Primer concilio de carácter ecuménico (universal) celebrado
por la Iglesia católica. Tuvo lugar entre los días 20 de mayo y 25 de
julio del año 325, en la localidad de Nicea, en el palacio de verano del
emperador Constantino.
La importancia de este primer concilio ecuménico es enorme, ya que por
primera vez se legislaba tanto para la Iglesia como para el propio
Imperio. El emperador en persona impuso su arbitraje en las disputas
entre dos partidos o posturas religiosas que atenazaban la unidad
interna del clero católico, dando el apoyo de la ley al que consideraba
ortodoxo. A la reunión conciliar asistieron alrededor de trescientos
obispos, representantes de las más importantes diócesis de la Iglesia.
La
formulación del dogma de la Santísima Trinidad se produjo a lo largo de
todo el siglo IV, en el curso de una gran batalla teológica, en la que
la ortodoxia católica tuvo como principal adversario a la herejía
defendida por Arrio:
el Arrianismo. Estos precedentes venían ya de tiempos anteriores, en
doctrinas que ponían un acento exagerado en la insistencia de la
perfecta unicidad de Dios. Esa exaltación ponía en serio peligro la
distinción de las diferentes Personas en la Trinidad. Fue así como
apareció el primer error teológico denominado subordinacionismo,
el cual tendía a subordinar al Hijo frente al Padre, haciéndole inferior
a Él, es decir, rebajando la naturaleza del Dios-Hijo a la del
Dios-Padre. Precisamente, en esta escuela herética fue donde se formó.
Arrio, natural de Libia y formado en la escuela teológica de Antioquía.
Arrio fue mucho más lejos profesando un subordinacionismo radical,
puesto que no sólo subordinaba el Hijo al Padre en naturaleza, sino que
le negaba incluso a este primero la propia naturaleza divina. Su
postulado fundamental era la unidad absoluta de Dios: fuera de Él, todo
cuanto existía era criatura suya e inferior. Para Arrio, el Verbo o
Cristo no era eterno, sino creado por el Padre Celestial como
instrumento para la creación del mundo. No obstante, el Verbo-Cristo, al
ser el primogénito de la creación estaba por encima de todo lo creado,
en virtud de una gracia conferida por el Dios Padre.
Arrio
procuró siempre demostrar tales afirmaciones basándose en una singular
interpretación de las escrituras. Desde un principio, encontró muchos
adeptos, sobre todo en los círculos intelectuales helenos y de Egipto,
favorables a una interpretación racional de la naturaleza de Dios que
pusiera fin al misterio insondable y poco comprendido de la Santísima
Trinidad. Estos círculos elitistas estaban familiarizados con la noción
del Dios supremo, el Sumus Deus, así como la idea platónica del
Demiurgo, en cuanto que el Verbo-Cristo era un ser intermedio entre el
mundo creado y Dios, su hacedor.
Las consecuencias que la doctrina
de Arrio entrañaba eran gravísimas, porque afectaban a la esencia misma
de la obra de la Redención: si Jesucristo, el Verbo de Dios, no era
Dios verdadero, su muerte carecía de eficacia y sentido salvador puesto
que el hombre no habría sido salvado ni redimido de su pecado original,
además de echar por tierra todo el Nuevo Testamento, huella indeleble
del paso de Cristo por la Tierra y base angular de la Iglesia católica.
La Iglesia de Alejandría se dio pronto cuenta de la trascendencia del
problema, por lo que su obispo Alejandro trató de disuadir a Arrio de su
error. La actitud de éste se mantuvo si cabe con más fuerza, provocando
que el obispo Alejandro convocara un concilio provincial, en el año
321, en el que se condenó la herejía y se excomulgó a su mentor. Pero
tal medida llegó demasiado tarde, puesto que la doctrina arriana se
había extendido como una gran mancha de aceite dentro del seno de la
Iglesia, convirtiéndose en un grave problema para la Iglesia.
El
asunto arrianista llegó a tomar tal cariz que el propio emperador tuvo
que tomar cartas en el asunto de manera personal. Constantino, tras
convertirse en el único gobernante del Imperio, una vez que derrotó a
Licinio, su último oponente serio, deseaba disfrutar de un período de
paz y tranquilidad y de una unidad religiosa. En un primer momento quiso
atajar el asunto herético de una manera diplomática y suave, pero
fracasó totalmente en el empeño de frenar la división doctrinal de la
Iglesia. En vista de ello, envió a Osio de Córdoba,
consejero religioso del emperador, con cartas especiales suyas
dirigidas a Alejandro y Arrio, con el encargo de conseguir un acuerdo
conciliador entre ambos personajes. Osio de Córdoba fracasó en su
cometido. Debido a esa circunstancia y al gran radicalismo que embargaba
a ambos prelados. Osio de Córdoba se convenció de que la única manera
de atajar definitivamente la herejía era convocando un concilio
ecuménico que estableciera un dogma claro y definitorio para toda la
Iglesia católica. Así pues, Constantino no puso ningún inconveniente
ante tal propuesta, por lo que empezaron a realizarse los preparativos
de la asamblea de los prelados.
Debido a la trascendencia del
asunto, Constantino hizo todo lo posible para reunir al mayor número de
representantes del episcopado. Puso a disposición de los prelados las
postas imperiales, tomando a su cargo todos los gastos de viajes y
estancia en el lugar de reunión. El concilio logró reunir a un gran
número de obispos, en su mayoría orientales; destacaban por la parte
occidental los dos representantes del papa Silvestre,
los presbíteros Vito y Vicente, y finalmente Osio de Córdoba, el cual,
según parece, presidió el concilio. Arrio asistió personalmente a la
reunión, lo mismo que su principal oponente Alejandro, que iba
acompañado de su infatigable archidiácono Atanasio, llamado a tener, en
años posteriores, una enorme influencia en la construcción de los dogmas
principales de la Iglesia.
La sesión de apertura se celebró con
gran pompa y ceremonia por parte del propio emperador, el cual apareció
revestido de toda su dignidad imperial, vestido con telas de preciosa
seda y ostentando todos sus atributos de poder. Constantino abrió la
sesión con un discurso donde conminaba a los presentes a llegar a un
acuerdo conciliador que asegurara la unidad doctrinal de la Iglesia, y
por ende del propio poder político imperial. Inmediatamente se entró en
la cuestión candente. Arrio y sus seguidores defendieron su doctrina con
verdadera vehemencia, pero los defensores de la línea ortodoxa,
hábilmente conducidos por Marcelo de Ancia y por el brillante joven
archidiácono Atanasio, obtuvieron una brillante victoria con la
aprobación por parte de los presentes en el concilio de un “Símbolo” de
la fe que definía inequívocamente la divinidad del Verbo, empleando para
ello un término que expresaba con la máxima precisión la doctrina
trinitaria, el Homoousios ('consustancial'). Según esta fórmula, el Hijo, Jesucristo, “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado pero no creado”,
es consustancial al Padre. Este símbolo fue acatado por todos a
excepción de Arrio y dos obispos que lo secundaron, por lo que fueron
excluidos automáticamente del seno de la Iglesia y desterrados por orden
del propio emperador.
Es indudable que la presencia del propio
emperador en muchas de las sesiones del concilio fue determinante para
inclinar la balanza del lado del partido antiarriano. Con la
trascendental fórmula del Homoousios se fijó con precisión el
dogma católico sobre la naturaleza del Verbo y se deshizo la anterior
ambigüedad dogmática que había puesto en peligro la reciente unidad de
la Iglesia católica. Dicha fórmula pasó a ser en adelante la piedra
angular, el santo y seña de la ortodoxia cristiana y el argumento base
contra las posteriores tentativas heréticas producidas en el seno de la
Iglesia. Se conformó definitivamente el llamado credo niceno, que fue
redactado literalmente con la siguiente fórmula: genitum non factum, consubstatialem Patri (engendrado, no hecho, consustancial al Padre).
Además
de la cuestión arriana, el concilio se ocupó de varios asuntos de menor
importancia pero necesarios, como fueron el cisma de Melerio y la
cuestión sobre la celebración de la Pascua. En referencia a este último
tema, se proclamó como oficial la práctica usada en la Iglesia
occidental. También se promulgaron veinte cánones o disposiciones
legislativas, en los que se decidía, entre otras cosas, la cuestión del
bautismo de los herejes y de los lapsos o apóstatas de la persecución.
Lo
cierto es que el arrianismo, en un principio desterrado en el concilio
niceno, volvió a resurgir con inusitada violencia, con lo que se reabrió
nuevamente la amenaza contra la unidad teológica de la Iglesia. El
responsable de ese rebrote herético fue Eusebio de Nicomedia,
prelado político e intrigante en la propia corte de Constantinopla.
Eusebio logró persuadir al propio emperador, siempre preocupado por
conservar la unidad religiosa del Imperio, de que el único obstáculo a
esa unidad provenía de los defensores del credo niceno. Las
consecuencias se plasmaron en una serie de persecuciones de los
principales obispos nicenos, con la consiguiente privación de sus sedes y
cargos y la restitución en dichos obispados de obispos arrianos. Esta
situación de retroceso se incrementó aún más con los emperadores Constancio y Valente,
ambos declaradamente arrianos, lo cual contribuyó a enrarecer en grado
sumo la atmósfera religiosa del momento. Las convulsiones religiosas que
sacudieron los reinados de estos dos monarcas hicieron necesario el que
se convocasen varios concilios provinciales con el objetivo de llegar a
un consenso que nunca llegó. Ante semejante panorama se hizo necesaria,
más aún que en tiempos del concilio de Nicea, la convocatoria de un
segundo concilio de carácter ecuménico.
Pero este es otro tema a tratar....
http://www.enciclonet.com/articulo/concilio-de-nicea/#
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