían adquirir
mediante la simple lectura. El privilegio de la lectura y la escritura
estaba en posesión de una ínfima minoría de monjes y clérigos. Como dijo
el propio San Gregorio Magno: “Los iconos son los libros de los profanos”... es decir, de los analfabetos.
En
definitiva, la veneración por las imágenes se hallaba muy arraigada
entre la población bizantina, amén de ser una de las formas de expresión
más tradicionales de la religiosidad popular. Este culto a los iconos
tuvo en Oriente un tinte rayano en la más clara superstición y
fanatismo, en una veneración incontrolable, al igual que sucedía en
Occidente con el asunto de las reliquias. Los iconos presidían cualquier
actividad cotidiana, tanto del poder como del pueblo más bajo: en los
hipódromos, al frente de las tropas, en cualquier capilla, casa, tienda,
mercados, portadas de libros, joyas, etc. Cualquier sitio era bueno
para ser decorado con un icono. Estos iconos eran de todos los tamaños,
formas y colores. Tanto fanatismo iconodulio acabó por desembocar en la
práctica de posturas heréticas: se sobrevaloró hasta límites increíbles
el simple trozo de madera o mármol de la pieza, confiriéndole poderes
mágicos o sobrenaturales. Ante semejante panorama histérico, el clero
bizantino se empezó a preocupar.
A comienzos del siglo VIII, el
Imperio bizantino se encontraba en un estado de gravedad alarmante,
amenazado por los musulmanes, los cuales habían dominado todo el Asia
Menor en su imparable avance, y amagaba con dar el salto a Europa. En
cuanto al estado interno, el panorama era casi más desolador: anarquía
manifiesta y sediciones constantes. En el año 717, subió al trono
bizantino León III el Isáurico.
Gracias a su actuación defensiva, el Imperio pudo aguantar el golpe
musulmán y mantener sus fronteras seguras. Pero la actuación religiosa
de este emperador hizo que se instalase en el Imperio la mayor crisis
política-religiosa que jamás había conocido el Imperio, incluso más
grande que las pasadas querellas cristológicas. Esta nueva crisis
religiosa iba a alterar durante más de un siglo la vida de la Iglesia
griega, y, en menor medida, de la occidental.
León III procedía de
una provincia asiática, donde pudo sentir el influjo de las doctrinas
judías y musulmanas acerca de la imposibilidad de representar
plásticamente a la divinidad. Tanto el Corán musulmán como el Talmud
judío prohibían taxativamente las representaciones humanas o de seres
vivos por parte del hombre, ya que veían en ellas un intento de emular
la creación divina. Por lo tanto, los iconos eran vistos como una
manifiesta herejía que iba directamente en contra de la ley de Dios, el
único con poder para crear.
En el año 726, León III decretó la
prohibición de venerar a las imágenes y mandó destruirlas de todos los
templos y casas imperiales, alegando que eran veneradas como ídolos y
con honores que sólo le correspondían a la divinidad. Con la intención
de no provocar iras o revueltas, León III dedicó un tiempo a la
persuasión y a la propaganda contra los llamados iconodulios.
Debido al fracaso de esta medida, pronto cambió de táctica, practicando
medidas violentas. A principios del año 727, mandó derribar la imagen de
Cristo que se alzaba sobre un palacio imperial, en el barrio de
Calcopratega. Esta imagen, conocida con el nombre de Antiphonetes,
era muy querida por todo el pueblo. Cuando un funcionario imperial
estaba subido sobre la escalera, dispuesto a destrozar la imagen a
martillazos, el pueblo, soliviantado, lo derribó de la escalera,
haciéndole caer al suelo donde fue pisoteado por la multitud enloquecida
hasta que murió. La misma suerte corrieron los soldados que iban
acompañando al oficial del palacio. León III respondió con inaudita
crueldad cuando se enteró de lo sucedido. Su respuesta se concretó en
cárcel, destierros, azotes públicos y mutilaciones. Finalmente, viendo
que no conseguía nada, León III intentó encontrar el apoyo en el propio
papa romano, pero ante la negativa rotunda de Gregorio II, decidió la confiscación de las propiedades pontificias enclavadas en los dominios imperiales del sur de Italia.
La cuestión del problema de las imágenes alcanzó sus momentos más álgidos bajo el reinado del hijo de León III, el emperador Constantino V Coprónimo,
que subió al trono en el año 741. Este emperador intentó revestir la
lucha iconoclasta de un ropaje teológico, con el fin de reforzar su
posición y sobre todo con el de justificar las enormes persecuciones a
las que sometió a los iconodulios. Con tal propósito, convocó, en el año
754, un concilio en Constantinopla por su cuenta, en el cual condenó
como idolatría la veneración de las imágenes y excomulgó a los
defensores de su culto, y de modo especial al más ilustre defensor de la
iconodulia, San Juan Damasceno.
En este concilio mandó leer un libro, escrito por él mismo, en el que
explicaba a los prelados presentes los errores en los que habían caído
los “adoradores idólatras de imágenes”, como él mismo definía a
los iconodulios. La asamblea, en sí, no tuvo un carácter conciliar, ya
que, a pesar de los trescientos treinta y ocho obispos asistentes, no
asistieron ni el pontífice de Roma, ni los patriarcados orientales más
importantes (Antioquía, Alejandría, Jerusalén y Constantinopla). Por
estas notorias ausencias, el concilio fue conocido como Sínodo Acéfalo, o bien el Execrable Sínodo, como lo definió el papa Esteban III.
Una
vez que Constantino V comprobó que podía contar con el apoyo del alto
clero de su Iglesia, bien por convicción o por pura debilidad, ordenó la
destrucción total y sistemática de cualquier icono, con la consiguiente
prohibición de crearlos o construirlos de nuevo. En medio de esta
barbarie cultural, se perdieron innumerables obras de arte bizantino,
bellísimas piezas hoy desaparecidas y que nos consta que existieron.
En el año 775, subió al trono imperial León IV,
hijo y sucesor de Constantino V. Este emperador no derogó ningún edicto
de su padre, por temor a una probable rebelión del ejército y del alto
clero. Pero sí procedió con bastante más tacto y benignidad que su padre
con los iconodulios. A su muerte, en el año 780, se hizo cargo de la
regencia del trono su esposa Irene, ferviente partidaria de la
iconodulia, hasta que su hijo Constantino VIadquiriera
la mayoría de edad. Aunque el ejército y el alto clero seguían siendo
fieles a la memoria de Constantino V, la emperatriz Irene se mantuvo
firme en romper el aislamiento religioso y político en el que se hallaba
Bizancio. En el año 781, mandó a Roma a dos embajadores para negociar
el casamiento de una hija de Carlomagno, Rotruda, con el príncipe
heredero. Este encuentro sirvió de base para romper el hielo entre
Oriente y Occidente. Así, en el año 785, Irene volvió a mandar
emisarios, esta vez al papa Adriano I,
para proponerle la celebración de un concilio ecuménico. Esta medida
fue fomentada por el nuevo patriarca de Constantinopla, Tarasio,
favorable como la emperatriz a la iconodulia.
Adriano I acogió
favorablemente la petición de Irene, por lo que envió a Constantinopla a
dos legados que portaban una carta del pontífice donde expresaba su
apoyo incondicional al culto de las imágenes. El concilio se reunió en
Constantinopla, en la iglesia de los Santos Apóstoles, el 1 de agosto
del año 786. La asamblea fue presidida por la propia emperatriz y su
hijo Constantino IV. Pero la sesión se vio interrumpida por la
intervención del ejército, que dispersó la asamblea. Ante semejante
escollo, Irene tomó las necesarias precauciones para evitar que se
repitiesen los mismos incidentes. En el mes de mayo del año 787, ordenó a
los obispos que se congregasen en la localidad de Nicea.
Por fin,
el 24 de septiembre del año 787 se reunió el ansiado concilio, que
volvió a ser presidio por la emperatriz. En la segunda sesión se leyó a
los prelados las instrucciones teológicas mandadas por el Papa, ante las
que todos los prelados asintieron por unanimidad. Se lanzaron anatemas
contra los defensores de la herejía iconoclasta; fueron leídos los
argumentos de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres a favor de la
iconodulia. A su vez, se adoptó como símbolo de fe lo siguiente: “Que
es lícito representar en imágenes a Cristo, o a la Virgen Santísima, a
los ángeles y a los santos, pues su vista estimula a recordar y a imitar
a los modelos representados”. Los asistentes dejaron bien clara la distinción que había entre el culto respetuoso que se debía dar a las imágenes (timetikén proskynesin), del culto con intenciones de adoración o latría, que sí era pecado (alethiném latreían).
Con los obispos iconoclastas de antaño se uso la benignidad, siempre
que se arrepintieran de sus pasados errores. Contrariamente a los dos
concilios precedentes, la asamblea tomó disposiciones de orden
legislativo, recogidas en veintidós cánones, en los que se reglamentó
sobre algunos aspectos de la vida de los clérigos y de los frailes, así
como las distintas instituciones eclesiásticas. Finalmente, en la octava
sesión se dio por concluido el concilio con la firma de la emperatriz,
de su hijo y de todos los Padres asistentes. El acontecimiento fue
celebrado entre festivas aclamaciones a la nueva Helena (Irene) y al
nuevo Constantino.
Con este concilio niceno, se dio por terminada
la serie de concilios ecuménicos o universales de la Iglesia cristiana
reconocidos por la parte occidental y oriental. En los siglos
siguientes, ambas Iglesias comenzaron un largo proceso de divergencia
que acabó con la escisión total entre ambas, en el año 1054.
http://www.enciclonet.com/articulo/concilio-de-nicea/#
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